¿Hubo filósofos al servicio del Reich nazi? Podríamos plantearnos en primer lugar si
la filosofía pudo dar argumentos al régimen que condujo al Holocausto e incluso podríamos llegar a la
conclusión que la propia pregunta es tendenciosa. Pero también podríamos
pensar que el antisemitismo que condujo a Auschwitz fue el caldo de
cultivo necesario para que se llegara a la puesta en práctica de la
aniquilación física de la población judía europea. Otra cuestión sería
preguntarnos por la filosofía en concreto. Pues, ¿influyó la filosofía
de Kant, Schopenhauer o Nietzsche en el Holocausto? La respuesta es
categórica: no. ¿Pero se surtieron los nazis de la obra de estos y otros
pensadores para dotar su programa teórico y práctico de contenido
ideológico y de un sustrato filosófico? Ahí podemos decir que sí. El
antisemitismo estaba presente en el contexto histórico de los pensadores
ilustrados y del Novecientos, e incluso hombres como Kant tenían una
mirada sesgada sobre los judíos. De ahí a afirmar que Kant tenía un
pensamiento antisemita hay un trecho, pero todo hombre es hijo de la
época que vivió, del mismo modo que Platón y Aristóteles pertenecieron a
unos tiempos en los que la esclavitud no era discutida ni rechazada (y
no es esta una analogía muy lograda, lo sé). Cierto es que la ciencia
ayudó a los nazis con experimentos eugenésicos y médicos, sirvió para
construir artilugios militares con objetivos catastróficos (aunque a la
postre las «bombas mágicas» V1 y V2 no sirvieran de nada), y se
realizaron experimentos con víctimas que serían eliminadas mediante
programas de eutanasia. La jurisprudencia se puso al servicio del
entramado nazi desde antes de las Leyes de Núremberg (1935) y hubo
juristas que edificaron «legalmente» el estado totalitario de Hitler.
Pero, ¿la filosofía pudo ponerse al servicio de un Estado que pervertía
el conocimiento y destruía las propias raíces del pensamiento racional?
Para responder a estas preguntas, Yvonne Sherratt, en Los filósofos de
Hitler (Cátedra, 2014), se acerca a una serie de personalidades y trata
de sintetizar argumentos e ideas que han sido tratados en libros
independientes.
21 de noviembre de 2014
20 de noviembre de 2014
Reseña de Cultura popular en la Edad Moderna, de Peter Burke
¿Qué es la cultura? No respondan, no soy como el
profesor Nolan de El Club de los Poetas Muertos (1989) que, echando mano del
estudio previo del doctor J. Evans Pritchard se preguntaba qué es la
poesía. ¿Podemos hablar de una cultura popular? Peter Burke comienza su
ensayo planteándose qué entendemos por «cultura» y cuál es la noción
de «popular». «Se ha dicho a menudo que el término “cultura popular” da
una falsa impresión de homogeneidad y que sería mejor usarlo en plural y
hablar de “culturas populares” o sustituirlo por expresiones como “la
cultura de las clases populares”» (p. 26). En este punto remite a Carlo
Ginzburg, cuyo libro El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero
del siglo XVI (1976) nos acerca la idea de dos tipos de cultura: una
hegemónica y otra subalterna. La primera sería la de la elite social
–nobles, burgueses ricos, jerarquía eclesiástica, «intelectuales», y con
el poder que supone la escritura y, en consecuencia, la lectura, y con
el monopolio de la imprenta como mecanismo para expandir un conocimiento
apto para esa elite. La cultura subalterna, en cambio, sería la de las
clases populares: los campesinos, los molineros como el que protagoniza
su libro, los estratos artesanales urbanos y rurales, el clero bajo (los
párrocos y capellanes), que transmitirían oralmente un tipo de cultura
basada en la tradición, notable por su diversidad y heterogeneidad, y
que, dependiendo de su ámbito de actuación, a su vez podía dar lugar a
una cultura popular urbana y una cultura popular rural. Peter Burke, en
Cultura popular en la Edad Moderna, cuya tercera edición actualizada
(2009; la primera es de 1978, la segunda de 1994) publica ahora Alianza Editorial, trata de ir más allá de
etiquetas y compartimentos estancos.
19 de noviembre de 2014
18 de noviembre de 2014
17 de noviembre de 2014
16 de noviembre de 2014
Crítica de cine: Interstellar, de Christopher Nolan
La Tierra se muere. Con este planteamiento
inicial, Christopher Nolan (a quien no hace falta presentar) se pregunta
cuál es la solución. Porque el planeta que nos ha creado y cobijado se
muere y hay que buscar nuevas alternativas para la especie humana. Muy
probablemente para una minoría, pues la ciencia, a pesar de los avances
que pueda desarrollar, no podrá más que enviar a un nuevo planeta-hogar a
una mínima parte de la especie humana. La ciencia es la respuesta y el
método, la solución y la hoja de ruta a seguir. Los científicos son los
guardianes de un conocimiento secreto en un mundo del futuro no
demasiado lejano en el que las misiones espaciales del siglo XX se
consideran propaganda e incluso se deja entrever un revisionismo
"histórico" en cuanto a lo que hizo el ser humano y respecto a lo que se
debe explicar en los libros de texto. El espacio no es la última
frontera en un mundo del futuro en el que los Estados parecen haberse
dislocado, se han recortado gastos (que uno de ellos sea el militar y
armamentístico no deja de ser curioso) y se busca granjeros y
agricultores. "Hemos olvidado que somos exploradores y pioneros", dirá
Cooper (Matthew McCounaghey), el protagonista de la película, cuando
acude a la escuela de su hija Murphy. Pero los tiempos no requieren
exploradores, ni siquiera ingenieros, sino agricultores. Agricultores
que produzcan alimentos, aunque la propia naturaleza destruye lo que
germina y crece: el trigo se extingue, el maíz está en riesgo de
desaparecer; algunas cosechas se queman pues están infectadas por
plagas. Tormentas de polvo cubren las casas, las mesas, los libros. Como
en los años treinta en algunos estados norteamericanos, el Dust Bowl, columnas de polo que todo lo llena, advierten a los terrícolas de que su planeta se vuelve contra ellos. Interstellar
es la epopeya de la búsqueda de un nuevo hogar, y aunque la
ciencia-ficción sea su género, las preguntas que se plantea (y las
respuestas que encuentra... o no encuentra) son muy reales. Muy humanas,
de hecho.
14 de noviembre de 2014
13 de noviembre de 2014
12 de noviembre de 2014
11 de noviembre de 2014
10 de noviembre de 2014
7 de noviembre de 2014
Canciones para el nuevo día (1555/784): "The Social Network (In Motion)"
Trent Reznor & Atticus Ross - The Social Network (In Motion)
Disco: The Social Network - score (2010)
6 de noviembre de 2014
5 de noviembre de 2014
4 de noviembre de 2014
Reseña de Julio César. Un dictador democrático, de Luciano Canfora (y II)
2.- La interminable guerra civil. La guerra
iniciada con el cruce del Rubicón por parte de César y cinco cohortes en
enero de 49 a.C. tuvo varios finales… pues hubo varias guerras civiles.
No andaríamos muy desencaminados si concluyéramos que continuó incluso
después de la muerte de César: para las mentalidades de la época quedó
claro que Filipos (octubre de 42 a.C.) fue la tumba de la República,
pero aún hubo enemigos de César –que su hijo adoptivo, «otro» César,
heredó y que duraría, en cierto modo hasta Nauloco (36 a.C.) con la
derrota naval de Sexto Pompeyo o incluso Actium (septiembre 31 a.C.) y
la toma de Alejandría (al año siguiente), cuando los últimos
anticesarianos que quedaban, y que se habían unido a Antonio,
fallecieron de muerte natural (Gneo Domicio Ahenobarbo, que heredó la
inimicitia de su padre, muerto en Farsalia) o la ejecución de Casio de
Parma, último de los asesinos de César que quedaban con vida. Canfora
dedica un capítulo a la «larga guerra civil» (el XXVI), y que trata las
campañas de Tapsos (46 a.C.) y Munda (45 a.C.), muy diferentes en su
concepción y en la del propio enemigo. Pero de hecho la guerra civil
iniciada en el 49 a.C., y que culmina en Farsalia (agosto de 48 a.C.),
es una campaña que difiere de las posteriores: «una cosa es la guerra
“pompeyana”, que acaba con la muerte de Pompeyo, y es reemprendida casi
tres años más tarde, por sus hijos. Otra es la guerra “republicana” de
Catón. La diferencia entre las dos perspectivas –si bien ofuscada por el
hecho de que el adversario que haya que vencer sigue siendo de todos
modos César– se advierte mejor si se considera que, sucesivamente, entre
Sexto Pompeyo y los “liberadores” (como los cesaricidas se hacían
llamar) no se constituyó ningún frente. Y del 43 en adelante los
cesarianos libraron dos guerras por separado. Es más, en cierto modo, la
de Sexto Pompeyo será una guerra de Octaviano: una continuación de la
guerra “pompeyana” en la que se habían enfrentado los respectivos
“padres”» (p. 218).
3 de noviembre de 2014
1 de noviembre de 2014
Reseña de Julio César. Un dictador democrático, de Luciano Canfora (I)
Nota: Visto lo que me estoy "enrollando" con esta reseña (que me temo no es tal), la dividiré en dos partes, para hacerla más legible. Luego las uniré en un solo documento en PDF.
Sobre Gayo Julio César (ca. 100-44 a.C.) suelen
hacerse análisis que en ocasiones tienden a la hipérbole. Líder
político, caudillo militar, creador de su propia propaganda, mito y
leyenda antes y después de los Idus de Marzo. Alfred North Whitehead
dijo una vez que la filosofía occidental no deja de ser una serie de
notas a pie de página del pensamiento platónico; ¿podríamos pensar en
que el cesarismo fue la hoja de ruta de militares y políticos en los
últimos veinte siglos? Etiquetas reduccionistas al margen, lo cierto es
que la memoria y el exemplum de César ha estado presente, de un modo u
otro, en el pensamiento y la praxis política de la historia universal
desde hace mucho tiempo. Pero, ¿qué César tenemos en mente? ¿El
ambicioso y escurridizo político popularis que tiene su propia agenda?
¿El insaciable conquistador de las Galias o el hombre que lucha por
defender su dignitas y en defensa de los tribunos de la plebe, y que al
cruzar el Rubicón se pone al margen de la ley o la defiende de esa
factio paucorum que ha tratado de subvertirla a su antojo? ¿El hombre
que aspiraba a la tiranía (adfectatio regni) o el salvador y purificador
de la República? ¿El autor de unos Commentarii que eran mucho más que
una serie de despachos oficiales enviados al Senado y/o una «versión»
de la (interminable) guerra civil de los años 49-45 a.C., o el furioso
inspirador de un panfleto en contra de Catón (Anticato), su más
irreductible enemigo y símbolo de una manera de entender la República a
la antigua usanza? ¿El pérfido procónsul que causó un genocidio en las
Galias o el talentoso comandante militar que en la gran rebelión gala
del año 52 a.C. realizó las más impresionantes obras de poliorcética
hasta entonces conocidas por los romanos? Probablemente en César haya
muchos Césares (y algún Mario, parafraseando a Sila), y bastantes de
ellos (por no decir todos) sean los anteriormente prefigurados. Bertolt
Brecht, mientras preparaba su inacabada novela Los negocios del señor
Julio César, anotó: «Escribiendo el libro de César debo estar atento a
no creer ni siquiera por un instante que las cosas tuvieron que suceder
por fuerza como han sucedido» (Arbeitsjournal, 23 de julio de 1938;
publicados en Frankfurt del Meno en 1973). Que Luciano Canfora comience
su (no estrictamente) biografía Julio César. Un dictador democrático
(Ariel, 2014 [1999]) con esta cita no es fruto de la casualidad, sino una primera
conclusión: hay mucho que decir y mucho que entresacar de fuentes,
historiografía y mitos sobre Gayo Julio César.
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