21 de enero de 2012

Reseña de 428 después de Cristo. Historia de un año, de Giusto Traina

«¿Por qué el año 428 d.C.?». Es la pregunta que uno se hace al coger este libro de la mesa de novedades, leer la contraportada, ver el índice de contenidos y hojearlo un poco a vuelapluma. ¿Qué tiene de especial este año? Ciertamente, no parece que fuera un año en el que sucedieran grandes hechos. No al menos, y si nos situamos en ese período histórico, como el 410, cuando Alarico saqueó Roma (todo un trauma para el imaginario colectivo… ¿o no?); o el 451 y la batalla de los Campos Catalaúnicos, la derrota de los hunos de Atila ante el combinado romano-«bárbaro» dirigido por Aecio; o, cómo no, el 476, cuando el último emperador romano de Occidente (o quizá el penúltimo, si nos ponemos en la óptica de Julio Nepote) fue depuesto por el hérulo Odoacro. 

Ahora bien, y siempre me lo he preguntado, ¿acaso el mundo enmudeció cuando el último sucesor de Augusto en tierras occidentales fue desposeído de sus insignias imperiales? ¿Alguien sintió que el mundo había cambiado para siempre? Las fechas suelen crear compartimentos estancos (o Edades) que sirven para categorizar períodos, pero en realidad no significan mucho más. Y menos para los que vivieron en esa época. Pero es cierto, lo asumo, sí hay fechas que significan algo para quienes las vivieron: y así, a diferencia de la caída de un imperio nominalmente en manos de un adolescente, en el año 1453 cayó el otro imperio romano, el de Oriente, el bizantino, y su caída golpeó a todo Occidente… aunque éste hiciera poco por evitarlo. Y su sucesor, el imperio otomano, languideció en sus últimos dos siglos para finalmente ser ejecutado sin compasión y sin que a muchos coetáneos no les pillara de nuevas. Las cosas de las fechas.

Volviendo a al pregunta inicial: «¿por qué el año 428 d.C.?». Pues quizá la cuestión netamente cronológica no tenga mayor importancia si empezamos a leer este libro, 428 después de Cristo. Historia de un año, de Giusto Traina (Akal, 2011), y nos damos cuenta de que el autor, en realidad, nos quiere llevar por un tour en una fecha concreta del mundo tardorromano. Un viaje que se inicia en el este, empezando por Armenia en el este, pasando por Anatolia, llegando a Constantinopla, cruzando el charco hasta Italia y la corte de Rávena, subiendo a las Galias, bajando a Hispania, recalando en África y volviendo de nuevo al este: a Egipto, a Palestina y, finalmente, a la Persia sasánida.

Un tour que, empezando por el momento, ese mismo año, en que el reino de Armenia, hasta entonces gobernado por una rama de los Arsácidas que, dos siglos atrás, fueron depuestos en Persia (entendiendo por todo el imperio gobernado por los partos y no sólo el territorio de Fars) y sustituidos en el poder por los belicosos Sasánidas. La Persia sasánida recuperó un territorio que consideraba suyo: Vahram V (r. 420-438), el Rey Onagro, recibió Armenia mientras un embajador romano, el general Flavio Dionisio, contemplaba la escena intentando que no se notara demasiado que su señor, el emperador Teodosio II (r. 408-450) había perdido la influencia sobre la zona. No sólo Armenia pasó a ser una provincia más del imperio persa: la iglesia armenia pensó que el soberano persa, azuzado por sus consejeros, podía convertir el cristianismo en un mero interludio en la historia de la región. Pero se equivocaron: Vahram no quería destruir y proscribir, sino que aceptó la religión de sus nuevos súbditos e incluso, en cierto modo, la protegió. Sin entrar en el tema del dogma, algo a lo que la(s) iglesia(s) cristianas allende el Éufrates no dejaban de hacer.


Giusto Traina

Porque el año 428 fue también cuando Nestorio fue elegido patriarca de Constantinopla. Aprovechando el viaje de vuelta desde la frontera con Armenia, Flavio Dionisio recogió en Siria a Nestorio y lo condujo, a través de Anatolia y de la Ruta de los Peregrinos, a la capital romana, Constantinopla. Poco le duraría a Nestorio lo de calentar la silla episcopal de la ciudad de Constantino: las (eternas) querellas religiosas, el resquemor de sedes «menores» como Antioquía y Alejandría, la pasividad del obispo de Roma y los propios berenjenales teológicos en los que se metió el patriarca, le llevarían tres años después a ser apartado y condenado. Su visión de la doctrina cristiana no moriría con él, sino que en siglos posteriores, a través de la Ruta de la Seda y de Persia, llegará a China.

¿Y es importante el año 428 para el Occidente romano? Pues en cierto modo sí: los vándalos, que con los famosos suevos y alanos penetraron en Hispania casi veinte años atrás para quedarse (al menos los suevos), por entonces ya estaban planeando el salto a África de la mano de su rey Genserico. Allí los esperaba en medio del temor el obispo de Hipona, san Agustín, quien morirá en el asedio de su sede dos años después. Si Roma ya había «perdido» Britania, parte de la Galia e Hispania, África caería en manos de los bárbaros. Ni Gala Placidia, ni su hijo el emperador Valentiniano III, ni los generales que protegían África (Aecio, el comes Bonifacio) pudieron hacer nada. ¿O sí pudieron? Quizá si no se hubieran enfrentado entre sí. El Imperio Romano de Occidente se redujo, en cuanto a control real, a poco más que Italia y parte del Ilírico. Pocos sospechaban, sin embargo, que dos generaciones después el título imperial habría desaparecido en Occidente, enviadas las insignias a la corte de Constantinopla.

El viaje de Giusto Traina en este libro, breve en cuanto a las páginas (apenas ciento cincuenta de texto, sin contar prólogos y bibliografía) nos lleva a un momento del mundo de la Antigüedad tardía, cuando Roma era mucho más que un nombre, cuando los reinos germánicos no se habían asentado y cuando todavía se esperaba a los «bárbaros». Un mundo en el que la cuestión religiosa era esencial: sentida, vivida y convertida en una cuestión también de poder. De hecho, el libro incide mucho en las querellas religiosas, aunque sin un exceso de erudición para no desalentar a lectores que esperan un libro de narración política. En Egipto el monaquismo según el modelo de Antonio y Pacomio tenía una enorme influencia; en Siria, más allá de Simeón el Estilita (a quien Flavio Dionisio también visitó en su periplo oriental para que le curara una parálisis facial), la iglesia local estaba enfrentada a la sede patriarcal de la capital. En la propia Constantinopla Teodosio II, ya adulto, estaba moldeando las bases de lo que sería el futuro Imperio Bizantino, por ejemplo con el Código jurídico que lleva su nombre. Y dos mujeres, su hermana Pulqueria y su esposa Eudoxia, jugaban con la religión como una carta más en una timba en la que se decidía algo más que la designación de un patriarca. En África esperaban al «vándalo» Genserico, en Palestina se celebraba la Pascua, en el sur de la Galia los visigodos se hacían fuertes mientras al norte el gobierno romano trataba de mantener su poder, y en Persia Vahram V pensaba en engrandecer su poder con campañas en el extremo oriental de su imperio.

Y el año 428 pasó, y llegaron los bárbaros, y Nestorio fue depuesto, y en la antigua Roma el Senado se convertía en una asamblea municipal, mientras en Rávena se cocinaban querellas internas de difícil digestión. Y todo ello, a vista de pájaro, nos lo cuenta Giusto Traina en un libro que quizá decepcione a quienes esperen más relato de sucesos políticos y militares y menos chicha religiosa, pero que ofrece una magnífica panorámica de un mundo que visto desde la perspectiva actual parecía que se dirigía, inexorablemente, a su catábasis final. Y quizá si nos ponemos en la óptica de esa época distinguiremos, más bien, un mundo vivo, muy vivo. Que no nos engañen las categorizaciones cronológicas y las etiquetas como «Bajo Imperio». Aún quedaba mucha tela por cortar.

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