9 de marzo de 2013

Crítica de cine: Los amantes pasajeros, de Pedro Almodóvar

Es de suponer que el espectador de Los amantes pasajeros sabe lo que va a ver; bueno, quizá sea mucho suponer, pues a veces da la sensación de que en este país nadie lee una puñetera sinopsis (y luego se sorprenden cuando se sientan delante de la pantalla y películas como El árbol de la vida). Dejando de lado el ruido publicitario que rodea un estreno de este calibre (y alguna que otra crítica sañuda con cierta voluntad de protagonismo), lo cierto es que la última película de Pedro Almoovar engañará sólo a los incautos; de hecho, tengo la sensación de que el propio director manchego no se ha dejado engañar por sus propias fábulas y ofrece un producto de consumo rápido, espumoso, entretenido, desigual e incluso algo decepcionante (más que nada por la comparación con sus comedias ochenteras). Pero no es algo que no te esperases ver... o al menos no es la gran película (o el horror de cinta) que te comentan por un lado u otro. A veces es mejor no leer críticas de ningún lado, a menos que sea para confirmar que Almodóvar sigue levantando pasiones encontradas, a las que me imagino que él mismo es incapaz de resistirse...

De hecho, Los amantes pasajeros es una comedia con una cierta mirada "política" (el el sentido más amplio de la palabra). El escenario en el que sucede la mayor parte de la trama de la película es un avión de la compañía Península en el que los pasajeros de clase turista son drogados con ansiolíticos para no tener que enfrentarse a la realidad (el avión no puede aterrizar); en clase business viajan una dominatrix que amenaza con tirar de la manta (vídeos compometedores con los "seiscientos hombres más poderosos del país"); un asesino a sueldo que lee a Bolaño; un empresario/banquero que huye tras cometer un desfalco que ríase la audiencia de Bankia; una vidente virgen que huele a muerte y se desmelena a la primera de cambio; una pareja de recién casados en viaje de luna de miel, siendo el novio además una mula de mescalina (droga ochentera donde las haya); un actor acostumbrado a mentir y que recibe una peculiar llamada telefónica (que todo el mundo escucha por el speaker del teléfono de cabina). Por no hablar de la tripulación, desde los pilotos (bisexuales reconocidos o en fase de experimentación) a los tres pizpiretos (y amaneradísimos) azafatos, que tanto le dan al tequila, al agua de Valencia o a un numerazo musical imitando a las Pointed Sisters. Y sin dejar de lado a una azafata-terremoto que deja caer, al final de la película, una de esas frases almodovarianas que llenan las antologías.

El resultado es una película ligera (MUY ligera), con una trama que no da para los 90 minutos de metraje (las secuencias en tierra son una muestra evidente de relleno insustancial), con una (cierta) estética del Almodóvar ochentero, con voluntad (descarada) de entretener sin más y con demasiados tópicos almodovarianos de antaño que ahora resultan más bien descafeinados, cuando no una gaseosa desbravada. La mescalina desboca a tripulantes y pasajeros de primera, que se liberan y se dejan llevar por una sexualidad ambivalente, en la que Almodóvar carga las tintas, mientras el pasaje de clase turista duerme el sueño de los inconscientes y el país se va a pique. La metáfora del aeropuerto vacío de Castilla-La Mancha resulta quizá facilona, pero al mismo tiempo es una imagen muy poderosa de la situación real de la otra "península".

Con todo, y siendo claramente una película menor (cuando no un consciente proyecto de transición por parte de un director que reúne a actores de su ya larga filmografía para pasarlo bien entre todos), Los amantes pasajeros será reconocible como una película cien por cien almodovariana para los que hayan seguido su trayectoria, como un intento (en cierto modo frustrado) por volver a la comedia más petarda y como la prueba de que el director manchego de 63 años de anto en tanto se duerme (muy conscientemente) en sus laureles y no trata de dar gato por liebre. A menos que resulte que sí trata de dárnoslo...

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