Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
En un hospital de la capital mexicana los pacientes son desalojados de sus camas cuando llega una multitud de heridos, muchos de ellos manchados de verde. Algo ha pasado en las calles. En un barrio selecto de la ciudad, se preparan para celebrar una boda entre Marián Novello (Naian González Norvind), la hija de una adinerada familia de la alta sociedad, con Alan (Darío Yazbek Bernal), un joven arquitecto, y lo más granado de México DF se reúne para conmemorar el evento. Son acontecimientos aparentemente inconexos, pero pronto el espectador, que piensa que se trata de una estampa de clase alta, verá que no es así. En un momento determinado Rebeca (Lisa Owen), la madre de Marián, abre un grifo: el agua sale de color verde, algo que sólo ve ella durante un momento: al informar a su marido, todo está normal. Este color verde es lo que conecta ambos sucesos, junto a la visita de un antiguo empleado, Rolando (Eligio Menéndez), que les pide dinero para que su esposa sea operada después de ser desalojada del hospital. La madre y el hermano de Marián, Daniel (Diego Boneta), tratarán de quitarse de encima a Rolando con unos pocos miles de pesos; sólo Marián se preocupará por el anciano y saldrá de la casa en coche, acompañada de uno de los chóferes de la familia, Cristian (Fernando Cuatle). Y entonces todo estallará en mil pedazos.
Nuevo orden de Michel Franco es una distopía que epata de principio a fin con intensidad y fuerza para golpear al (incauto) espectador que quizá no dé crédito ante lo que ve durante apenas ochenta minutos: se pasa de la incomprensible (¿o quizá no tanta?) violencia de unos manifestantes en las calles y los asaltantes a esa casa aparentemente segura a la que se ejerce con el establecimiento de una dictadura militar de resonancias muy reconocibles para quien tenga memoria del tarumático siglo XX. Franco anticipa que la respuesta a la violencia a las calles sólo podrá ser la que se imponga con un nuevo orden en el que el ciudadano deja de tener derechos y se convierte en un sujeto pasivo que debe cumplir el toque de queda y llevar una identificación para poder trabajar, si no quiere recibir un balazo; y que la corrupción, el secretismo y los intereses de unos pocos se superponen a los valores democráticos si resulta necesario para mantener el control en las calles. Asusta el modo en el que Franco muestra con un hiperrealismo muy verosímil (y creíble) lo que puede suceder cuando lo que damos por seguro, un estado de derecho, se desecha para establecer el nuevo orden autocrático.
Y es que el filme de Franco, partiendo de una lectura algo simplista de la lucha de clases (el asalto a esa casa y cómo los de abajo aterrorizan a los de arriba), se muestra incisivo, e incluso cruel, en la disección de cómo las bajas pasiones humanas pueden estallar con una facilidad pasmosa y utilizarse a conveniencia para aterrorizar a las masas. La violencia (física, mental, sexual) ya no será patrimonio de unos pocos, sino de todos, y la cámara acompañará al espectador para enseñarle que cuando cae el viejo orden (corrupto, desigual, hipócrita) lo que viene después sólo puede ser peor. Quizá es en esa idea de disparar en algunas direcciones (¿o son todas?) sea lo que frustre al espectador que intente encontrar un sentido a lo que observa: no lo hay cuando la violencia acaba por ejercerse contra los de siempre. Y quizá la pulsión violenta que se representa acabe teniendo un componente paródico.
La película no deja apenas títere con cabeza en ese nuevo orden y no ha estado exenta de controversia cuando se estrenó en México el pasado otoño: se desató una ola de críticas en las redes sociales que tildaron al filme de Franco de clasista y racista respecto a las clases populares y que se mostraba una imagen demasiado whitexican en cuanto a la victimización de los personajes mexicanos blancos; la respuesta del director y guionista no fue mejor: respondió que se sentía atacado por esa definición, que consideraba propia de un “racismo inverso”. Sea como fuere, el filme, que no va sobrado de sutileza, nos obliga a reflexionar (si superamos el terror de lo contemplado durante sus ochenta y pocos minutos) sobre la fragilidad del mundo (y el orden) que nos rodea. Que su estreno en España se produzca casualmente en la semana de las algaradas callejeras en varias ciudades, tras la detención y entrada en prisión del rapero Pablo Hasél, no deja de tener un reverso de sarcasmo cruel. Casi tanto como que, después de ver esta película, el verde ya no nos parezca el color de la esperanza.