En 1991 Alan Bullock publicó una obra memorable: Hitler and Stalin: Parallel Lives (traducción castellana: Hitler y Stalin: vidas paralelas, publicado en dos tomos por Círculo de Lectores en 1994; en 2016 Kailas Editorial reeditó el libro en un solo volumen). En la senda de Plutarco, Bullock elaboraba una biografía comparativa de ambos personajes, con el eco de Plutarco de Queronea en el título, a la vez que realizaba un estudio de los regímenes que lideraron ambos personajes y de la ideología que los catapultó. Una obra seminal que en cierto modo ha inspirado a otros historiadores: así, Richard Overy publicó en 2004 The Dictators: Hitler’s Germany and Stalin’s Russia (traducción castellana: Dictadores: la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin, Tusquets Editores, 2006), si bien el tratamiento del autor británico no es biográfico (al margen de un capítulo inicial), sino temático en la comparación de las dos dictaduras: el arte de gobernar, el culto a la personalidad, la relación entre Partido y Estado, el terror como arma política, la(s) revolución(es) cultural(es) que ambos regímenes emprendieron y la guerra que los enfrentó, entre otros muchos aspectos. Con Hitler y Stalin: dos dictadores y la segunda guerra mundial itler and Stalin (Crítica, 2022), Laurence Rees sigue el modelo comparativo, aunque en su caso se centra exclusivamente en el período de la Segunda Guerra Mundial, conflicto en el que ambos países se enfrentaron directamente desde la invasión alemana de la URSS el 22 de junio de 1941 y hasta la rendición incondicional del Reich nazi en mayo de 1945; una comparativa que Rees asume desde el principio, citando tanto a Bullock como a Overy en el prefacio, y que le sirve como eje vertebrador de su obra: «A lo largo de los años he empezado a pensar cada vez más acerca de la comparación entre los dos líderes y sus regímenes. ¿Cuáles eran las máximas diferencias? ¿En qué formas eran ambos similares? ¿Y, quizá lo más crucial de todo, hasta qué punto dieron Stalin y Hitler forma a la época en que vivieron y hasta qué punto ésta los modeló a ellos?» (p. xv, traducción propia en esta y otras citas).
El primer capítulo detalla la volte-face diplomática que supuso la firma de un pacto entre dos regímenes antitéticos por naturaleza. Firmado el 23 de agosto de 1939, una semana antes de que las tropas alemanas invadieran Polonia, país que ambas potencias se repartirían, suponía para la tranquilidad de tener la retaguardia segura y veintidós meses de colaboración económica y comercial entre ambas potencias durante; un tiempo que el líder nazi utilizó para la guerra en Europa Occidental (campañas escandinavas, Blitzkrieg en Bélgica, Países Bajos y Francia, batalla de Inglaterra) antes de atacar a la URSS, como tenía decidido desde el otoño de 1940. Un tiempo que, por su parte, Stalin aprovechó para la guerra contra Finlandia en dos fases y la anexión de las repúblicas bálticas independizadas en 1918. Desde la página 107 se trata en detalle la Operación Barbarroja, el desplome inicial de las defensas soviéticas, la decisión de Stalin de no abandonar Moscú, las operaciones que conducen a Stalingrado (y el valor propagandístico de esta ciudad para ambos dictadores), las relaciones de Stalin con sus desde entonces aliados (Churchill y Roosevelt, en mucho menor grado De Gaulle, desde luego), los crímenes de ambos dictadores durante la guerra, los tejemanejes de Stalin en relación con Polonia, y el progresivo repliegue y ulterior derrota de Alemania. Hay mucha literatura sobre si la URSS estaba sorprendentemente no preparada para una invasión alemana, a pesar de los informes de inteligencia del primer semestre de 1941 que apuntaban a ello, sobre si Stalin no se creyó que Hitler le estuviera atacando al mismo tiempo que camiones de suministros para Alemania cruzaban la frontera o si literalmente «desapareció» durante diez días de la esfera pública por el estado de shock a causa de la invasión; Rees menciona esos primeros días del ataque alemán (capítulo 6), si bien no aporta nada nuevo a lo ya trabajado por los especialistas (de Constantine Plekashov a las memorias de algunos jerarcas soviéticos). Es a partir de ese capítulo 6, como decíamos, cuando se desarrolla la narración de la guerra entre ambas potencias y cómo ambos líderes la gestionaron, elemento que será la hoja de ruta hasta el final del libro.
Adolf Hitler y Iósiv Stalin. Fuente: La Vanguardia. |
Eso en cuanto a la estructura del libro. En cuanto a la forma, y como Rees anticipa en el prefacio –«Pero quizá la mayor diferencia entre este trabajo y Vidas paralelas [de Bullock] es el modo en que he sido capaz de echar mano de millones de palabras de testigos oculares originales. Hasta el punto que la mayoría del material de las entrevistas citado aquí no se ha publicado anteriormente» (p. xvi) – es la utilización de testimonios hasta ahora inéditos (y en combinación con otros mucho más conocidos) de «miembros retirados de la policía secreta, aldeanos que sufrieron tanto a manos de soldados alemanes como de partisanos del Ejército Rojo, veteranos de gigantescas batallas como Stalingrado y Moscú, incluso del antiguo telegrafista de Stalin que reveló cómo el dictador soviético casi huyó de la capital en los oscuros días de octubre de 1941. Si el Muro de Berlín no hubiera caído y, en consecuencia, la Unión Soviética no se hubiera desmoronado, estos testigos de épicos acontecimientos jamás habrían hablado de sus experiencias sin el temor de la represalia: sus historias se habrían perdido para siempre» (p. xvi, traducción propia). He aquí, pues, uno de los principales alicientes del libro (convenientemente tratados con cuidado): añadir nuevas voces sobre unos hechos sobradamente conocidos que Rees, partiendo de trabajos anteriores y de fuentes de archivo, consigue que arrojen nueva luz (si es posible). Ese tratamiento (crítico) de las fuentes primarias (la EPRE que diría Ángel Viñas) es un plus de este libro, que no cuenta nada nuevo en lo esencial, pero lo cuenta muy bien, pues se trata de un material «especialmente valioso en el contexto de la comparación entre los dos dictadores, pues Hitler y Stalin tomaron decisiones en el calor y el confort que resultaron en el calvario de millones, y es vital que las personas ordinarias que sufrieron en sus manos tengan una voz» (ibid.).
Y sobre esto pivota también otro elemento especialmente destacable de este libro: la comparación inherente, no sólo de los caracteres de ambos dictadores en las duras y en las maduras, sino en cómo gestionaron sus recursos, sus ejércitos y toda la maquinaria de sus respectivos estados para vencer el uno al otro. Aquí es donde Stalin sale ganando: a lo largo del volumen, especialmente en los siguientes meses posteriores a la invasión alemana, el dictador soviético aprendió a delegar en los comandantes militares (si bien hasta bien avanzado 1942 aún se permitió imponer su punto de vista en operaciones bélicas que acabarían siendo un desastre en el invierno de 1941-1942) y, de manera paulatina, a dejar en sus manos la dirección de las operaciones militares, limitándose a dar su aprobación; en cambio, Hitler, ensoberbecido por el éxito de la invasión de Europa Occidental en la primavera de 1940, y que personalmente se atribuyó, no dejó de intervenir en la preparación de las diversas operaciones militares por encima de los comandantes profesionales, a los que sistemáticamente despreciaba y destituía (de Guderian a Von Manstein, de Von Reichenau a Von Runstedt). Stalin aprendió del desastre inicial de Barbarroja y confió en hombres como Zhúkov, Chuikov, Rokosovski y Timoshenko; Hitler cortocircuitó el avance alemán con decisiones personales, como Stalingrado. En ambos casos, los dictadores emplearon la propaganda para sus fines y sin escrúpulos derrocharon millones de vidas de soldados (y civiles), pero Stalin supo ser más eficiente y colaborador, y sacar partido de su carisma. Es un tema sobre el que quizá los lectores no especializados, o que hasta ahora no habían pasado de obras generales sobre el conflicto mundial o incluso sobre el cariz e ambas dictaduras, no han recalado, por lo que el libro de Rees permite ampliar conocimientos; para lectores ya avezados en la materia, es un punto de vista que puede complementar visiones propias sobre ambos personajes y sus regímenes.
Fuente: Wikipedia. |
El volumen, además de la comparativa entre ambos dictadores, también deja suficiente espacio para tratar a otros líderes como Winston Churchill, con quien Stalin tuvo sus más y sus menos, y Franklin D. Roosevelt, que pensó que podría camelar al «tío Joe» con su encanto personal y más bien fue manipulado por el dictador soviético; aparte de que Rees deja un retrato de ambos aliados, especialmente de Roosevelt (un contumaz mentiroso), mucho menos halagüeño de lo que ambos pensaban de sí mismos y de sus habilidades personales. Frente a la rudeza de un Hitler cada vez más aislado en sí mismo y en sus obsesiones, Stalin se muestra como un camaleón, encantador en el cara a cara en las conferencias que reunieron a los tres líderes aliados, pero feroz en sus críticas cuando se retrasa constantemente la apertura del segundo frente (hasta Normandía en junio de 1944) e inasequible en cuestiones como las futuras fronteras de Polonia (tema que Rees trata en detalle, en la senda de Norman Davies) y en prefigurar una Europa Oriental bajo una férrea influencia soviética.
El epílogo nos lleva a la actualidad, a valorar cómo se ve a ambos dictadores en nuestros días. Claramente, Hitler es quien sale perdiendo en la comparativa, pues su derrota y el alcance de sus crímenes siguen horrorizándonos y condenándolo al infierno. Por su parte, Stalin está siendo objeto de un cierto proceso de rehabilitación tras la condena de Nikita Jruschov en el XX Congreso del PCUS de 1956 y el pleno conocimiento de los crímenes cometidos (Rees destaca en el volumen la persecución, cuando no exterminio, de los calmucos durante la guerra): para Putin y una amplia parte de la sociedad rusa actual, Stalin fue el líder que, sin disculpar sus crímenes (o quitándoles hierro), llevó a Rusia a la victoria en la Gran Guerra Patriótica: «Incluso hoy, en el siglo XXI, la popularidad de Stalin entre los rusos corrientes permanece alta Una encuesta mostró que el 70% de los rusos veían a Stalin en una luz positiva, otra le votó como “la figura pública más destacada” en la historia mundial. Y muchos de los veteranos que conocí, y que habían vivido a lo largo de la era de Stalin, también veían la historia con un fulgor nostálgico: echaban de menos el liderazgo “fuerte” de Stalin y la sensación de seguridad y propósito que habían sentido cuando vivían en la Unión Soviética» (pp. 398-399). Una cuestión que nos hace reflexionar sobre la memoria histórica y su manipulación, temas tan de moda hoy en día.
A la postre, no es un libro, reiteramos, novedoso en cuanto a los hechos que se presentan, ampliamente conocidos, pero sí incide en aspectos más sutiles sobre la gestión de una guerra por parte de sus líderes, su manera de tratar con subordinados políticos y con el alto mando militar, y en última instancia sobre el alcance de un carisma que es, precisamente, durante un conflicto bélico de esta envergadura cuando se pone a prueba. Y parte con la ventaja de que, siendo una obra para un público muy amplio en sus líneas generales, tiene el plus de que esos testimonios inéditos permitan que incluso aquellos lectores más especializados «aprendan» algo «nuevo». Aunque pueda parecer (y en cierto modo lo es) «más de lo mismo», el volumen de Rees juega contra los apriorismos del lector, que, si se deja, saldrá gratamente sorprendido por este libro.
1 comentario:
Me gusta el tópico candente
abrazo
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