Los desórdenes y enfermedades mentales nos incomodan. Cuando alguien en la calle o en el transporte público da muestras de inestabilidad mental, una reacción general en quienes le rodean es ignorar lo que sucede, hacer ver que no pasa nada, mirar para otro lado. Nos incomodan los trastornos mentales, preferiríamos no tener que observarlos y estar al lado de las personas que los sufren. Cierto es que hacemos distinciones: somos capaces de discernir a una persona con síndrome de Down o alguien con una deficiencia mental visible, y los compadecemos y sentimos simpatía por ellos y sus familiares. Pero hasta no hace demasiado tiempo se llamaba (y se sigue llamando) «mongólicos» a los primeros y «retrasados» a los segundos, se les estigmatizaba y procuraba no hacerlos visibles; incluso se consideraba (y se considera) que personas en estas condiciones no deben mantener relaciones sexuales o tener hijos, y se les discuten derechos civiles básicos como por ejemplo ir a votar. Generalmente se consideraba que debían estar o bien en sus casas o en centros especializados. Pero enfermedades como la esquizofrenia y el trastorno bipolar, que afectan a personas «normales», nos incomodan y de una manera u otra rechazamos a quienes que los sufren; del mismo modo que rechazamos a los sin hogar, los mendigos o los vagabundos: son personas al margen de la sociedad y, por tanto, no se las trata en igualdad de condiciones que las personas que son «normales» … o que consideramos normales. Son personas que no sólo deben lidiar con su enfermedad sino con un estigma social que, a pesar de las décadas de avances médicos, cuesta erradicar.
En Another Kind of Madness: A Journey Through the Stigma and Hope of Mental Illness (St.Martin's Press, 2017), Hinshaw, que durante las últimas décadas ha trabajado en el campo de la psicopatología y ja combatido el estigma que aún rodea a la enfermedad mental, nos cuenta la historia de su propia familia; en concreto, la de su padre, Virgil Hinshaw Jr., un profesor de filosofía de reconocido prestigio en las décadas centrales del siglo XX y que, desde su adolescencia, lidió con una enfermedad mental mal diagnosticada –una esquizofrenia que en realidad era un trastorno bipolar– y cómo afectó a su familia. Desde que Stephen (“Steve”) era pequeño, residiendo entonces en Ohio, había períodos en los que su padre estaba ausente. Su madre le decía que estaba «descansando» en California. Virgil, que daba clases en la Ohio State University, desaparecía durante muchos meses y regresaba para desarrollar su vida y trabajo con normalidad hasta que sucedía algo, se comportaba de manera extraña, y volvía a desaparecer. Cuando Stephen tenía 18 años, en 1970, y ya estaba a punto de iniciar sus estudios universitarios, su padre le confesó que padecía una enfermedad mental y que por ello había momentos en que desaparecía. En las siguientes décadas se estableció una relación más estrecha entre Stephen y su padre, que le fue contando lo que había sufrido desde que a los 16 años, en 1936, en un momento de inestabilidad mental, se arrojó desde un primer piso en la residencia familiar, atemorizado por las voces y los «demonios» que le impulsaron a hacerlo. Virgil se recuperaría y de manera intermitente pero periódico seguiría sufriendo «episodios» que forzaron a su familia a recluirlo en hospitales psiquiátricos, donde recibió tratamientos severos, incluso con palizas, y sesiones de electroshock en las décadas de 1940 y 1950. Ello no impidió a Virgil, en sus períodos de lucidez, estudiar filosofía, graduarse y trabajar en este campo del conocimiento, dando clases, así como casarse y formar una familia. Pero los médicos de la época, que diagnosticaron mal su enfermedad, impusieron la obligación, a él y su esposa, de no revelar nunca su dolencia. Se impuso sobre los Hinshaw un estigma social que perduró durante décadas y afectó a otros miembros de la familia, hermanos de Virgil, que también sufrieron algunas alteraciones mentales.
Stephen P. Hinshaw |
Hinshaw no sólo cuenta la historia de su padre —al respecto ya publicó previamente The Years of Silence Are Past: My Father's Life with Bipolar Disorder (Cambridge University Press, 2002)— y cómo el estigma social establecido (y no discutido) en aquella época marcó su existencia; también nos cuenta su propia historia, como hijo y después psiquiatra e investigador, de modo que el libro constituye un combate del estigma que acarrea la enfermedad social y unas memorias personales (y profesionales) alrededor del tema. Stephen fue un joven tímido que sufrió migrañas de joven y fue consciente de que lo que le sucedía a su padre marcaba la vida de todos los que le rodeaban. Su interés por la psiquiatría surge de la experiencia personal y de otras personas, y de ahí la lucha contra el estigma social y el desarrollo de avances que han cambiado la manera de tratar a los pacientes con trastornos mentales. La utilización del litio en pacientes con trastornos bipolares se convirtió en mecanismo esencial para llegar a comprender la esencia de estas dolencias y en cómo cambiar tratamientos que castigaban a los enfermos y los recluían en espacios privados cerrados. En este sentido, el libro tiene un enorme valor a la hora de revelar cómo la medicina ha desarrollado prácticas que apuestan por la visibilidad (que no exposición) del enfermo mental y su integración plena en la sociedad. Los tiempos están cambiando, que diría Bob Dylan, y en su libro Hinshaw es consciente de ello y cómo su propia vida fue testigo de esos cambios: en su vida personal y especialmente en su trabajo y el tratamiento de pacientes con trastornos mentales diversos y edades diferentes; su colaboración en campamentos de verano con niños que sufrían trastornos mentales fue uno de los ámbitos en lo que el joven Hinshaw, en la década de 1970 y parte de 1980, logró «entender» qué pasaba con estos muchachos y cómo la sociedad los mantenía apartados.
Hay un momento en el libro, con un Virgil ya muy mayor, en el que dice: «hay momentos en que desearía haber tenido cáncer», una frase que impacta a Stephen y también a nosotros, los lectores. Virgil sabe bien lo que dice, pues el cáncer, a diferencia de las enfermedades mentales, no impone un estigma a quien lo sufre, sino todo lo contrario: una visibilidad pública con campañas mediáticas para concienciar a la población, se hagan pruebas y colaboren en la financiación de los estudios científicos para encontrar curas más efectivas. El cáncer genera compasión y simpatía, pero no el rechazo, el estigma que sufren los pacientes mentales. Con todo, si Virgil estuviera vivo hoy en día (falleció en 1995) y hubiera visto las primeras temporadas de la serie televisiva Homeland (Showtime, 2011-), en la que su protagonista, Carrie Mathison (Claire Daines), compatibiliza su trabajo de analista de la CIA con un trastorno bipolar que sufre de manera cotidiana, quizá hubiera cambiado esa impresión suya y habría sido testigo de cómo la sociedad actual visibiliza a los pacientes como él. El cine y la televisión, en los últimos años, se ha alejado de la imagen que, por ejemplo, dio en su momento una película como Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975), basada en la novela homónima de Ken Kesey, y muestra una mayor comprensión hacia los trastornos mentales; se denuncian las prácticas de hace décadas, con castigos físicos, medicamentos demasiado potentes y prácticas invasivas como los electroshocks, y trata de entender lo que subyace en la enfermedad mental. Virgil mismo lo dejó por escrito en algunas notas que años más tarde leyó Stephen: sus recuerdos de infancia cuando su madrastra, que lo quería como a un hijo, se acostumbró a castigarlo de manera regular con sesiones de azotes que, en su mentalidad de mujer cristiana tradicional, consideraba que un niño debía sufrir si se comportaba mal (o ella consideraba que se comportaba mal). Esos azotes se fijaron en la psique de Virgil que con el tiempo los consideró una práctica «normal», parte del estigma con el que debió lidiar toda su vida; unos azotes que se convertirían en auténticas palizas por enfermeros que no sabían cómo tratar a los pacientes mentales en hospitales psiquiátricos de infausto recuerdo… o incluso amnesia para un Virgil que, posteriormente, a veces dudó de si estuvo recluido en centros de este tipo.
Estamos ante un libro que conmociona, pero también informa y sobre todo educa a una generación que en la actualidad considera un oprobio el estigma social que se impone a los pacientes mentales… aunque de alguna manera u otra nos siga incomodando contemplar o convivir con la enfermedad mental. Para un lector hispano quizá le resulte algo alejada la realidad social que retrata Hinshsaw en su libro, casi como si viera una película sobre una familia estadounidense con sus celebraciones, rituales de iniciación, celebraciones deportivas, tópicos sobre la universidad, etc., pero lo cierto es que lo cuenta el autor podría hacerse extensible a sociedades como la nuestra, con las particularidades españolas o europeas. La amenidad con la que Hinshaw relata la historia de su padre (y la suya propia), con flashbacks constantes al pasado y secuencias en las que compagina sus conocimientos en psiquiatría con su experiencia vital, es uno de los valores fuertes de este libro: enseguida el lector queda atrapado por las historias que se le cuentan y se hace una composición de lugar con bastante facilidad. El hecho de estar escrito por un psiquiatra especialista en el estigma social y los tratamientos a los pacientes aporta un plus de «veracidad» y, utilizando el vocablo inglés, expertise a este volumen; pero está escrito de manera que hasta el más profano en la materia pueda entender los aspectos esenciales que Hinshaw quiere desarrollar. No hay un alarde de erudición médica que pueda apabullar al lector común y sí un interés en acercar al este lector a un mundo que, por mucho que le pueda incomodar, es importante hacerle ver.
El resultado es un libro muy interesante y valioso por enfoque, desarrollo y sobre todo por las barreras que rompe alrededor de la «locura» y el estigma social que viene añadido a la enfermedad mental. Del mismo modo que el sida se ha convertido en una enfermedad crónica a combatir pero que ya no provoca el pavor social de la década de los años ochenta y parte de los noventa (otra vez el cine y la televisión han hecho un gran servicio a la causa), o cómo se rompen tabús alrededor del colectivo LGBTI (a pesar de que queda mucho camino que recorrer en el combate de la homofobia), el volumen de Hinshaw se convierte en un eficaz y vívido caballo de batalla para superar obstáculos. Sólo por ello ya vale la pena su publicación: por aportar «nuevos» enfoques sobre el tratamiento de personas con enfermedades mentales como la esquizofrenia o los trastornos bipolares, y por combatir el estigma social que se asocia, y se impone, sobre estas personas. Un libro muy necesario y espléndidamente escrito.
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