"—¿Por qué no decidiste ser granjero como tu padre?
—No lo recuerdo; tampoco importa."
—No lo recuerdo; tampoco importa."
Un anciano camina por el estrecho arcén de una carretera en una pequeña
ciudad, trastabillando, con ritmo cansado. Un coche de policía se para a
su lado, el shérif de turno se acerca al hombre, le pregunta adónde va:
el anciano, sin abrir la boca, señala hacia adelante con una mano; ¿de
dónde viene?, pregunta entonces, y dirige la mano hacia atrás. Es un
hombre con un rumbo marcado, sabe hacia dónde quiere ir, aunque le
cueste un enorme esfuerzo caminar; en ese sentido, el espectador de Nebraska recuerda a Alvin Straight (Richard Farnsworth), el protagonista de Una historia verdadera
de David Lynch, que montado en una cortadora de césped se dirigía a ver
a su hermano enfermo en un particular viaje hacia alguna (ninguna)
parte. Pero Woody Grant (Bruce Dern), el anciano con claros síntomas de
algún tipo de demencia senil, no va a ver a un familiar, sino que inicia
una odisea de más de 1.500 km desde Billings, Montana, para llegar a
Lincoln, Nebraska, con el propósito de cobrar el premio de un millón de
dólares que ha recibido por carta. Lo que Woody no sabe (¿o muy en el
fondo quizá sí y la suya sea una odisea quijotesca?) es que la carta no
deja de ser el típcio anuncia engañabobos del que empresas de venta por
correo se aprovechan de incautos para que, con la excusa de recibir un
imposible premio, se suscriban a una serie de revistas.