Llegadas estas fechas hay tradiciones en el cine que no cambian: el cine de Semana Santa o dícese de esas películas, a veces péplums o “cine de romanos”, en las que se recrean, reconstruyen o revitalizan las viejas historias del Nuevo Testamento relacionadas con la Pasión y Resurrección de Jesús de Nazaret o las andanzas posteriores de algunos de sus seguidores más destacadas, recogidas en los Hechos de los Apóstoles. Películas que no faltan en la programación televisiva de Viernes Santo y Domingo de Resurrección, y que se acompañan de procesiones en algunas calles, torrijas de diversa consistencia en casa y pescado en vez de carne el Viernes Santo (el consabido bacalao). Tradiciones que no faltan en la pequeña pantalla –una Semana Santa sin Ben-Hur, Rey de Reyes, La túnica sagrada, Barrabás o, por supuesto, Quo Vadis no es digna de tal nombre– y que tenemos más que asumidas (y apetecidas). En la pantalla grande, el cine religioso abunda menos actualmente, pero Mel Gibson reverdeció laureles del género, aunque en el camino dejara a una generación de católicos traumatizada con La Pasión de Cristo (2004), una de las películas –ya me disculparán por expresarme así– más sádicas que recuerdo haber visto y que, en su pretensión de ser fiel al relato testamentario (uso del arameo incluido), en mi humilde opinión consigue lo contrario de lo que pretende: más que consolidar unas creencias, las fustiga, y espanta más que convence. Pero ya se sabe que, en esto, uno puede ser minoría y para los millones de católicos fervientemente practicantes como Gibson –que, recuérdese, puso su propia mano en la secuencia en la que se clava la de Cristo, interpretado por Jim Caviezel, en la cruz–, esta película fue muy bienvenida. De todo hay en la viña del Señor.