6 de septiembre de 2023

Reseña de Akhenatón. Historia, fantasía y el antiguo Egipto, de Dominic Montserrat

«Se han escrito más tonterías sobre el período de Tell el Amarna que sobre ningún otro de la historia de Egipto, y Akhenatón es un fuerte rival de Cleopatra entre quienes escriben novelas históricas. El atractivo de Cleopatra es la romántica combinación de amor y muerte; Akhenatón atrae mediante una combinación de religión y sentimiento. En el caso de Akhenatón, los hechos no soportan la reconstrucción que a menudo se hace a partir de ellos».
Margaret Murray, The splendour that was Egypt, 1949, p. 54.
Sobre Akhenatón («agradable a Atón»), el nombre que asumió el faraón de la XVIII Dinastía Neferjeperura Amenhotep («hermosas son las manifestaciones de Ra, hágase la voluntad de Amón»), conocido como Amenhotep (helenizado en Amenofis) IV (ca. 1353-1336 a.C.), se han escrito océanos de tinta, con bastantes ríos de «tonterías» alimentando sus aguas. Faraón hereje, monoteísta, henoteísta –el monoteísmo implica que sólo hay o se reconoce un dios, el henoteísmo incide en que se pone el foco en uno de los muchos dioses que pueda haber–, homosexual, transexual, loco, excéntrico, místico… son muchas las etiquetas que se le han adjudicado, especialmente desde la expedición napoleónica a finales del siglo XVIII, los viajes de eruditos y arqueólogos (y turistas) al yacimiento de Tell el Amarna a lo largo del XIX, el descubrimiento de las llamadas Cartas de Amarna en 1884 y las diversas campañas de excavaciones arqueológicas en el lugar – el británico sir William Matthew Flinders Petrie en 1891-1892; el alemán Ludwig Borchardt en 1907-1914; la Egypt Exploration Society (EES) entre 1921 y 1936, con trabajos a cargo de T.E. Peel, sir Leonard Woolley, Henri Frankfort, Stephen Glanville y John Pendlebury; las misiones del Departamento de Antigüedades egipcio, actual Consejo Supremo de Antigüedades, en la década de 1960; de nuevo la EES bajo el liderazgo de Barry Kemp entre 1977 y 2008–, así como los much(ísim)os libros publicados en el último siglo sobre este personaje. Un soberano del que no sólo la arqueología y la historia han tenido algo (mucho) que decir.

En las primeras páginas de su monografía Akhenatón. El primer faraón monoteísta de la historia (La esfera de los libros, 2013), Dimitri Laboury comenta/se pregunta (añado fechas y enlazo a aquellos autores con títulos comentados en este libro que reseñamos):
¿Cómo diferenciar entre el Akhenatón precursor de Cristo de Arthur Weigall [1910] y James Henry Breasted [1905]; el humanista científico de W.M. F. Petrie [1894]; el déspota ilustrado de Adolf Erman [1905]; el faraón racionalista de Rudolf Anthes [1958]; “el buen dirigente amante de la humanidad” de Cyril Aldred [1968; traducción española: Akhenaton, faraón de Egipto, Madrid, Edaf, 1989]; el excéntrico degenerado, iconoclasta y dictatorial de Donald B. Redford [1984]; el primer fundamentalista de la historia de Eric Hornung [1982]; el traumatizador reformador religioso de Jan Assmann [1995]; el filósofo presocrático de James P. Allen [1989]; el falso profeta de C. Nicholas Reeves [2001; traducción española: Akhenatón: el falso profeta de Egipto, Madrid, Oberón, 2004]**; el adolescente impetuoso y descontento de Marc Gabolde [2005] o el amante de la realpolitik de John Darnell y Colleen Manassa [2007]?, por no mencionar sino algunos de los muchos retratos pintados por eminentes representantes de la comunidad egiptológica, garantes de la cientificidad de esa disciplina. ¿Y qué decir si añadiéramos el Akhenatón protoislámico, el de los afrocentristas, el de los padres del psicoanálisis, el de los teósofos, el de los simpatizantes del fascismo, el de los marxistas, el de los hippies, el de los raperos, el utilizado como figura señera por el movimiento homosexual e incluso el Akhenatón extraterrestre nacido de la pluma de Daniel Blair Stewart, que está teniendo un cierto éxito en Internet? (p. 16).
En mis comentarios a la reseña de Laboury mencionaba uno de los títulos que este menciona en la bibliografía de su libro (no recuerdo si hace algún comentario al respecto, diría que sí): Akhenaten: History, Fantasy and ancient Egypt de Dominic Montserrat, publicado en 2000 por Routledge y que a finales de 2022 llegó en castellano de la mano de Editorial Dilema bajo el título Akhenatón. Historia, fantasía y el antiguo Egipto. Y he aquí que, dos décadas y pico después, llega la traducción castellana a cargo de José Miguel Parra en Editorial Dilema y en una colección, Egipto Mayor, que recientemente nos ha traído una monografía general muy apetitosa y estudios sobre Pepi I y la VI Dinastía, Sesostris III y el final de la XII Dinastía, Tutankhamón, Ramsés II y algunas reinas egipcias, y eso sin mencionar otros muchos libros sobre la civilización egipcia, como Los pilares de Amarna de Teresa Armijo Navarro-Reverter (2016), que tengo hojeado en librerías… y que ahora, más que nunca, he de leer. Vamos, una delicia para el lector egiptológico.

En la anterior cita de Laboury he destacado algunos de los autores sobre los que incide especialmente Montserrat en su libro, pero otros no; claro, su obra fue publicada en 2002 y el autor murió en 2004. Su prematura muerte a los 40 años –fue hemofílico y su salud se resintió hasta el punto de que en 1999 tuvo que abandonar la docencia por complicaciones de su dolencia, que derivó en hepatitis y la enfermedad de Parkinson– nos privó de más estudios, y eso que su obra no se limitó a los dos libros que publicó en solitario –este y, previamente, Sex and Society in Graeco-Roman Egypt (Kegan Paul [Routledge], 1996)–, o al volumen que coeditó con Samuel Lieu, From Constantine to Julian: Pagan and Byzantine Views. A Source History (Routledge,2000), sino que también editó otras obras. Pero el enfoque de esta monografía sobre Akhenatón aparecían anticipar nuevos y frescos estudios sobre el ámbito egiptológico y que por desgracia no llegarán.

Y es que, entramos ya en la reseña, estamos ante un libro (muy) diferente, algo que siempre suele agradecerse. Quien espere una monografía detallada sobre el personaje y el período de su reinado, las décadas centrales del siglo XIV a.C., quizá le sepa a poco. Pero, ojo: Montserrat dedica un extenso segundo capítulo a las «historias» de Akhenatón: los principales hitos de su reinado –la fundación de Aktet-Atón u «Horizonte de Atón», en el Medio Egipto, y el traslado de la capital allí desde Tebas a partir del año 5 de su reinado–, su familia, la supuesta «ruptura con el pasado», las cuestiones con el arte amárnico «degenerado» o la damnatio memoriae se tratan con suficiente detalle; como afirma el autor,
«más que una historia completa de su reinado, este capítulo es una revisión profunda de ese mito [del personaje] y de los aspectos de la historia de Akhenatón que más han influido en su formación», seleccionando lo más relevante e ignorando «algunas importantes cuestiones históricas que poco tienen que ver con la creación de mitos. Por lo tanto, no dedico mucho tiempo a la política exterior o a la diplomacia o a si hubo un período en el que Akhenatón y su padre Amonhotep III reinaron juntos» (p. 38).
Asimismo, en el tercer capítulo, «Las arqueologías de Amarna», Montserrat resigue con suficiente profundidad las diversas excavaciones arqueológicas en Amarna, sobre todo a lo largo del siglo XX, por lo que el lector acostumbrado a los estudios egiptológicos al uso tampoco debería quedarse con la sensación de que el libro le ha sabido a poco: de un volumen de unas 275 páginas (anexos, notas, bibliografía e índice analítico aparte), estos dos capítulos cubren casi 120 páginas. Es cierto, no obstante, que ese lector encontrará más materia akhetoniana desde las evidencias arqueológicas, y más interpretaciones sobre el culto atoniano, la obra urbanística del faraón y su misteriosa desaparición, en las obras mencionadas (y otras) en el libro y la cita de Laboury, así como en monografías recién salidas del horno; véase, por ejemplo, Egypt’s Golden Couple: When Akhenaten and Nefertiti Were Gods on Earth del matrimonio John y Colleen Darnell (The History Press, 2022), que espero leer pronto (hojéese su contenido en Amazon). Pero del título de este libro, además de la «historia» hay que poner el acento en la «fantasía», y eso es lo que hace Montserrat en las restantes 135 páginas de su libro, sin olvidar tampoco el capítulo inicial, «Akhenatón ante el espejo».

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Pero antes de pasar a la «fantasía», conviene incidir en algunas reflexiones que plantea Montserrat, y que también, en cierto modo, explican esa «fantasía», en referencia a la primera de las palabras del subtítulo: «historia». En el segundo capítulo, «Historias de Akhenatón», el autor plantea de entrada una necesidad:
«Tampoco he querido escribir otra psicobiografía de Akhenatón personificada en exceso, en la que reconstruyera sus motivos, sentimientos y emociones. Sería maravilloso que uno pudiera decir con autoridad que Akhenatón tenía fantasías edípicas con sus padres, o que ‘no cabe duda que tanto Akhenatón como Nefertiti estaban extremadamente orgullosos de sus seis hijas’ (…), o que la hermana de Akhenatón fue la ‘pequeña compañera’ de su madre durante su solitaria viudedad, o que ‘la vida perfecta de la familia real se vio destrozada’ por las muertes infantiles; pero nadie puede, porque no existen pruebas que permitan decirlo» (ibídem).

Nota: son citas de obras de, respectivamente, Donald B. Redford (1984), Dorothea Arnold (The Royal women of Amarna: images and beauty from ancient Egypt, 1996, catálogo de una exposición en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York entre octubre de 1996 y febrero de 1997), Cyril Aldred (1988 [1968]) y Joyce Tyldesley (Nefertiti: Egypt’s sun queen, 1998). Egiptólogos profesionales.
Y son citas, considera Montserrat, que «además de ser sentimentales y por completo especulativas, ilustran el importante problema que es que su biografía raras veces se escribe con neutralidad. Más que ningún otro período de la historia de Egipto, el reinado de Akhenatón evoca narrativas emotivas y respuestas personalizadas, incluso por parte de autores conservadores que han mantenido largas relaciones académicas con él» (pp. 38-39). Pone de ejemplo a Aldred y Redford, cuyas respectivas biografías
«son trabajos científicos basados en un exhaustivo conocimiento del período, y siguen siendo indispensables en muchos sentidos; sin embargo, las dos presentan imágenes radicalmente diferentes del rey y su reinado, que en el fondo se deben a que a Redford no le cae bien Akhenatón y que Aldred piensa que fue admirable. En su descargo hemos de decir que ninguno de los dos intenta esconder su opinión» (p. 39).
Es una reflexión muy pertinente por parte de Montserrat, y muy honesta, y que en general remite a un concepto que en realidad no existe (por mucho que se repita): la objetividad. No somos objetivos, nunca, a la hora de aproximarnos a un personaje, un acontecimiento o un período; lo pasamos por el tamiz de nuestras percepciones sobre personaje, acontecimiento y período, por no decir nuestros prejuicios. Enamorarse de un personaje, u odiarlo, se acaba trasladando a la manera en que lo presentamos, lo describimos, lo valoramos y lo juzgamos; y eso no está reñido con hacer un esforzado trabajo de documentación y de riguroso tratamiento de las fuentes. Pienso, por ejemplo, en un historiador como don Manuel Fernández Álvarez (1921-2010) y en cómo, tras una larga vida de trabajo sobre un personaje como Carlos V y con múltiples publicaciones sobre el personaje –quedan para generaciones de historiadores los cinco tomos de su Corpus documental de Carlos V (Ediciones Universidad de Salamanca, 1973-1981), sus biografías y estudios del personaje y dos tomos de la Historia de España Menéndez Pidal: el XIX (El siglo XVI. Economía, Sociedad, Instituciones, 1989) y el XX (La España de Carlos V: (1500-1558, 1517-1556). El hombre, la política española, la política europea, 1982)–, era casi inevitable que cayera seducido por su mito y ello se trasladara a la manera en que escribía sobre él.

Biografías como las de Aldred y Redford, contradictorias, «forman parte del proceso mediante el cual una figura histórica se convierte en mitológica» (p. 40). Y es una idea en la que también se incide en el capítulo tercero, cuando, por poner solo dos ejemplos de los diversos que pueden leerse en esa parte del libro, compara las excavaciones de la EES en Amarna bajo la dirección de John Pendlebury entre 1931 y 1936 y bajo la de Barry Kemp de 1977 a 2008. Más que las excavaciones en sí, Montserrat incide en cómo concebían ambos arqueólogos lo que estaban desenterrando y qué interpretaciones –porque a la postre, se trata de eso: interpretar a partir de unas evidencias– hacían de Akhet-Atón y del propio Akhenatón. Vayamos por partes.

Para Pendlebury, comenta Montserrat, se trataba de una mirada complaciente con el pasado, considerado una utopía, y muy poco inspiradora con el presente; dentro de «la caballerosidad y el romanticismo [que] formaban parte de su esencia [la del pasado]», como se citaba en el obituario del personaje en el Journal of Egyptian Archaeology (número 28, 1942, p. 63), Pendlebury subrayaba
«la conexión entre el pasado y el presente de un modo que hoy puede llamarse esencialista, en el cual la gente está conectada por su compartida humanidad a través de los vastos límites espaciales y temporales. Algo que Pendlebury dejó claro en su introducción a su libro general sobre Amarna:

‘Uno de los puntos más fascinantes sobre el trabajo es que nos ocupan las vidas privadas de toda la población, esclavos y nobles, trabajadores y funcionarios y la propia familia real. Tan fuerte es esta atmósfera hogareña que sentimos que realmente conocemos como individuos a las personas cuyas casas estamos excavando'» (p. 135; cita de John Pendlebury et alii, The city of Akhenaten part III: The Central City and the official quarters, Londres, Egypt Exploration Society, 1951, volumen II, p. IX).


Vista de Amarna, dibujo de Jean-Claude Golvin. Fuente.

A ese respecto, no sorprende que el propio Pendlebury apareciera en fotografías à la Akhenaton luciendo, por ejemplo, un collar ancho de fayenza, en torno a 1930, y como se muestra incluso en la cubierta de una biografía sobre él. Mary Chubb, en su libro de memorias sobre sus experiencias como miembro del equipo de Pendlebury, Aquí vivió Nefertiti (1954, editado recientemente por Alba Editorial), destacaba, de hecho, que la familia real de Amarna estaba excesivamente presente en las excavaciones. Como resultado, esa manera de ver el pasado acabaría afectando al análisis arqueológico de Amarna que realizó Pendlebury, que ante la falta de evidencias sobre aspectos muy concretos de los nombres que tendrían los grandes edificios oficiales, les quiso dar nombres modernos: «Oficina de Guerra», «Capilla Real» o definió «las estancias de las seis princesas con las habitaciones de los niños y su sala de juegos»; por no mencionar que incluso utilizó palabras de de la cultura musulmana contemporánea (harim, sirdariya) para describir las funciones de algunas habitaciones de los edificios de la ciudad central o residencial amarniana. En consecuencia, concluye Montserrat sobre el análisis arqueológico de Pendlebury, «su» Amarna,
«(como la de [John Gardner] Wilkinson casi exactamente un siglo antes) es un lugar paradójico: está fabricada como una escapada romántica del presente, pero es una escapada a un pasado cuyos aspectos problemáticos han sido desechados y reemplazados por los mejores aspectos del presente. Puede que Amarna y Londres se combinen, pero Amarna es Londres sin los malos saneamientos» (pp. 139-140).
Es más, en la Amarna que aparece en publicaciones de estos años, como la de los dibujos en perspectiva en páginas del número 185 (15 de septiembre de 1934) de The Illustrated London News, «Pendlebury pudo promover su visión de la limpia y lustrosa ciudad de Amarna a un amplio público lector» (p. 140); ya anteriormente, hacia el inicio de este tercer capítulo, Montserrat anticipa «chillonas reconstrucciones de Amarna producidas para las revistas ilustradas de inmensa tirada de las décadas de 1920 y 1930, que dotaban a la ciudad de todas las instituciones de un entorno urbano moderno» (p. 103). Imágenes estas (aparece una reproducción en la página 102), que personalmente me recordaron otras que aparecen en las guardas iniciales y finales de la edición en tapa dura de El amargo don de la belleza de Terenci Moix (Editorial Planeta, 1996).

Frente a la utopía amarniana de Pendlebury, las excavaciones de Barry Kemp, también financiadas por la EES, fueron muy diferentes, llevando a Amarna los rigurosos métodos de la arqueología moderna; para ser exactos, los métodos de la arqueología procesual. Mientras que Pendlebury ponía tanto énfasis en la familia real, a Kemp le interesaba la ciudad como un yacimiento prácticamente único para recopilar
«las evidencias arqueológicas necesarias para investigar la vida urbana a lo largo del espectro social y medioambiental, desde el palacio a la barriada. Kemp también está interesado en la vida económica de Amarna: la producción de bienes como la cerámica, la fayenza y en cómo era aprovisionada la ciudad. También presta atención a los aspectos menos glamurosos de la ciudad, como los establos de los animales, las panaderías y los sectores del poblado de los trabajadores donde eran llevados los alimentos y el agua desde la ciudad central. Me parece un intento, consciente o no, de olvidar la Amarna encalada y prístina de Pendlebury» (p. 151).
Y no sólo eso, sino que, a diferencia de otros arqueólogos, Kemp se ha mostrado muy interesado en observar cómo el yacimiento sobrevivió a la etapa estrictamente «amarniana» y fue utilizado a lo largo de casi dos mil años, hasta el siglo VII de nuestra era. Esto, de entrada, rompe con la idea (ya mencionada en el capítulo segundo, pp. 59-60) de que Amarna fue abandonada y destruida sin más tras la decisión de Tutankhamón, que ya no utiliza su hasta entonces nombre de Tutankhatón, de regresar a Tebas de manera permanente en el año 2 de su reinado: la ciudad no fue inmediatamente cubierta por las arenas, ni sus edificios desmantelados, sino que perduró, e incluso se repobló, como hábitat humano durante siglos.

En cierto modo, y del mismo modo que encontramos visiones e interpretaciones antitéticas en los libros de Aldred y Redford –queda en la imaginación qué habría pensado el autor de este libro de la imagen de Akhenatón por parte de Nicholas Reeves, que, entre otros aspectos, lo muestra como un cínico que utilizó la religión para fines netamente políticos y con el objetivo de preservar la autoridad del faraón frente a poderes autónomos como los sacerdotes tebanos de Amón–, Montserrat considera que
«si Pendlebury sobrepobló su Amarna, Kemp se va al otro extremo [los fabricantes de bienes están ausentes en su análisis], ambos ocupan extremos opuestos en sus informes sobre la excavación de Amarna. Los textos de Pendlebury son un tanto descuidados, demasiado divulgativos y confunden la diferencia entre pasado y presente. En cambio, los de Kemp son meticulosos y para especialistas. Incluso los familiarizados con los métodos de la arqueología de campo encuentran difícil extraer datos de naturaleza social de ellos. La arqueología procesual ha sido criticada a menudo por estar llena de jerga científica que resulta incomprensible incluso para aquellos dentro del campo de la arqueología» (pp. 152-153).
Nota: tras esta cita, José Miguel Parra, traductor del libro, añade una nota a pie de página en la que menciona que desde la publicación del libro de Montserrat, en 2000, Kemp ha creado una página web donde presenta al público general sus descubrimientos, y un libro de alta divulgación repleto de fotografías, dibujos y gráficos donde ofrece estos mismos resultados: The City of Akjenaten and Nefertiti: Amarna and its people (Londres, Thames and Hudson, 2012).

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Dice Montserrat en el primer capítulo del libro, «Akhenatón ante el espejo»:
«Este libro sólo trata el Akhenatón biográfico de forma tangencial. No es una biografía, sino una metabiografía, una mirada al proceso de la representación biográfica. Realmente [la cursiva es mía] trata sobre los usos del pasado arqueológico y el diálogo entre el pasado y el presente, de cómo Akhenatón es a la vez un legado del pasado y un hecho del presente. No me interesa el propio Akhenatón, si no [sic] por qué otras personas están interesadas en él y encuentran su historia relevante e inspiradora pese a llevar muerto tres mil quinientos años. Porque inspiradora resulta. Akhenatón ha conseguido que un grupo de grandes talentos creativos del siglo XX lo utilicen en muchos medios diferentes: Sigmund Freud, Thomas Mann, H. D. y Naguib Mahfouz en literatura, Frida Kahlo en pintura, Philip Glass y Derek Jarman en las artes interpretativas. No obstante, Akhenatón no pertenece exclusivamente a la cultura de la elite y como tal es un recurso maravillosamente rico a la hora de permitir que otra serie de voces se expresen, pese a las fuerzas que las querrían relegar a la insignificancia. La mayor parte de los libros sobre aspectos de la egiptología conceden escaso espacio a esas voces ‘alternativas’, pero yo aquí lidio con ellas a menudo. Merecen que las escuchemos con respeto y permiten comprobar la vitalidad y la variedad de significados que tiene Akhenatón. También estoy convencido de que es muy importante para la comunidad profesional escuchar a los no especialistas. Los dos grupos no están enfrentados, o al menos no tienen por qué estarlo, y el diálogo entre ellos puede ser mutuamente enriquecedor» (pp. 20-21).
Es a a la recepción del «mito de Akhenatón» entre los primeros con nombres y apellidos (y otros no mencionados) y los segundos, los «alternativos», e incluso los en primera instancia antitéticos (judíos y nazis, eurocéntricos caucásicos y afroamericanos), a los que se dedican los capítulos cuatro a siete, y que dan sentido a la palabra «fantasía» del subtítulo del libro y que más arriba anunciamos. No vamos a destriparlos en detalle, pues el ulterior propósito de esta reseña es acicatear la curiosidad del lector y encaminarlo al libro, pero sí apuntaremos algunas ideas. Es la parte más original del libro, si es que existe hoy algo de originalidad, y que establece un diálogo de fondo entre qué de fantasioso hay en algunas «apropiaciones» de la figura de Akhenatón y en relación a lo meramente histórico, que a menudo suele quedar en un segundo plano; es lo que tienen esos «usos» de Akhenatón para defender agendas políticas y culturales diversas, y en diversos momentos del siglo XX.

Así, obras de especialistas coetáneos en el cambio de siglo, como James Henry Breasted (1865-1935) y Arthur Weigall (1880-1934), como se detalla en el capítulo cuarto, que vieron a o prefiguraron un Akhenatón mesías del monoteísmo (precursor del cristianismo protestante, en última instancia) o a un Akhenatón profeta de ese monoteísmo, pero a la vez un «pacifista, un reformador y uno de los grandes maestros de la humanidad, como Buda, Cristo y san Francisco de Asís» (p. 169), respectivamente, encontraron suelo fértil en psicoanalistas como Sigmund Freud (y especialmente en su última obra, Moisés y el monoteísmo, de 1939); aunque en su caso hay una intención de «identificar el carácter distintivo y la contribución del pueblo judío al desarrollo de la cultura humana y de encontrar aquello que los ha mantenido en marcha a lo largo de milenios de opresión» (p. 174), con la que Breasted (sobre todo) chocaría. Pero también, a la contra, en escritores propagandistas o con fuertes simpatías nazis, como Josef Magnus Wehner (1891-1975) y, especialmente, Savitri Davi (1905-1982), presentaron a un Akhenatón pagano y ario; esta última no dudaba en comparar, en la dedicatoria de su libro sobre el faraón, The lightning and the sun (1958), a Akhenatón (el sol) y Ghengis Khan (el rayo) con Adolf Hitler, «que combina ambas fuerzas cósmicas y así es simultáneamente destructor y creador, igual que als deidades hindúes como Visnú, el destructor que crea una y otra vez» (p. 181).

Curiosamente (o quizá no tanto), y como destaca Montserrat, «si existe un denominador común a las concepciones de Freud y los fascistas sobre Akhenatón es la idea de legitimación por medio de un recurso del pasado» (p. 183), algo que también sucede con los afrocentristas y los religiosos alternativos que se destacan en el capítulo quinto. Remite a procesos «sin historia legitimadora propia» y que para conseguir una se alinearon «con figuras apreciadas de la historia» (ibídem). Y qué mejor que plantear a Akhenatón como un faraón (como muchos otros, en su lógica) negro y que ha sido «reapropiado» por la cultura dominante eurocentrista como un hombre blanco; para ellos los grupos afrocentristas, además de la yuxtaposición de Akhenatón y Mahoma –véase, por ejemplo, el mural del Reading Central Club, en la que ambos personajes, negros, aparecen, así como una reproducción del famoso busto de Nefertiti con la tez negra–, se traza un linaje que continuaría, ya con líderes políticos y religiosos negros, con Toussaint Louverture («l’Ouverture» en el original y la traducción), Malcolm X, Martin Luther King, Haile Selassie y Bob Marley. La idea de fondo del afrocentrismo es clara: «devolver a los faraones de Egipto a su contexto africano ha sido una cuestión desde el comienzo del panafricanismo político a mediados del siglo XIX, uno de cuyos objetivos era permitir que los negros oprimidos volvieran a controlar su herencia perdida y conseguir de nuevo la grandeza» (p. 192).

Es una apropiación que, por ejemplo, me hizo recordar el videoclip de la canción «Remember the Time» de Michael Jackson, perteneciente a su álbum Dangerous (1991) y estrenado en febrero de 1992: dirigido por el director cinematográfico John Singleton (negro), vemos a la modelo Imán con el tocado de Nefertiti y a su lado Eddie Murphy (ambos negros), luciendo rodeados de personajes todos negros (Magic Johnson como una especie de maestro de ceremonias, por ejemplo), frente a los que contrasta un ya por entonces pálido cantante; el vídeo fue calificado como una «gorgeous ancient Egyptian extravaganza», como fue definido en un artículo en Entertainment Weekly en diciembre de 1993; una «extravaganza egipcia negra«, añadimos. En el fondo, este apropiacionismo cultural no impide que reflexionemos en que los antiguos egipcios llamaban a su propio país Kemet (Km.t), que significa «tierra negra», en referencia al oscuro (y riquísimo) limo del Nilo, sin que necesariamente asumamos, como hacen los grupos afrocentristas, que se trata de la «tierra de los negros». Pero es evidente, y lo sería en aquellos tiempos, que los egipcios no eran los caucásicos que a menudo se asume en el imaginario colectivo, y que sin ser negros (a menos que hablemos de los nubios del sur), debieron de tener la piel más morena, más propia de la zona; lo mismo valdría para los hebreos y otros pueblos del Levante asiático en la época de Cristo, que no eran «tan» blancos como se ve en imágenes por doquier.

La espiritualidad y el misticismo también se ha asociado con (o se han apropiado de) Akhenatón, como se detalla en el resto de este capítulo quinto, con el caso concreto (elegimos uno) de Madame Blavatsky (1831-1891) y la teosofía, y que han continuado hasta prácticamente la actualidad y en versiones a menudo excluyentes entre sí. Y que pasan también por el espiritismo –no en vano las décadas iniciales del siglo XX, en las que la egiptomanía se extendía, son también las del éxito mediático de los médiums– y el afrocentrismo mezclado con la religión musulmana en la Nación del Islam estadounidense, entre otros. Refiere Montserrat que esta organización afrocentrista se valió de la numerología y la filología alternativa, como en la Marcha del Millón de Hombres en Washington en octubre de 1995; el líder de la Nación del Islam, Louis Farrakhan utilizó explícitamente a Akhenatón en su discurso, que trató el tema de la expiación (atonement, en inglés). Así, bajo el obelisco de inspiración egipcia que es el Monumento a George Washington, en el National Mall de la capital estadounidense, Farrakhan se puso en plan etiológico, filólogo y «atoniano» a la vez:
«Cuando tú ‘a-tone’ [expías], si coges la t y la unes con la a y le pones un guion entonces tienes at-one. De modo que cuando tú ‘a-tone’ [expías] te conviertes en ‘at-one’. ¿’At one’ [siendo uno] con quién? Con el ‘atone’ o el Dios único» (citado en p. 222).

Nota: de hecho, en su discurso (epígrafe 122), Farrakhan evocó directamente a Akhenatón: «The first four letters of the word form the foundation: “a-t-o-n” . . . “a-ton,” “a-ton.” Since this obelisk in front of us is representative of Egypt. In the 18th dynasty, a Pharaoh named Akhenaton, was the first man of this history period to destroy the pantheon of many gods and bring the people to the worship of one god. And that one god was symboled by a sun disk with 19 rays coming out of that sun with hands holding the Egyptian Ankh–the cross of life. A-ton. The name for the one god in ancient Egypt. A- ton, the one god. 19 rays. Look at your scripture.»
El capítulo sexto, «Akhenatones literarios», es probablemente el que llame más la atención del libro, al margen de los dedicados a historia y arqueología, pues nos muestra la imagen del personaje en novelas históricas a lo largo del siglo XX; pero es el que menos me ha atrapado, pues quizá mis expectativas eran más altas. En una apéndice (pp. 295-298), Montserrat recopila los tratamientos literarios de Akhenatón, el período amárnico o la arqueología de Amarna, de 1890 a 1998; pero como ya anticipa al inicio de este capítulo, estos sesenta títulos están escritos mayoritariamente en inglés, francés o alemán, algunos en árabe y en lenguas eslavas y escandinavas; «sin duda hay otros que se me han escapado, así como los que no se han publicado o han publicado los propios autores» (p. 225). Una sonora ausencia para el lector hispano es El amargo don de la belleza de Terenci Moix (1996), antes mencionada, y en la que la figura de Akhenatón tiene un menor tratamiento que la de Nefertiti, siendo el amigo de infancia del protagonista, el cretense Keftén que regresa «a casa» tras años viajando fuera de Egipto. Akhenatón aparece como un iluminado religioso, sí, pero no especialmente un santón o incluso un «fanático» –Tiye, la reina madre («Tii» en la novela) considera que Nefertiti es más fanática del culto amarniano que su marido, le revela a Keftén– y la visión que queda de Amarna es la de una utopía que finalmente decae ante las intrigas del clero tebano de Amón y la asunción por el propio Akhenatón de que el suyo es un sueño fracasado. Pero no se lo tendremos en cuenta al autor, que ya se justificó en la cita mencionada.


Michael Wilding como Akhenatón y Anitra Stevens como Nefertiti en Sinuhé el egipcio (Michael Curtiz, 1954), basada en la novela homónima de Mika Waltari. Fuente.

En las novelas que recopila Montserrat en este capítulo –no las detallaremos– hay tres aproximaciones: aquellas en las que Akhenatón es una figura espectral, no protagonista, relacionada con aspectos místicos e incluso fantásticos y que se «aparece» en un momento determinado, y publicadas entre 1890 y 1923; el boom de las dos décadas posteriores al descubrimiento tutankhamónico y en las que Akhenatón sí deviene una figura presente en las tramas, a veces con resultados casi paródicos; y el Akhenatón de la posguerra. Respecto al segundo período, pone el autor el acento en el hoy casi olvidado Dimitri S. Merezhkovsky y que dejó una cierta influencia en la época (en Freud, por ejemplo), y que viene a comparar no muy sutilmente la caída de la familia real de Amarna con la de los Románov que el novelista ruso desdeñaba; incluso Agatha Christie también escribió sobre Akhenatón, una obra de teatro en tres actos con diálogos a lo Noel Coward. No puede faltar la referencia, para el tercer período, Sinuhé el egipcio (1945) de Mika Waltari, pero no se explaya tanto Montserrat como uno hubiera querido; recibe más atención el Akhenatón visto por Naguib Mahfouz, algo lógico si tenemos en cuenta que se trata de un autor egipcio. Casi mejor que cedamos la palabra al propio Monserrat, quien al final del capítulo concluye:
«Las ficciones sobre Amarna demuestran que los hechos básicos del reinado de Akhenatón ofrecen grandes posibilidades dramáticas y románticas. Los modos en que esos hechos han sido incesantemente reciclados y vueltos a enfatizar a lo largo del siglo XX son prueba de la flexibilidad que otorga a las leyendas su cualidad inmortal. Akhenatón ha sido reencarnado de todas las formas posibles, desde un proto-Cristo hasta un protofascista. Desde la perspectiva de la década de 1990, la historia de Amarna presentada de forma popular es como una comedia de enredo un tanto kitsch. Contiene todas las fórmulas esenciales: una trama sencilla y predecible; el tipo de riqueza y lujo que la mayoría de la gente sólo puede imaginar; un toque de idealismo moral; y un toque mayor del tipo de tragedia humana con el cual cualquiera puede identificarse. Estas dos últimas, a pesar de todas las evidencias, parecen hacer de Akhenatón ‘uno de los nuestros’. Este es el común denominador de todas las novelas de Amarna. Son recordatorios de lo fuerte que es ese deseo de reconocernos a nosotros mismos en el pasado y de los modos en los que el pasado ha sido saqueado para confirmar quiénes somos y lo que más deseamos ser. Akhenatón es alguien que participa de nuestras luchas, conflictos y deseos. Esto es especialmente cierto en las versiones homosexuales de Akhenatón producidas en las décadas de 1980 y 1990, que son el objeto del siguiente y final capítulo» (pp. 266-267; la cursiva es mía).
Sobre ese capítulo final, el sexto, «Sexualidades», no voy a decir casi nada: es tan interesante que no quiero privarle al lector de la curiosidad por leerlo, y hoy en día diría que parece aún más «moderno» que cuando se publicó el libro hace más de dos décadas. Sólo diré que Montserrat, tras una panorámica general sobre la(s) sexualidad(es) del personaje –»si Akhenatón fue el primer hombre gay, entonces debió tener un amante masculino que confirme su identidad homosexual y, a la vez, contar la primera historia de amor gay recogida en la historia» (p. 272); póngase esta frase en el análisis del contexto, no tomar al pie de la letra–, se centra en dos obras que entroncan con lo camp, que a su vez define:

«Por su propia naturaleza, lo camp elude cualquier definición, pero un modo de pensar en ello es como una estética o estilo que expresa lo que tiene significado personal en términos de exageración, artificio y elegancia [remite el autor en nota a D. Bergman (ed.), Camp grounds: style and homosexuality. Amherst, University of Massachusetts Press, 1993, p. 4-5]. Yo añadiría que otros ingredientes cruciales de lo camp son un erotismo cohibido que no se ajusta a las nociones convencionales de sexo y género y un exceso paródico e hiperbólico en el cual la feminidad y los significantes femeninos están tremendamente exagerados. Y no cabe duda de que Akhenatón posee una imagen camp» (p. 277).

Es también aquello sobre lo que Susan Sontag reflexionó en su seminal ensayo Notas sobre lo camp (1964). Las dos obras, decía, son un proyecto cinematográfico no realizado, Akenaten, a partir del guion escrito por Derek Jarman (1942-1994), escrito en 1975 y publicado en 1996; y la ópera Akhnaten de Philip Glass (1933), representada por primera vez en 1984. Ambas obras «comparten una relación muy similar con el mito de Akhenatón, que consiste en apropiarse del pasado de un modo deliberadamente anacrónico y usando la historia convencional junto a erudición alternativa, que posee un potencial dramático y visual mucho más emocionante» (p. 278; la cursiva es mía). Sólo me queda decir, tras leer el análisis de ambas obras: qué pena que una no se realizada y qué pena que me perdiera su pase en los cines Yelmo hace casi cuatro años; en mi descargo quizá pueda alegar que desconocía su existencia.

Nótese que a lo largo del libro se insiste, en sus diferentes capítulos, en una idea muy atractiva por parte de Montserrat, muy lógica por otro lado, y con ella podemos concluir esta reseña: cómo nos apropiamos del pasado, cómo prácticamente lo saqueamos, para (re)confirmarnos, (re)conocernos, (re)definirnos en el presente. Y es quizá una de las principales reflexiones que nos deja este libro apasionante, no del todo perfecto (algunas erratas de transcripción, que afean algo, pero no devalúan el libro), poliédrico y multidisciplinar. Me ha recordado, en el tratamiento de mitos, a obras de sobre Alejandro Magno –véanse diversas obras de Francisco Javier Gómez Espelosín, como La leyenda de Alejandro Magno: mito, historiografía y propaganda (Universidad de Alcalá de Henares, 2007) o En busca de Alejandro: historia de una obsesión (Universidad de Alcalá de Henares, 2016)–, Cleopatra VII de Egipto –no puedo más que derivar al extenso estudio de Lucy Hughes-Hallett, Cleopatra. La mujer, la reina, la leyenda (Fórcola Ediciones, 2017; ed. orig, 1990)–, Gayo Julio César –los libros de Maria Wyke, Caesar: A Life in Western Culture (Granta, 2007; University of Chicago) y el fantástico Caesar in the USA (University of California Press, 2012), y el volumen coordinado por ella, Julius Caesar in Western Culture (Blackwell, 2006)– o incluso la propia esposa principal de Akhenatón –Nefertiti ‘s Face: The Creation of an Icon de Joyce Tyldesley (Profile Books, 2018; edición de bolsillo, 2020), un libro que intuyo que habría interesado a Montserrat–, por mencionar cuatro personajes «símbolo» de la Antigüedad.

Sin duda, el estudio del malogrado Dominic Montserrat, la «metabiografía» que quiso escribir, se añade a estas monografías y supone un hito en torno a la figura de un personaje tan «apropiado» por unos y otros como fue Akhenatón.

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