A principios de los años treinta, la Gran Depresión golpeó con fuerza a Estados Unidos. Los casi trece millones de parados, una cuarta parte de la población laboral (en una época en que sólo los hombres tenían trabajo en la mayoría de las familias), se desesperaban en un país donde abundaban las colas para el pan y para comer algo caliente en los comedores de caridad. Era un país de inactividad forzosa y quiebras bancarias, donde la miseria, la amargura y el descontento se teñían de furia e indfignación. ¿Dónde encontrar trabajo? Franklin D. Roosevelt apelaría a no tener miedo del propio miedo en su discurso inaugural en marzo de 1933, pero un par de años antes un libro, Manual de la Nueva Rusia: Historia del Plan Quinquenal, se convirtió en todo un best-seller y sirvió para abrir a los ojos de una población desesperada la imagen de un paraíso en el que la felicidad y el progreso social ya se podían casi palpar:«Hay mucho que decir sobre la Rusia soviética. Es un mundo nuevo que explorar, los estadounidenses no saben casi nada de él. Pero la historia se filtra e incita al heroísmo. Mientras la bandera roja ondee sobre el Kremlin, hay esperanza en el mundo. Hay algo en el aire de la Rusia soviética que ya palpitaba en el aire de la Atenas de Pericles, la Inglaterra de Shakespeare, la Francia de Danton, la América de Walt Whitman… Este es el primer hombre aprendiendo a pensar con sufrimiento y alegría. ¿En qué otro sitio del mundo hay esperanza?» (New Masses, noviembre de 1936).
«Todo esto se escribirá de nosotros dentro de unas décadas. Trabajará menos y producirá más. Durante siete horas en la fábrica hará lo que ahora se hace en once horas y media […]. En lugar de talleres oscuros y lóbregos, con bombillas mortecinas y amarillentas, habrá salas limpias y luminosas, con grandes ventanas y bellos suelos de baldosas. La suciedad, el polvo y las virutas de las fábricas no los absorberán y tragarán los pulmones humanos, sino potentes ventiladores […]. El socialismo ya no es un mito, una fantasía de la mente […]. Nosotros lo estamos construyendo […] Y esta vida mejor no vendrá como un milagro; nosotros mismos debemos crearla. Pero para crearla necesitamos conocimientos; necesitamos manos fuertes, sí, pero también necesitamos mentes fuertes […]. Aquí lo tenéis: vuestro Plan Quinquenal» (New Russia’s Primer: The Story of the Five-Yar Plan, 1931, pp. 148-160).
Y de este modo empezó una avalancha de inmigrantes norteamericanos hacia la Unión Soviética, desde finales de 1931, en busca de ese paraíso. ¿Cuántos? Es difícil cuantificarlo, pero fueron miles. Y la odisea de estos Tom Joads durante los años treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo XX es la que nos cuenta Tim Tzouliadis en Los olvidados: una tragedia americana en la Rusia de Stalin (Debate, 2010). Con este libro, Tzouliadis, además de obtener el prestigioso Premio Longman, sigue los pasos de la sociedad soviética durante más de veinticinco años, tomando como elemento central las vidas de estos buscadores de un (new) far east. Podemos decir, para empezar, que la labor del autor recuperando estas experiencias es excepcional: la obra no solo refleja un esforzado trabajo en los archivos soviéticos, sino que también recurre a diarios, memorias y recuerdos de «olvidados» como Thomas Sgovio o Victor Herman, dos personajes entre muchos y sobre los que pivota un relato apasionante al mismo tiempo que aterrador.
Porque el paraíso encantado se convirtió en desdichado infierno por el ocaso de las purgas estalinistas desde 1936. Un paraíso que fue hábilmente financiado en un principio por industriales norteamericanos, curiosamente muy anticomunistas, como John Ford, quien entre 1929 y 1936 firmó un contrato con Stalin –por valor de la impactante cantidad de cuarenta millones de dólares de la época– y construyó en Nizhni Novgorod una gigantesca fábrica que, sin embargo, no cumplió las expectativas y se transformó en la GAZ (Gorkovsky Avtomobilny Zavod) en los años cuarenta. Y los miles de trabajadores estadounidenses pronto descubrieron que llegar y establecerse en Rusia fue difícil, pero más complicado, por no decir imposible, marcharse de allí. Las hambrunas en Ucrania en 1932-1933, fruto de la implantación salvaje de la colectivización agraria, fueron un primer aviso. Luego vino la denegación del retorno a Estados Unidos, el secuestro de los pasaportes. No contaron los estadounidenses, claramente prisioneros en Rusia, con demasiada ayuda del cuerpo diplomático de su país: el primer embajador norteamericano en Moscú, William C. Bullitt, pidió al Departamento de Estado que un comité de beneficencia que echara un capote a los estadounidenses sin dinero que pretendían regresar a casa en 1934; el Departamento deEstado le pasó la pelota a la Cruz Roja Americana, que no se mostró demasiado accesible. Menos ayuda tuvieron de Joseph C. Davies, embajador en 1937-1938, quien, ya en los años del Terror, literalmente se lavó las manos ante lo que sucedía delante de la propia embajada, en la calle Mojovaia de Moscú, cuando los inmigrantes estadounidenses que acudían allí solicitando desesperadamente ayuda eran arrestados y desaparecían. Davies prefería estar cerca del favor de Stalin, disfrutar del lujo de la su residencia en un palacio (Spaso House) o enviar telegramas al Departamento de Estado con extravagantes comentarios como: «La policía secretaes la agencia personal de Stalin y del partido. ¡Va cabalgando al galope! El nuevo jefe de la organización, Yezhov, es relativamente joven. Se le ve constantementecon Stalin y se le considera uno de los hombres más fuertes del gobierno. Su eficacia y capacidad son muy respetadas…». Davies ignoraba, o pretendía ignorar, que en Terror de los años 1936-1938, y directamente bajo el mandato de Yezhov en la NKVD, se produjo alrededor de un millón y medio de detenciones y aproximadamente 700.000 ejecutados… incluidos muchos de los norteamericanos que viajaron a la URSS en busca del paraíso obrero.
Muchos de estos miles de estadounidenses acabaron en campos de trabajo, por ejemplo en Kolimá en Siberia, donde decenas de miles de prisioneros rusos trabajaron y murieron en condiciones inimaginables desde finales de años treinta y prácticamente hasta la muerte de Stalin; estas experiencias las relata Tzouliadis y recuerdan a las que, en esa misma zona, vivió y puso por escrito Varlam Shalámov en sus Relatos de Kolimá. No cambiaron las tornas cuando, implicados ya directamente los Estados Unidos en la guerra contra Alemania, Roosevelt contó con la alianza con Stalin. El recuerdo oficial de los estadounidenses prisioneros en Rusia se difuminó los suficiente como para que, incluso, cuando el vicepresidente Henry Wallace visitó el campo de Dalstroi en Kolimá los prisioneros estadounidenses fueron ocultos y cambiados por (falsos) «mineros» norteamericanos (agentes de la NKVD), a quienes saludó y animó a seguir trabajando, escribiendo después en su diario que «no podía evitar admirar cuánto mejor vivía aquella gente de lo que había vivido bajo los zares» (p. 246). O elogiando lo que había visto: «Antes Siberia significaba para los estadounidenses terribles sufrimientos y penas, cadenas de presos y desterrados. Durante muchas generaciones Siberia permaneció así, sin cambio apreciable. Después, en el curso de esta generación, durante los últimos quince años, todo ha cambiado como por arte de magia. Ahora Siberia es uno de los territorios del mundo todavía abiertos para los colonos pioneros» (p. 249). Mientras, miles de compatriotas de Wallace habían sido ejecutados sin luz ni taquígrafos y otros tantos sobrevivían a duras penas en el Gulag.
Este drama no terminó con la muerte de Stalin en 1953, ni con la condena retórica de los crímenes estalinistas por Jruschov, su sucesor: continuó, ante la pasividad de EE UU, hasta el final del régimen soviético. Los años de la guerra fría significaron otra condena para estos ciudadanos estadounidenses, despojados de toda posibilidad de regresar a sus hogares, considerados ahora, si ya no lo habían sido antes, quintacolumnistas y espías del bloque occidental. Las ejecuciones continuaron en los campos cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. Entre 1947 y 1956 aproximadamente trescientos mil ex prisioneros de guerra alemanes y japoneses que habían sido liberados de los campos soviéticos fueron entrevistados por las fuerzas aéreas estadounidense: inesperadamente, muchos de ellos aportaron información acerca de estadounidenses internados con ellos en los campos del Gulag. Poquísimos tuvieron la suerte de, al cabo de varios años, ser liberados, como Thomas Sgovio, aunque su vida siguió siendo una odisea continua… prácticamente hasta el día de su muerte.
En este sentido, pues, Los olvidados es un libro estremecedor y que no deja indiferente. Un libro que nos muestra los testimonios de una serie de supervivientes que sobrevivieron, casi milagrosamente, a una tragedia de la que hasta hace pocos años apenas se sabía nada. Sus vidas se mezclaron con la de millones de rusos que también fueron condenados a trabajos forzosos (y una muerte casi segura) en lo más crudo de la estepa siberiana, cuando no fueron ejecutados o cuando no murieron durante la guerra contra la Alemania nazi. Y sólo fueron quizá una gota en un océano de terror: «En las últimas décadas de la guerra fría se oyó muy poco sobre los supervivientes estadounidenses en la Unión Soviética. Entre los millones de víctimas de Stalin, los inmigrantes norteamericanos apenas constituían un pequeño azulejo en un vasto mosaico de sufrimientos. Y de los miles que dejaron Estados Unidos a principios de los años treinta, sólo un puñado regresaron a su país» (p. 361). Hasta 1992, el Estado ruso no entonó, en cierto modo, un mea culpa reconociendo la tragedia de estos estadounidenses y designando una «Comisión Conjunta de Investigación», autorizada a descubrir «si se está reteniendo contra su voluntad a soldados norteamericanos en el territorio de la antigua Unión Soviética y, de ser así, garantizar su inmediata liberación y repatriación; localizar y devolver a Estados Unidos los restos de cualquier soldado estadounidense fallecido y enterrado en la antigua Unión Soviética, y verificar los hechos referentes a soldados estadounidenses que no fueron repatriados y cuya suerte se desconoce» (p. 366). Tras la fórmula «soldados estadounidenses» (que los hubo) podemos incluir a esos miles de olvidados.
La situación política de Rusia en lo que llevamos de siglo XXI no ha facilitado el trabajo, pero la apertura de los archivos soviéticos ha sacado también a la luz todas las historias de estos miles de inmigrantes estadounidenses. Las fosas comunes a lo largo de toda Rusia que han sido desenterradas en los últimos años complementan y confirman estas historias. Unas historias que se unen a la de los millones de ciudadanos soviéticos condenados, encarcelados y asesinados por las autoridades soviéticas; entre quince y veinte millones, según Andrei Sajarov; según Anastas Mikoyan, miembro del Politburó de Stalin, entre 1935 y 1941 hubo aproximadamente veinte millones de detenciones y ocho millones de muertes; y un informe oficial del KGB hablaba, en los años sesenta, de casi veinte millones de personas fueron «reprimidas» entre 1935 y 1941, de las cuales se ejecutó a tiros a siete millones. Cifras inasumibles. Tragedias anónimas. Vidas que no se plasmaron negro sobre blanco.
Colofón. Escribió Varlam Shalámov en su libro de relatos Grafito (1981):
«No quisiera volver con mi familia. No me entenderían, no podrían… Ningún hombre debería ver o conocer las cosas que he visto y conocido».
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