22 de junio de 2020

Reseña de El mapa fantasma. La epidemia que cambió la ciencia, las ciudades y el mundo moderno, de Steven Johnson

Para el lector actual quizá los nombres de John (con h) Snow y Henry Whitehead no sean especialmente conocidos; quizá tampoco le suenen el virulento brote de cólera en septiembre de 1854 en el barrio del Soho de Londres y que provocó unas setecientas muertes. Pero el hecho de que vivamos actualmente los efectos de la pandemia del Covid-19, que ya ha afectado a siete millones de personas en todo el mundo y se ha cobrado la vida de algo más de cuatrocientas mil personas a fecha de hoy, nos permite echar la vista atrás y conocer de cerca cómo se puso coto a un brote del cólera en un espacio urbano muy poblado, cómo se llegó a conocer en detalle la fuente de contagio en los años inmediatamente posteriores y cómo se creó un mapa de la enfermedad que permitía acotar la incidencia del brote en la concentración humana afectada. La labor de Snow, médico anestesiólogo y precedente del especialista epidemiólogo, y de Whitehead, párroco local que observó el avance de la enfermedad en su grey, al principio por separado y en los meses posteriores a la epidemia en estrecha colaboración, permitió descubrir la fuente original del brote y descubrir que el cólera es una enfermedad que se contagia por el consumo de aguas contaminadas.

El mapa fantasma. La epidemia que cambió la ciencia, las ciudades y el mundo moderno de Steve Johnson (Capitán Swing, 2020) no sólo es un libro sobre este brote de cólera en el verano de 1854 en una zona acotada de Londres; de hecho, la parte dedicada a contar la historia de esta epidemia durante varios días de septiembre de dicho año abarca sólo unos cuantos capítulos del volumen (en sí, las páginas 87-185) y su desarrollo se puede contar en pocas páginas. Johnson se muestra interesado en diversos aspectos alrededor del brote de esta plaga, de la que en cierto modo se sabían pocas cosas; para empezar, su origen: ¿era el cólera una enfermedad que surgía en las miasmas de espacios sucios y corruptos, y se expandía por vía aérea, y que era la tesis que defendían las autoridades sanitarias de la época, o, como Snow investigó y acabó por demostrar, surgía por una bacteria en aguas contaminadas por materias fecales que se contagiaba por el consumo humano de dichas aguas?

Steven Johnson.
La primera teoría se asentaba en consideraciones sociales, muy de la época, más que estrictamente médicas, y hacía incidencia en los barrios pobres de la ciudad y en cómo las clases populares se veían más afectadas por los efectos de una pandemia por su propio estilo de vida; se llegaba a la conclusión de que el cólera afectaba más a los pobres porque vivían en lugares que originaban la propia epidemia a causa de las miasmas localizadas en su zona de residencia, con efectos similares a la peste y otras enfermedades que se contagiaban por vía aérea. Snow, en cambio, y a partir de la localización de las víctimas alrededor de surtidores y fuentes públicas, pronto llegó a la conclusión que el problema estaba en la contaminación de los pozos negros y en cómo estos podían contaminar el suministro de agua corriente. Londres aún no contaba con una red de cloacas que recogiesen las aguas fecales de los pozos negros: se vertían directamente al río Támesis, convertido en un peligro para la salud y fuente de recurrentes brotes epidémicos; sería a consecuencia del Gran Hedor del verano de 1858 cuando se encargó al ingeniero Joseph Bazalgette la creación de una extensa red de alcantarillado en el centro de Londres entre 1859 y 1865 que, entre otras consecuencias, eliminó los brotes de cólera y acabaría por confirmar la teoría hídrica de Snow sobre su origen y contagio. 

Johnson, dotado de una enorme curiosidad que consigue “contagiar” al lector, explica en detalle y al alcance de no especialistas en la materia, cómo se produce un brote de cólera, qué es el cólera en sí mismo, y cómo afecta a las víctimas que, en pocos días o incluso horas, mueren por la deshidratación y la destrucción del sistema digestivo. Nos sitúa en el Londres de esas décadas centrales del siglo XIX, una metrópolis con dos millones de habitantes y en la que la densidad de población, la ausencia de un alcantarillado moderno que recoja y trate las aguas fecales y los propios prejuicios de las autoridades sanitarias producían el caldo de cultivo de recurrentes epidemias. Snow no era un epidemiólogo, figura que aún no se contemplaba –sus investigaciones se centraban en el tratamiento anestésico del éter y el cloroformo en operaciones quirúrgicas, también en un estadio inicial–, pero su interés por el brote de cólera surgió por el hecho de que su consulta médica estaba ubicada cerca de uno de los focos de contagio y varias de las víctimas eran pacientes suyos. La idea del mapa del barrio, en el que trabajó durante aquel otoño de 1854, surgió a partir de los registros estadísticos de uno de los defensores de la teoría miasmática, William Farr, y del trabajo de campo del reverendo Whitehead, que conocía de cerca a muchas de las víctimas. La decisión de clausurar un surtidor en Broad Street, epicentro del brote de cólera, fue tomada por las autoridades sanitarias tras escuchar los argumentos de Snow, aun sin estar convencidos. A partir de entonces, se buscó el “paciente cero” y las aguas contaminadas, y que permitieron diseñar el mapa de la epidemia. 
Versión moderna del mapa de John Snow sobre el brote de cólera de 1854 en Londres;
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Conocer el origen de la epidemia lleva a Johnson a describir cómo era el suministro de agua corriente del barrio del Soho, cuáles eran las políticas sanitarias vigentes en la época y cómo, en consecuencia, funcionaba el método de trabajo de Snow y Whitehead para elaborar un mapa que sería precedente de métodos actuales. El volumen, de hecho, trasciende el brote del Soho de 1854 y en su conclusión y epílogo el autor reflexiona sobre cómo las ciudades modernas –pues la mayor parte de la población mundial ya vive en superficies urbanas– pueden hacer frente a las pandemias: algunas ya superadas como la del cólera y otras “nuevas” como el Covid-19, que Johnson no imaginó cuando se publicó su libro originalmente en 2006, pero que podía predecir entonces como una amenaza que las urbes actuales sufren periódicamente. 

El resultado es un libro breve en páginas (apenas 240 de texto principal), pero extenso alrededor de diversos temas: de la epidemiología al tratamiento de aguas contaminadas, pasando por la ingeniería, la historia social y la geografía urbana, cuestiones de vigente actualidad y que nos llevan a reflexionar acerca de cómo la ciencia y la historia suelen estar mucho más interrelacionadas de lo que se cree. Y una conclusión, a partir de lo sucedido en Broad Street y las calles aledañas: «Por graves que sean las amenazas a las que nos enfrentamos en la actualidad [2006], tendrán solución si reconocemos el problema subyacente, si atendemos a la ciencia y no a la superstición, si mantenemos un canal abierto para las voces disidentes que realmente pueden sugerir respuestas verdaderas. Los desafíos globales que se nos presentan no son necesariamente una crisis apocalíptica del capitalismo o el choque final del orgullo desmesurado del género humano contra el espíritu equilibrado de Gea. En el pasado nos hemos enfrentado a crisis igualmente terroríficas. La única cuestión es si podremos sortear esas crisis sin acabar con la vida de al menos diez millones de personas. Así que sigamos luchando» (p. 249). Amén.

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