En el principio fue el mito… Conocemos el mito de Edipo: hijo de Layo, rey de Tebas, y de Yocasta, se había profetizado que mataría a su padre, por lo cual fue abandonado, con los pies lacerados (de ahí su nombre), y recogido por Pólibo, rey de Corinto. Una vez adulto, temiendo cumplir la profecía con quien pensaba que era su padre, abandonó Cornto. En un encuentro preparado por el destino, en una encrucijada, Edipo mató a Layo y, tras resolver el enigma de la Esfinge (que asolaba Tebas con su mal), salvó la ciudad y se casó con Yocasta, sin saber que era su madre. Pasaron los años, Edipo y Yocasta tuvieron hijos, pero los dioses castigaron a Tebas por el parricidio cometido trayendo la peste y el dolor. Se descubrió la verdad, Yocasta se suicidó y Edipo se arrancó los ojos, desterrándose de Tebas para morir en la ignominia. Este era el mito. Reinterpretado. Reinventado. Como lo hizo Sófocles con Edipo rey, reinterpretando el mito. El mito se convertía en «la conquista de la verdad –el conocimiento de uno mismo– a costa del propio sufrimiento y en eso estriba la peripecia [péripeteia] trágica de su protagonista, inocente y criminal» (p. 245).