Paul Veyne (n. 1930) es un historiador francés ya jubilado que durante años ha nadado en las aguas de la historia antigua, griega y romana, bebiendo también de los ríos de la sociología y la filosofía. Suyos son libros ya clásicos como Le pain et le cirque. Sociologie historique d’un pluralisme politique (Éditions du Seuil, 1976), que reclama a gritos una traducción castellana, La elegía erótica romana (FCE, 1991, reed. 2006), La sociedad romana (Mondadori, 1999), Los misterios del gineceo (Akal, 2003) u obras recientes como Séneca, una introducción (Marbot, 2008) y El imperio grecorromano (Akal, 2009). Y ahora nos llega Sexo y poder en Roma (Paidós, 2010), un librito (si nos dejamos llevar por el modo como el tomito que el poeta Catulo dedicara a Cornelio Nepote), deliciosamente breve, que en el prólogo Lucien Jerphagnon resume mejor de lo que yo haría:
«Aunque, en realidad, ¿en qué romanos están ustedes pensando? ¿En los romanos de Roma o en los de algún poblacho perdido de África, como esos que cruzan los personajes de Apuleyo durante esa locura ubuesca y, sin embargo, mística que es El asno de oro? ¿Qué derecho rige en esos mundos? ¿Qué relaciones mantienen con los dioses? ¿Qué ocurre con la política, con las relaciones sociales, con el equivalente a nuestros impuestos? ¿Cuáles eran sus ideas acerca del matrimonio, del divorcio? ¿Y qué más? ¿Y la homosexualidad y el aborto? Y, desde luego –panem et circenses–, los juegos. Etc.» (p. 12)
Estamos ante un libro breve (deliciosamente breve, diría) que recoge diversos artículos y entrevistas publicados en la revista L’Histoire en los últimos treinta años y que tratan sobre las cuestiones anteriormente mencionadas. Pero desde un punto de vista diferente, si se me permite decirlo. ¿Novedoso? Todo dependa quizá de cómo lo perciba el lector, pero sí podemos decir que el libro focaliza su óptica en la época, lejos de nuestros apriorismos actuales («eso es lo que conviene sustraer siempre del dogmatismo instintivo, naturalmente anacrónico, en el que nos arriesgamos a caer al proyectar nuestra época –ni una anterior ni otra posterior–, tentados como estamos de convertir el instante fugaz y las certidumbre que se hallan en él como algo absoluto», dice Jerphagnon en ese mismo prólogo).
Y nos situamos en una civilización romana «que no es sino la civilización griega en lengua latina, luego romano-cristiana» y que finalmente se convirtió en una civilización «mundial» (p. 29), pues así considera Veyne el mundo romano en su apogeo (y que trata ampliamente en El imperio grecorromano). Un mundo en el que los romanos se consideraban dueños absolutos del mismo, sabiéndose superiores al resto de los habitantes del orbe. Un mundo en el que el clan lo era todo, la justicia se basaba en la aplicación práctica (y perfeccionista) de un derecho civil en el que lo que importa no es tanto dictar sentencia como crear jurisprudencia. Un mundo en el que política y corrupción (o evergetismo y clientela, si queremos verlo de otro modo) son las dos cara de una misma moneda. Un mundo en el que la muerte podía convertirse en espectáculo (los juegos circenses) y en el que las luchas de gladiadores eran idolatradas y asqueadas a un mismo tiempo, sin que ambos elementos fueran necesariamente incompatibles. Un mundo en el que el matrimonio era una institución privada, en numerosas ocasiones carente del boato ritual (y público) que se le suele dar, y en el que la homosexualidad no estaba tan penada ni mal considerada siempre que se asumiera un rol de homofilia pasiva (vamos, que el romano era muy macho y podía disfrutar del sexo con otros hombres, ya fueran esclavos o libres, asumiendo siempre el rol activo; si no, su comportamiento era impudicus).
A través de los artículos y de las entrevistas del libro conocemos un poco mejor a los romanos y su modo de concebir la sociedad, la política y el mundo en general, y también conocemos un poco más Paul Veyne. Nos dejamos llevar por su estilo socarrón, erudito pero abierto a un estilo divulgador (que no divulgarizador), en el que Roma se nos presenta como era, como puede ser interpretada y como se destila del poso de documentación, arqueología y epigrafía, poniendo el acento en lo que las evidencias sugieren, y no en lo que nuestra visión romana impone. En este sentido, el libro seduce, nos obliga a replantearnos los que sabemos (o creemos saber) de la civilización romana. Pues, como afirma Jerphagnon en el prólogo:
«en la mente del lector se ha levantado otra Roma en la que actúan unos romanos distintos de los que hemos visto en el cine. En este libro, una civilización nos permite ver en su realidad vestigios enterrados demasiado tiempo bajo la lava de los tópicos, bajos las cenizas de los clichés, unos vestigios más conmovedores que todos esos sueños. Esa es la Roma que asediará su memoria cuando vea o vuelva a ver, bajo el mismo cielo que contemplaban los viandantes de entonces, el teatro de Marcelo, el arco de Septimio Severo, la basílica de Majencio, donde los gatos se apiñan, descendientes de aquellos que, según nos cuentan, trajo Pompeyo de Egipto. Las piedras de esos mundos que se extiende a lo largo de doce siglos le parecerán ahora al lector más elocuentes» (pp. 12-13).
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