24 de abril de 2013

Reseña de Álava en Waterloo, de Ildefonso Arenas

La Historia quizá no recuerde que un español estuvo en Waterloo: la batalla que acabó con Napoleón Bonaparte y sus Cien Días. Fue el general y diplomático Miguel-Ricardo de Álava y Esquivel (1772-1843), quien actuó como improvisado segundo al mando del duque de Wellington, comandante supremo de las fuerzas anglo-neerlandesas. He de reconocer, con no demasiado rubor, que desconocía la figura del general Álava. Un hombre de guerra, sí, un marino, participante en la batalla de Trafalgar, combatiente en la guerra hispánica de 1808, conoció a Wellington en Portugal en 1810 –iniciándose una estrecha amistad–, y juntos lucharon en Talavera, Ciudad Rodrigo (cuyo ducado fue el premio que acabaría recibiendo el inglés) y Vitoria. Al regreso de Fernando VII a España, Álava fue apresado para, tras un breve cautiverio, recibir el encargo de crear la nueva embajada española en el naciente reino de los Países Bajos, fusión de las ya caducas Provincias Unidas y los territorios valones que Francia se engullera en las primeras guerras revolucionarias (1794). En realidad, la embajada en Bruselas no dejaba de ser un apéndice del auténtico trabajo de Álava: defender en París los intereses de una monarquía española ninguneada por los vencedores de 1814, a pesar de ser España el escenario vietnamizado (permítaseme el anacronismo) de Napoleón. 

Miguel-Ricardo de Álava y Esquivel
(1770-1843)
Para narrar los hechos de esta majestuosa ¿novela histórica?, Ildefonso Arenas nos ofrece un relato pormenorizado y coral, al mismo tiempo que un riquísimo tapiz histórico. Trece meses son los que Arenas recorre en su libro, desde el momento en que Fernando VII envía a Álava a Bruselas y hasta la firma del 2º Tratado de París, tras la derrota definitiva del Corso. Por medio se ha sucedido, entre largas conversaciones que sirven de excusa argumental (aunque son mucho más que eso) para una contundente contextualización, de un modo u otro, de los veinticinco años precedentes, y centrándonos en las primeras etapas del Congreso de Viena, sucede el vuelo del Águila, el retorno de Napoleón desde su aburrido principado en Elba, a tierras francesas. Sorpresa mayúscula para los soberanos que entre negociación y negociación en Viena tienen tiempo para conspirar y darse la gran vida. ¿Para todos? Quizá no tanto para Arthur Wellesley, ya duque de Wellington, comandante supremo del Army of the Low Lands, el combinado anglo-holandés; del Graf Gneiseneau, el lugarteniente de (y en muchos sentidos, hombre de más valía que) el brutal mariscal prusiano Blücher; o el maquiavélico embajador francés Talleyrand, camaleón superviviente, ahora al servicio de un Luis XVIII que no confía del todo (no es para menos, vista su trayectoria) en su enviado, pero que aprovecha sus dotes diplomáticas para que los vencedores de la Batalla de las Naciones (Leipzig, 1813) se acuerden de Francia y no para demasiados castigos. El regreso de Napoleón al trono francés (previa huida del Borbón abotargado y de su resentida familia) fuerza a los vencedores a preparar una nueva alianza y a movilizar ejércitos con distintos objetivos camino a Bruselas y Valonia, escenario de una(s) batalla(s) que Arenas disecciona en varios cientos de páginas.

Arthur Wellesley, duque de Wellington (1769-1852), y August Neidhardt von Gneisenau (1760-1831)... no podían ni verse.
Pero lo interesante de esta peculiar novela no está sólo en el relato pormenorizado, prácticamente hora a hora, de los diversos escenarios de la contienda (francés, anglo-holandés y prusiano-germánico), a priori demasiado detallista para lectores profanos en la narración bélica (o poco receptivos como quien escribe estas líneas)… y que acaba por atrapar a esos lectores reluctantes como servidor. No, lo realmente interesante está en las quinientas páginas precedentes o las doscientas cincuenta siguientes a la batalla (¿habéis  hecho la suma total de páginas?): un magnífico retrato coral, de los Borbones franceses a un Corso en horas bajas, de las triquiñuelas de Talleyrand en Viena a la historia de las tres hermanas Von Biron (una de ellas sobrina política y algo más del diplomático francés); del ambicioso Wellington, capaz de sacrificarlo todo, miles de hombres incluidos, por conseguir su lugar en la posteridad; del inteligente y no menos ambicioso Gneiseneau, un arribista al que le resbala el aristocrático código militar prusiano y en muchos aspectos un adelantado a su propia época; el brutal Blücher, dispuesto a colgar a Napoleón de la rama de un árbol y constantemente a merced de sus apetencias más primarias; de la deliciosa, aunque ya en el inicio de su declive, la princesa Thérèse de Caraman-Chimay (anteriormente Teresa Cabarrús) y de su amiga Madame Juliette Récamier, a las que ambas conocen a fondo Álava y Wellington; del joven Clausewitz al caprichoso y voluble zar Alexander I o el temeroso y hambriento rey prusiano Frederich Wilhelm III, sin dejar de lado al correoso canciller austríaco Metternich. Y cómo no a Napoleón. Un Napoleón en su decadencia, jugándose el todo por el todo con una carta desesperada… y perdedora, ¿o acaso esperabais otra cosa? Me dejo a muchos personajes en el tintero, que conste… pero es que estamos ante una novela que supera de largo el millar de páginas, que nos lleva de Viena a París, pasando por Bruselas y Londres y con especial hincapié en Les Quatre Bras, Waterloo y los escenarios del magno campo de batalla que, entre el 15 y el 18 de junio de 1815 se disputaron en el Brabante valón; Wellington la definió como la batalla de Waterloo, Gneisenau como Le Belle Alliance.  Cuestión de puntos de vista. Y Álava (y su joven aide-de-camp Nicolás de Miniussir),  como espectador de lujo, al servicio no del todo improvisado de Wellington.

El lector puede llegar a hastiarse de un estilo a priori recargado, no del todo contento con la decisión de Arenas de mantener el original de los nombres propios de personajes, ciudades o escenarios, con lo cual incluso más de uno puede sentirse perdido. No se preocupe, esa sensación de “no sé a qué te refieres” le durará un par de cientos de páginas, como mucho; para cuando se haya dado cuenta estará atrapado en una novela de lectura pausada aunque vibrante, de interés constante por lo que se cuenta de unos personajes que reviven para nosotros en cada página… y que probablemente lo hagan con una imagen diferente a la que estábamos acostumbrados.  Tenga paciencia y déjese llevar por historias de alcoba, conversaciones de salón, negociaciones diplomáticas, confidencias de amigos íntimos y un relato con brío en lo marcial y que huele a épica por todos lados. Con el detallismo que bebe (e incluso atraganta en ocasiones) de una vasta documentación, Ildefonso Arenas reconstruye un mundo que casi puedes tocar, del recuerdo de los tiempos revolucionarios a las campañas que forjaron a Wellington o las disputas en la alta diplomacia que hundieron al Corso.  Del retrato de estos personajes, de las conversaciones que mantienen entre sí, surgirá el vívido relato de antes, durante y después de Waterloo. Pura Historia.

1 comentario:

El administrador de La novela antihistórica dijo...

No, no es pura Historia. Arenas ha hecho en "Álava en Waterloo" lo que le ha dado la gana con la Historia y su supuesta exhaustiva documentación tiene errores garrafales.
El problema, como siempre, es que cuanta con una buena sombra a la que cobijarse -emieza por "C" y acaba por "Balcells", la agente literaria más poderosa de España que siemppre se está jubilando y nunca se acaba de jubilar ¿capisce?- y, como siempre, -como ha ocurrido desde que Francs Bacon lo puso de manifiesto allá por el siglo XVII- vemos algo en letra impresa y ya creemos que es verdad sin hacernos más preguntas.
Lo cierto es que Arenas, queriendo ir de sofisticado -por ejemplo poniendo los nombres en su lengua original- lo único que hace es regurgitar, otra vez,una Histora de España encanijada y falseada. Por ejemplo insistiendo -contra toda investigación reciente- en que la aportación española a la campaña de Waterloo se reduce a la presencia de Álava y Miniussir en el Estado Mayor aliado.
Mete la pata hasta el fondo cuando dice, por ejemplo, que habría que haber enviado una división a Perpignan para haber tenido fuerza en las negociaciones. Realmente curioso que diga tal cosa, porque el "Diccionario del generalato español" señala que esa ciudad francesa fue tomada en 1815 por las tropas al mando del general Castaños, en ese momento Capitán General de Cataluña que actúa así de acuerdo a lo exigido por el mando supremo aliado, como medida preventiva para evitar un "volvemos a empezar" como el de 1808.
Y así sucesivamente. Si queréis saber más leed la reseña de http://www.lanovelaantihistorica.wordppress.com. La mejor opción para no malgastar tweimpo y dinero y elegir con criterio lo que se lee