20 de diciembre de 2011

Reseña de Julio César. El coloso de Roma de Richard Billows

En su cuadro La muerte de César (1867), Jean-Léon Gérôme fuerza al espectador a no fijarse en un muerto, mientras que focaliza la atención en el grupo de senadores, daga en mano, que abandonan triunfantes la curia senatorial instalada por entonces en uno de los aledaños del templo de Venus erigido por Pompeyo. A lo lejos se otean senadores que han huido, del mismo modo que algunos se han ocultado tras unas columnas. En la parte inferior izquierda, a los pies de la estatua de Pompeyo, un cuerpo apenas cubierto con la toga, ensangrentado y desmadejado, no parece ser atendido por nadie. Es Cayo (o Gayo, según los filólogos) Julio César, dictador vitalicio, asesinado por una conjura de senadores, entre los que había amigos y partidarios suyos, que no deseaban seguir gobernados por alguien que se había situado, en su óptica, por encima de la República romana. Alguien que simbolizaba, a sus ojos, la pérdida de una libertad que sólo ellos conocieron. Alguien que, dispuesto a reformar un estado de cosas que no podían continuar funcionando como solían un siglo atrás, debía ser eliminado en un acto de puro patriotismo, confiando en que todo lo demás se solucionaría por sí mismo.