14 de julio de 2017
13 de julio de 2017
12 de julio de 2017
11 de julio de 2017
10 de julio de 2017
7 de julio de 2017
Crítica de cine: Llega de noche, de Trey Edward Shults
Esta crítica se publicó previamente en Fantasymundo.
Quien esto escribe no es un seguidor del cine de terror en sus múltiples variantes. Reconoce los códigos del género, pero suelen dejarle frío; incluso los momentos de mayor yuyu a menudo le provocan la risa, mientras que suele estremecerse de pavor con cosas más mundanas. Pero le picó la curiosidad cuando tuvo noticias del estreno de esta película y se dijo “¿por qué no?”. A priori, se me dirá, esta no es una película estrictamente “de miedo” (uno podría responder que se le proporcione una definición al uso); si acaso, terror psicológico, alejado del slasher de toda la vida, y que últimamente parece vivir buenos tiempos. El horror a lo que no se puede ver pero se siente en cada poro de la piel y en cada pelo erizado. Llega de noche llega, valga la redundancia, a las salas de cine este verano con la intención de que sintamos un miedo por algo que no existe realmente o que se nutre de otros temores más primarios: el horror a una enfermedad contagiosa y letal, a que alguien entre en el sanctasanctórum de nuestro hogar y nos quiera hacer daño. Y con esos mimbres Trey Edward Shults construye un filme que funciona muy bien por la eficaz simplicidad de sus ingredientes.
Quien esto escribe no es un seguidor del cine de terror en sus múltiples variantes. Reconoce los códigos del género, pero suelen dejarle frío; incluso los momentos de mayor yuyu a menudo le provocan la risa, mientras que suele estremecerse de pavor con cosas más mundanas. Pero le picó la curiosidad cuando tuvo noticias del estreno de esta película y se dijo “¿por qué no?”. A priori, se me dirá, esta no es una película estrictamente “de miedo” (uno podría responder que se le proporcione una definición al uso); si acaso, terror psicológico, alejado del slasher de toda la vida, y que últimamente parece vivir buenos tiempos. El horror a lo que no se puede ver pero se siente en cada poro de la piel y en cada pelo erizado. Llega de noche llega, valga la redundancia, a las salas de cine este verano con la intención de que sintamos un miedo por algo que no existe realmente o que se nutre de otros temores más primarios: el horror a una enfermedad contagiosa y letal, a que alguien entre en el sanctasanctórum de nuestro hogar y nos quiera hacer daño. Y con esos mimbres Trey Edward Shults construye un filme que funciona muy bien por la eficaz simplicidad de sus ingredientes.
6 de julio de 2017
5 de julio de 2017
4 de julio de 2017
3 de julio de 2017
Reseña de El clan Wagner, de Jonathan Carr
«No podemos suprimir sin más ni más el capítulo oscuro de la historia alemana y de la historia de Bayreuth. En efecto, estoy convencido de que las lecciones que tenemos que extraer de ello son incluso más importantes que lo que Wagner quisiera decirnos en sus obras. Hemos aprendido a desconfiar de las doctrinas absolutistas de la salvación, tanto si vienen de la derecha como si vienen de la izquierda o si provienen de Bayreuth. Hemos aprendido que someterse incondicionalmente a un hombre, a una obra o a una nación es algo que irremediablemente nos conduce al abismo».
Walter Scheel, presidente de Alemania, 23 de julio de 1976, en ocasión del centenario del festival de Bayreuth.
Entre los libros publicados en 2009, uno de los que más me llamó la atención fue esta monografía de Jonathan Carr (1942-2008), El clan Wagner (Turner), sobre la familia del Maestro de Bayreuth. Un libro que, de entrada, escapa a lo que podría ser algo tópico y archisabido sobre la influencia de la música de Wagner en el nazismo en general y en Hitler en particular. Un libro que no sólo trata de la música de Wagner, del festival de Bayreuth, de los tejemanejes de la peculiar familia del compositor (considerados, grosso modo, como algo parecido a lo que son los Kennedy en los Estados Unidos). Un libro que no se reduce a remarcar las vinculaciones de los Wagner con el nazismo y el antisemitismo. Se trata de un libro que es todo eso y mucho más.
30 de junio de 2017
Crítica de cine: Los últimos días del artista: Afterimage, de Andrzej Wajda
El director de cine polaco Andrzej Wajda falleció
en octubre de 2016 a los 90 años de edad y con su muerte desaparecía
uno de los exponentes de la Escuela Nacional de Cine y Teatro de Łódź,
que desde su fundación en 1948 ha contado con miembros tan egregios como
Krzysztof Kieślowski y Roman Polanski, entre otros. Quizá hoy en día la
obra de Wajda sea poco conocida entre el público que asiste a una sala
de cine, pero los que ya peinamos algunas canas recordamos películas
suyas como Danton (1983), con Gérard Depardieu en la piel del
revolucionario francés, y más recientemente Katyn (2007), que recreó la
matanza de miles de oficiales del Ejército polaco en 1940, tras la
ocupación de la mitad oriental del país por parte de la URSS (de acuerdo
con el pacto que estableciera este país con la Alemania nazi a finales
de agosto de 1939). A lo largo de su carrera, tres de sus películas
fueron nominadas al premio Oscar a la mejor película de habla no inglesa
(Katyn fue la última) y en el año 2000 recibió un Óscar honorífico por
su carrera, pero el cine de Wajda fue apreciado especialmente en Europa
(son numerosos los premios que ha recibido en el Viejo Continente). La
suya era una manera de hacer cine “diferente” a la hollywoodiense,
“artesanal” e incluso ahondando en lo alegórico y lo simbólico; de este
modo se comprometió desde sus primeras películas y hasta prácticamente
su muerte por recrear la historia de Polonia desde una óptica muy
personal. Sin duda, Los últimos días del artista: Afterimage es una
buena muestra del tipo de cine que hacía Wajda y reconstruye el final de
la vida de un artista: Władysław Strzemiński (1893-1952).
29 de junio de 2017
28 de junio de 2017
27 de junio de 2017
26 de junio de 2017
23 de junio de 2017
Reseña de El viajero accidental. Los primeros circunnavegadores en la era de los descubrimientos, de Harry Kelsey
El interés de los países occidentales por
acaparar el comercio de las especias de las Indias, sin tener que pagar
el peaje de los intermediarios otomanos y persas, estimuló desde finales
del siglo XV los grandes viajes oceánicos en busca de una ruta directa
hacia aquellas tierras lejanas: la costa de la India, los territorios
que componían Indochina y, especialmente, el archipiélago malayo
(Indonesia, Filipinas, Singapur, Malasia, Nueva Guinea…). La navegación a
lo largo de la costa africana atlántica durante esa centuria (y antes)
para encontrar un paso que llevara a la India fue alcanzando objetivos,
al tiempo que se potenciaban otras rutas al interior de África por el
oro y la trata de esclavos. El viaje del portugués Bartolomé Díaz
(Bartolomeu Dias) logró doblar el Cabo de Buena Esperanza, en la punta
sur africana, en 1488 e iniciaba los viajes que culminarían en 1497 con
la expedición del también luso Vasco da Gama en 1497, siendo el primer
europeo que logró realizar una ruta directa a la India. Entre medio, el
genovés Cristóbal Colón, al servicio de la Corona castellana, se propuso
alcanzar las Indias pero en camino inversamente opuesto al que
realizaban los portugueses; y así, en octubre de 1492, alcanzó la isla
de Guanahani (San Salvador) en las actuales Bahamas. En sus tres viajes
posteriores, Colón no llegó a las Indias orientales, como bien sabemos,
sino a un Nuevo Mundo para los europeos: América. La ocupación y colonización de América Central y gran parte de la
del Sur en las décadas posteriores, con la conquista de los extensos
territorios de aztecas (y sus vecinos) e incas, permitió a los españoles
crear su propio imperio. Núñez de Balboa descubriría el océano Pacífico
en 1513 y más adelante se crearían ciudades y puertos como Panamá y
Acapulco, y los viajes desde la costa pacífica de América Central hacia
Filipinas y China daría pie al “Galeón de Manila”, la ruta comercial que
desde 1565 conectaría ambos lados del Pacífico. Pero nos estamos
adelantando al dejarnos llevar por el recorrido de la historia: para
entonces ya se habían descubierto los vientos que permitirían la ruta de
regreso desde las Filipinas a la Nueva España; del mismo modo, el
conocimiento de esas rutas transpacíficas hicieron innecesario un
regreso desde Filipinas a Europa a través del océano Índico y bordeando
el Cabo de Buena Esperanza, a la portuguesa. Se podría comerciar
directamente desde Nueva España a Asia, y a la inversa. Como comenta
Harry Kelsey en El viajero accidental. Los primeros circunnavegadores en
la era de los descubrimientos (Pasado & Presente, 2017), «aquello
marcó el fin de una era de circunnavegación fortuita: en adelante,
quienes dieron la vuelta al mundo lo hicieron deliberadamente» (p. 182).
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