Catorce años han pasado desde que un mamut (Manny), un tigre sable (Diego) y un perezoso (Sid) nos conquistaran en una sala de cine tratando de devolver a un bebé humano a su familia. Y una ardilla (Scrat)
y su bellota, sobre todo. Mamut, tigre sable y perezoso se conocían y
enfrentaban, pero al final se hacían amigos y cumplían con el objetivo.
La amistad prevalecía por encima de las diferencias de “clase” animal,
entre herbívoros y carnívoros, y aquí paz y después gloria. Catorce años
han pasado desde Ice Age: La Edad de Hielo (2002), pues; y del enorme éxito para la Fox, entonces en plena competencia con Dreamworks Studios (que también tenían su franquicia con Shrek) y Pixar (que siempre ha jugado en Champions dentro
del mismo deporte), surgieron la secuelas, que metódica y exitosamente
se han ido sucediendo. Películas que ampliaban el elenco de personajes
(la mamut Ellie y la tigresa Shira para emparejar a los protagonistas, la comadreja tuerta Buck,
una “hija” para Manny y Ellie e incluso una ardilla hembra para Scrat,
que de todos modos siempre ha ido por libre), “avanzaban” las tramas (el
deshielo, la extinción de los dinosaurios, la formación de los
continentes) y seguían siendo muy rentables para la Fox; más que suficiente para continuar con una saga de películas que, en lo argumentalmente, sí han perdido algo de fuelle: catorce años no pasan en balde. Pues he aquí que llega Ice Age: El gran cataclismo en este 2016,
quinta entrega de la serie. El paraíso terrenal en el que viven los
diversos animales que componen esta peculiar familia de animales, en
convivencia con otros muchos, puede desaparecer cuando, tras la
aparición de un objeto en el cielo, la comadreja Buck encuentra una
estela antigua que profetiza el fin del mundo: un enorme asteroide se
dirige a la Tierra (échenle la culpa a Scrat), el mundo que estos
animales prehistóricos han conocido puede cambiar radicalmente, la
supervivencia no está asegurada.
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Crítica de cine: Buscando a Dory. de Andrew Stanton y Angus MacLane
Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
En 2003, y como ya suele ser habitual, Pixar conquistó a niños y adultos con la historia de un pez payaso padre, Marlin, que buscaba a su hijo Nemo,
capturado por un submarinista y que, al otro lado del océano, en
Australia, quedaba “retenido” en la pecera de un dentista. Marlin movió
viento y marea (y nunca mejor dicho) para cruzar el océano y encontrar
al pequeño Nemo (que, por su parte, trataba de escapar de la pecera con
la ayuda de una peculiar banda de peces y estrella de mar, también
“habitantes” de aquella pecera). Buscando a Nemo, que ya sabe el
lector que es la película de la que estamos hablando (quizá demasiado),
nos hablaba de un padre dispuesto a lo que fuere para encontrar a su
hijo, al mismo tiempo que ambos se encontraban a sí mismos en
situaciones de peligro; el hiperprotector Marlin aprendió a confiar en
Nemo y a darle rienda suelta para que aprendiera por su cuenta acerca de
las cotidianidades de la vida. Pero nos olvidamos de alguien fundamental en esa historia: Dory,
el pez cirujano azul con un problema de pérdida de memoria a corto
plazo (vamos, lo que se dice “tener memoria de pez”). Sin Dory, su
espontaneidad, sus locuras y su voluntad de “seguir nadando”, Marlin
quizá no habría encontrado a Nemo, o quizá le habría costado mucho más.
Dory se erigía en un personaje secundario con un enorme carisma y que
caló enseguida entre los espectadores. Pues he aquí que, trece años
después, Pixar, que hasta ahora no se había prodigado por las secuelas y
franquicias (y Cars 2 es una buena muestra de los riesgos de hacerlo)1,
presenta Buscando a Dory, cinta que convierte a Dory en protagonista
absoluta y a Marlin y Nemo en lo que podrían ser unos particulares
”mejores actores (peces) de reparto”. A Dory y su pérdida de memoria a
corto plazo.
22 de junio de 2016
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