Visitar un museo (cuando uno va por placer, no por obligación) es una experiencia personal: cada cual sigue una hoja de ruta particular, escoge unas salas o unas obras favoritas por encima de otras, deja una sala determinada para una visita posterior, revive las primersa sensaciones, asume que es imposible verlo "todo" y que hay que priorizar unos determinados cuadros, se escoge una exposición temporal antes que la colección permanente, se sienta uno delante de un cuadro y lo devora de tal manera que no se le escapa ningún detalle. Pero un museo es también todo aquello que no (necesariamente) está expuesto al público, que no es visible o que transcurre en salas de reuniones, en los almacenes, en las salas de restauración o en los despachos. Como visitantes, acudimos a los museos a pasear por unas salas en las que todo ha sido dispuesto para nuestra observación y disfrute, pero antes de ello ha habido un proceso de planificación, restauración, colocación y ordenación, ya sea de una exposición temporal, una sala o una panorámica de un pintor o un período determinado. Hay muchas personas que trabajan en un museo para que, cuando abra sus puertas, podamos contemplar aquello que habremos visto centenares de veces en libros, catálogos o documentales y películas. Conocer la National Gallery de Londres, que sería el equivalente británico del Museo del Prado español y que reúne una colección permanente de 2.300 cuadros (que a su vez abarcan un período cronológico entre el siglo XIII y finales del XIX), es quizá uno de los requisitos que todo turista que visita la capital británica tiene apuntado en su agenda. Pero quizá no la volvamos a ver (si la hemos visitado en alguna ocasión) del mismo modo tras el visionado de este documental de Frederick Wiseman.