2 de abril de 2012

Reseña de Los ejércitos del cielo. La Primera Cruzada y la búsqueda del Apocalipsis, de Jay Rubenstein


«En la década de 1090, todos sabían que Dios (o Satanás) habían lanzado al Anticristo contra el mundo. Los ejércitos de Gog y Magog habían franqueado las puertas tras las cuales los había encerrado Alejandro Magno, y los ejércitos se estaban preparando para asaltar Jerusalén, combatir alrededor del monte del Calvario, donde Cristo había muerto, y al pie del monte de los Olivos, el lugar al que Él regresaría en un futuro cercano, no solo para seguir los pasos de los santos sino también para blandir su espada junto a ellos en batallas contra un enemigo diabólico. Cuando Jerusalén cayó en manos de los francos y Cristo no apareció, el entusiasmo apocalíptico no remitió, sino que, por el contrario, los historiadores de Europa y Oriente Medio siguieron escribiendo libros sobre la cruzada durante décadas, en los que no solo se preguntaban si el fin del mundo estaba próximo, sino además si el Apocalipsis no habría ya ocurrido.» (pp. 12-13)

Este es un libro sobre la Primera Cruzada (1096-1099) diferente. No tanto por el relato de «la peregrinación», ya fuese desde la predicación por Urbano II en el Concilio de Clermont (1095) o la reunión de la cruzada por parte de Pedro el Ermitaño en Alemania, sus preparativos, los príncipes que la lideraron (en diversas rutas), la llegada a Constantinopla, las negociaciones con el emperador bizantino Alejo I Comneno, el asedio de Antioquía, las dispersiones de los príncipes y el sitio y toma final de Jerusalén. Ese relato ya lo conocemos y ha sido magníficamente relatado desde vertientes puramente narrativas como la de Steven Runciman en el primer tomo de su Historia de las Cruzadas (Alianza, 2008) o en actualizaciones como la de Christopher Tyerman en Las guerras de Dios (Crítica, 2007), por citar dos de las obras más importantes (y completas) sobre el tema. No, este libro va más allá. Y aunque es cierto que hay un relato pormenorizado de los avatares de la Cruzada, de sus motivaciones, de los participantes, de las disputas entre sí, de las constantes ocasiones en que la expedición (o las expediciones, en plural) pudieron irse al traste, lo interesante, lo relevante del libro de Jay Rubenstein, Los ejércitos del cielo. La Primera Cruzada y la búsqueda del Apocalipsis (Pasado & Presente, 2012) subyace en, precisamente, el subtítulo. 


Rubenstein nos ofrece un viaje a la Cruzada siguiendo el relato de ese Apocalipsis que los cruzados (parte de ellos) buscaron en la conquista de Jerusalén, que las primeras crónicas e historias del acontecimiento veladamente señalaron en los aproximadamente treinta años posteriores a la consecución de la expedición (y cuando ya sus frutos comenzaban a estar en peligro). Una guerra santa que se percibió entre los cruzados, los francos, de lucha contra un enemigo religioso que aún no había sido percibido como tal, y contra el cual las atrocidades de los asedios de Nicea, especialmente Antioquía, Maarat y Jerusalén, con decapitaciones con un enorme mensaje simbólico e incluso con conatos de episodios de canibalismo (en algún caso, realizado), formaban parte dentro de una construcción mental de los Últimos Días, como reveló el apóstol San Juan en el libro del Apocalipsis (Book of Revelation, en inglés) y que algunos de los predicadores (Pedro el Ermitaño, Pedro Bartolomé, “descubridor” de la Lanza Sagrada), algunos de los príncipes (Raimundo de Saint-Gilles entre los más destacados) y muchos de los peregrinos/soldados experimentaron y pusieron en práctica.

El libro de Rubenstein analiza a fondo algunas de las crónicas escritas por eclesiásticos en Francia y Alemania en las primeras décadas del siglo XII (un siglo de cambios, como ya retratara Thomas Bisson en La crisis del siglo XII [Crítica, 2010]), que impregnadas de la literatura apocalíptica de larga tradición, ofrecieron de la Primera Cruzada una imagen que a menudo no ha trascendido en ese otro imaginario colectivo que ha pervivido sobre el tema. La ambición de los príncipes europeos, de Godofredo de Bouillon a Bohemundo de Tarento, pasando por Roberto de Normandía, Tancredo de Hauteville o Balduino de Bolougne (hermano de Godofredo); la predicación radical de Pedro el Ermitaño, azote de judíos y que propugnaba una expedición de conquista pero también de exterminio de infieles y herejes, o la configuración de la propia cruzada como una válvula de escape de las tensiones en Occidente (y de la querella entre Imperio y Papado acerca de las investiduras y el patronazgo eclesiástico) son causas argüidas para explicar el movimiento cruzado. Y son ciertas, pero también es cierto que la Primera Cruzada ya adquirió pronto el rasgo de guerra santa, de lucha contra un enemigo religioso, el musulmán («el sarraceno»), confusamente observado a través de un espejo basado «en principios escatológicos de muerte, juicio, condenación y salvación» (p. 150), dentro de una cosmovisión que no necesariamente ha de ser contemplada en virtud de la ignorancia o la superstición de los cristianos europeos (occidentales) de la época. La (re)lectura del Antiguo Testamento, de las guerras de los israelitas contra los pueblos cananeos, con escenas de exterminio, distinción clara del enemigo de Dios, del «otro» que no forma parte del «pueblo elegido», y cuya religión era mal asimilada, inexactamente comprendida y conscientemente convertida en «una parodia perfecta, una imagen en negativo, de un santo cristiano o de Jesucristo. Los escritores latinos, por lo tanto, no buscaron a Mahoma el profeta histórico, sino que en su lugar, observando a Jesucristo en un espejo, confusamente, encontraron a Mathomos», la antítesis, la sombra de un Mahoma que no llegaban a comprender (pp. 154-155). 


De este modo, pues, con una lectura apocalíptica del destino de Jerusalén, de los Últimos Días e incluso del retorno de Jesucristo el Salvador, la cruzada fue vista por algunos de sus participantes como algo diferente. Un nuevo tipo de guerra, aquella que podía ser prefigurada en el imaginario feudal, distinta del respeto de los vencidos y en el que el infiel debía ser exterminado, del mismo modo que Dios le exigió a Saúl que exterminara a los amalecitas. El relato de Rubenstein nos lleva por estos senderos, sin dejar de lado el relato, paso a paso, de la Primera Cruzada, de esas ambiciones principescas por crear un reino propio (ya fuera en Jerusalén, como Godofredo y después su hermano Balduino lograron, ya fuera en principados en Edesa o Antioquía). El autor nos lleva también a observar el papel ejercido por los bizantinos, temerosos de los ejércitos cruzados pero que supieron o intentaron utilizarlos para recuperar territorios perdidos (algunos como Bohemundo, el genio militar de la cruzada, no olvidaron el respeto debido a la majestad imperial bizantina; otros, como Godofredo, aceptaron temporalmente la necesidad de pactos con Constantinopla). También observamos el escenario bélico, de las disputas entre francos y sarracenos/turcos/sirios/armenios/fatimíes, siendo cada bando todo un mundo de ambiciones, presiones y miedos.

El milenarismo de raíz agustiniana, con el eco de los temores del año 1000 (reiterados en las décadas siguientes) estaría en la mente de parte de los cruzados… y de los escritores que posteriormente pusieron por escrito los relatos de conquista de Tierra Santa. El mensaje del advenimiento del Anticristo, el retorno de Jesucristo y su lucha contra Satanás, para juzgar después a vivos y muertos desde lo alto de Jerusalén, caló hondo en cruzados en movimiento y cristianos que se quedaron en Occidente. «Al llegar el siglo XI, las conjeturas apocalípticas sobre el fin del mundo habían empezado a tomar una forma bastante específica» (p. 326). La bestia y su profeta serían arrojados a un estanque de azufre; los ejércitos de Gog y Magog serían derrotados en la última gran batalla. La cruzada, y el asedio final de Jerusalén (mayo-junio de 1099), formaban parte de esa serie de batallas contra el Mal. El resultado sería, tras la derrota y el exterminio (en clave de Antiguo Testamento) sería la llegada de esa era de paz que la Biblia (y San Juan) habían profetizado. Una poderosa imagen que quedaría grabada en gran parte de los peregrinos/soldados que acudieron a lo largo de una azarosa expedición a Tierra Santa.

El libro de Jay Rubenstein, pues, analiza este trasfondo, sigue los pasos de la Primera Cruzada (y de sus protagonistas), ofrece una interpretación diferente del componente ideológico que subyacía en ella y aporta un relato fascinante, en cierto modo provocativo y tremendamente entretenido. Diferente, además. Y se agradece.