«Quisiera ser el mendigo que cuenta historias en las puertas de los templos, el que fascina a los niños y hace que se detengan los caminantes, atraídos por tantas maravillas. Si fuese ese mendigo, gran señor de las palabras, contaría las historias que han enardecido a los pueblos del Nilo desde el principio de las generaciones; expondría las cuitas del náufrago que llegó a la isla donde vivía el gran dragón, las disputas de los Dos Hermanos, los viajes del médico Sinuhé o la lucha de Horus contra las fuerzas del mal en la región de los grandes pantanos. Sería acaso un buen narrador de lo que otros contaron mucho antes, pues el hombre ha vivido el mismo sueño desde el principio de los tiempos. Y el Tiempo no es más que un sueño narrado por los mendigos ante las puertas de los grandes santuarios».
Lamenté amargamente, hace ya seis años [catorce, de hecho], la muerte de Terenci Moix, seudónimo de Ramon Moix Messeguer (1942-2003). Durante años fue uno de mis escritores favoritos, leí varias veces sus obras, me empapé con sus textos. Pero nos dejó, y con él un estilo propio, una manera de ver la vida, una prosa seductora e intimista. Sin embargo, el Tiempo, aquel que nunca envejece, nos recuerda que sus obras siguen allí. Que cuarenta siglos nos contemplan desde las pirámides, como diría Napoleón. Aunque, como ya escribiera el propio Terenci, «desde los siglos más remotos está escrito: el hombre teme al tiempo y el tiempo sólo teme a las pirámides».