Oderint dum metuant. Que me odien mientras me teman. Ese fue el lema de Cayo Julio César Augusto Germánico (12-41 d.C.), apodado Calígula (por el mini calzado militar que su madre Agripina le puso de pequeño mientras ambos acompañaban a Germánico en la frontera del Rin) según Suetonio. Y según Suetonio fue un monstruo (según la lista interminable de defectos y tropelías cometidas que acumula el autor desde el capítulo XXII de su biografía). No sólo según este biógrafo: el tópos literario del autócrata cruel, sanguinario, loco, sexualmente voraz y maniático se mantuvo entre los autores de la primera generación (Tácito, Filón, Flavio Josefo), pasó a Suetonio (cuya biografía es la cima del chismorreo y en no pocas veces la burda invención), luego a Dión Casio y los autores cristianos, y quedó en el imaginario colectivo hasta prácticamente hoy. No hay novela sobre el personaje que no mencione su locura, epitomizando sus vicios y crueldades, o incluso alguna que otra película, trufada de escenas pornográficas, no duda en caer en la consabida reiteración de lugares comunes sobre la leyenda negra de Calígula, aun planteando un guión interesante sobre la psique del personaje.