Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Al final de Van Gogh, a las puertas de la eternidad, sobre un fondo amarillo (el color favorito de Vincent), escuchamos unos extractos de un texto de Paul Gauguin, con quien compartió amistad y una temporada de trabajo pictórico en Arlés, en la Provenza; un texto publicado en Essais d’Art Libre en enero de 1894 y que «certificó» para la posteridad el mantra de que Vincent van Gogh (1853-1890) estaba loco (un texto que se cierra con la afirmación: «Décidément, cet homme était Fou».). Cierto es que el pintor neerlandés pasó por diversas etapas de depresión y con episodios luctuosos, caso de aquel en el que, tras una discusión con Gauguin, Vincent se cortó una oreja y se la entregó a Gaby, una joven que se decía que era prostituta (en realidad trabajaba como limpiadora en el Café de la Gare de Arlés), para que se la hiciera llegar a Gauguin. En ese texto (“Natures Mortes”), Gauguin afirma que, en un momento determinado, Vincent escribió en una pared: «Je suis Saint Esprit – Je suis sain d’esprit», un juego de palabras que se podría traducir como «yo soy el Espíritu Santo, yo estoy cuerdo [estoy sano de espíritu, literalmente]». Pero atendamos a lo que parece decir Gaugin: «Oh, sí, él amaba el amarillo, el buen Vincent, ese pintor holandés. Esos destellos de luz del sol reavivaban su alma, que aborrecía la niebla y necesitaba la calidez. Cuando los dos estábamos en Arlés, ambos enloquecimos en una guerra continua por la belleza del color. Yo amaba el rojo, ¿dónde podía encontrar un bermellón perfecto? Él escribió con su pincel más amarillo en la pared, que de pronto se tornó violeta: “Je suis Saint Esprit, je suis sain d’esprit”» (la cursiva es nuestra). Una pasión por los colores y una «locura» que se intuye más figurada que real.
En ese juego de palabras se perciben también dos de las pasiones que fagocitaron la existencia de Vincent van Gogh, como ya mencionáramos en otra ocasión: la religión (fue predicador durante varios años, siendo, además, hijo de un pastor protestante) y la pintura. Dos pulsiones que se reflejan en este filme de Julian Schnabel (Antes que anochezca, Basquiat, La escafandra y la mariposa), predominando la pictórica, desde luego; no es casual, sin embargo, que en una de las secuencias más interesantes del filme Vincent (Willem Dafoe), recluido durante un año en un psiquiátrico en Saint-Rémy-de-Provence, mantenga una conversación con un sacerdote católico (Mads Mikkelsen), que finalmente autorizará el alta del «paciente». El sacerdote le pregunta por qué se cortó la oreja y se la entregó a Gaby («es una oferta extraña, ¿verdad?»), y le pregunta si a veces se siente furioso, a lo que Vincent le responde que sí y que suele pasear para calmarse, algo que suele funcionarle: «Siento que Dios es la naturaleza y que la naturaleza es belleza». El sacerdote le pregunta si piensa que el don de la pintura es algo que Dios le ha concedido; «es el único talento que me ha dado», responde Vincent. Con todo, el sacerdote no entiende como, siendo un «pintor nato», Vincent pinta unos cuadros que no comprende, que claramente no le gustan por los colores y las formas: «¿no te parece que esta pintura [le muestra una que tiene a mano]» es desagradable, fea?»; Vincent le responde: «¿por qué Dios me daría un don para pintar cosas feas y perturbadoras?». El sacerdote sigue sin entender(le): ¿cómo Dios ha podido conceder ese don a alguien que parece un desequilibrado y pinta como un desequilibrado? (en su óptica, claro está). Vincent le dirá: «A veces pienso que tal vez [Dios] eligió una época equivocada. Quizá Dios me hizo pintar para personas que aún no han nacido».
«Me considero un exiliado, un peregrino en la Tierra», le confiesa también Vincent al sacerdote en esa charla, y en cierto modo así lo vemos a menudo en este filme: vagando por los campos, sentándose para pintar en lo alto de un cerro o cerca de uno de esos campos de mieses que tanto le gustaba retratar, tumbado incluso en la tierra y observando el sol, la luz a través de los dedos de sus manos. Vincent sólo quiere pintar, disfrutar de su soledad y de la panorámica que la naturaleza le ofrece, y Julian Schnabel, director y guionista de este filme (y también pintor) nos lo muestra continuamente: ver a Vincent pintar, ya sea unas botas que se ha quitado en la habitación de la pensión o casa en la que se aloje, o unos campos en los que abundan los colores, es habitual en esta película y constituye uno de sus alicientes. De hecho, «vemos» a Willem Dafoe pintar (o dibujar) al estilo de Van Gogh, con sus pinceladas gruesas y el empastado propio de sus pinturas: los cuadros que aparecen en la película han sido realizados por el propio Dafoe, por Schnabel y por la artista Edith Baudrand. Pintar, sólo pintar, es una de las constantes de este filme. Y que le dejen pintar: es lo que pide cuando el doctor Felix Rey (Vladimir Consigny) le sugiere el internamiento en Saint-Rémy-de-Provence (allí pintará su “Noche estrellada”). En una secuencia previa, unos niños se acercan al pintor, que está pintando las raíces de un árbol, y le interrumpen y molestan: la cosa acaba con el pintor enfurecido cuando uno de ellos accidentalmente choca con el lienzo y les echa con cajas destempladas (la maestra lo tachará de loco). Al pasar por un pueblo, ya de noche, un niño le tira una piedra y Vincent se revuelve y lo zarandea; saldrá el padre del muchacho y con otros hombres golpean al pintor. La incomprensión de quienes le rodean (e incluso atacan por el hecho de estar solo y pintar de una manera que no acaban de entender) rodea a Vincent continuamente; ni siquiera parece que Gauguin, a pesar de las charlas que mantienen y las sesiones de pintura en común, acabe por comprender esa pasión tan extrema por la pintura (la suya es una postura más hedonista).
Schnabel construye una película que se centra en los últimos años de la vida de Van Gogh, seleccionando algunos episodios: su primer encuentro con Paul Gauguin (Oscar Isaac) en París, ambos descontentos con un cierto «formalismo» (si cabe) entre los impresionistas; la estancia que ambos pasaron en Arlés; la tierna relación con su hermano Theo (Rupert Friend), de los poquísimos que le entienden y quieren tal cual es (y que le mantiene económicamente); una conversación con madame Ginoux (Emmanuelle Seigner), la dueña del Café de la Gare, a la que pintaría en varias ocasiones; la repercusión limitada de la obra de Vincent (muy pocos cuadros vendió Vincent con la mediación de Theo), con la lectura de algunos fragmentos del artículo “Les Isolés” del escritor y teórico del arte Gabriel Albert Aurier (publicado en enero de 1890) y que escuchamos en la voz de Louis Garrel; su relación con el doctor Paul Gachet (Matthieu Amalric) en Auverse-sur-Oise en sus últimas semanas, o el misterio sobre su muerte: el director no asume la teoría de que Vincent trató de suicidarse, sino que recibió un disparo fortuito. A menudo la visión de la cámara deviene subjetiva (como cuando, al inicio del filme, se acerca a una mujer en un camino en el campo y oímos a Vincent pedirle que se pose para ella), en otras ocasiones la imagen es nerviosa (cámara al hombro) y muy cerca del propio Vincent, a apenas unos palmos de distancia; en otras, hay profundidad de campo, para captar esos escenarios campestres que tanto fascinaban al pintor; y a veces la imagen aparece ligeramente desenfocada en la parte inferior, como si viéramos el mundo con una cierta imperfección o se intuyera que Vincent padece alguna anomalía (¿metafórica?) que le hace ver las cosas, y pintarlas, de una determinada manera.
El resultado es un filme tremendamente interesante sobre diversos episodios de la vida de Vincent van Gogh y sobre la pasión por el arte; la pasión del artista más que la del interesado que observa un cuadro. Una pasión, cuando no obsesión, que atrapó al pintor neerlandés y que asumió con fruición y a veces tormento. Willem Dafoe nos deja otra de esas interpretaciones para el recuerdo: quizá sea algo mayor para un personaje que murió sin llegar a los cuarenta años de edad, pero, como ya realizó en Pasolini (Abel Ferrara, 2014), compone un papel de altura y memorable, digno de ser reconocido con una nominación a mejor actor protagonista (la primera de su carrera en esta categoría) en los premios Oscar recientemente entregados. Ya sólo por verle pintar, conversar y pasear por los campos vale la pena verle en este filme. De verdad de la buena.
PS: una vez que se despiden Vincent y el sacerdote, éste, tras observarlo por última vez, deja el cuadro que tenía en sus manos en un banco; inmediatamente le da la vuelta: sigue sin comprenderlo, sin gustarle.
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