Los desórdenes y enfermedades mentales nos incomodan. Cuando alguien en la calle o en el transporte público da muestras de inestabilidad mental, una reacción general en quienes le rodean es ignorar lo que sucede, hacer ver que no pasa nada, mirar para otro lado. Nos incomodan los trastornos mentales, preferiríamos no tener que observarlos y estar al lado de las personas que los sufren. Cierto es que hacemos distinciones: somos capaces de discernir a una persona con síndrome de Down o alguien con una deficiencia mental visible, y los compadecemos y sentimos simpatía por ellos y sus familiares. Pero hasta no hace demasiado tiempo se llamaba (y se sigue llamando) «mongólicos» a los primeros y «retrasados» a los segundos, se les estigmatizaba y procuraba no hacerlos visibles; incluso se consideraba (y se considera) que personas en estas condiciones no deben mantener relaciones sexuales o tener hijos, y se les discuten derechos civiles básicos como por ejemplo ir a votar. Generalmente se consideraba que debían estar o bien en sus casas o en centros especializados. Pero enfermedades como la esquizofrenia y el trastorno bipolar, que afectan a personas «normales», nos incomodan y de una manera u otra rechazamos a quienes que los sufren; del mismo modo que rechazamos a los sin hogar, los mendigos o los vagabundos: son personas al margen de la sociedad y, por tanto, no se las trata en igualdad de condiciones que las personas que son «normales» … o que consideramos normales. Son personas que no sólo deben lidiar con su enfermedad sino con un estigma social que, a pesar de las décadas de avances médicos, cuesta erradicar.