Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
En Nightcrawler
(2014), Dan Gilroy ofreció una imagen nada esperanzadora de la
mediatización de la sociedad a través de la crónica de sucesos en unos
informativos locales, focalizando la atención en un “suministrador” de
imágenes, Louis Bloom (Jake Gyllenhaal), un parásito social que se
aprovecha de la desgracia ajena para medrar personalmente. Con su
segunda película como director, Roman J. Israel. Esq.,
Gilroy nos presenta a un personaje del todo diferente, el Roman del
título (interpretado por Denzel Washington), que constantemente añade el
“Esquire” a su nombre –un término de origen británico, a medio camino
entre el caballero y el ciudadano común, como especifica Roman en un
momento determinado del filme, y que en Estados Unidos es equivalente a
abogado–, un letrado que defiende el valor del activismo social pero
está anclado vitalmente en el pasado, y que verá como su mundo cambia
cuando su socio en el pequeño bufete legal en el que trabaja sufre un
infarto y finalmente fallece.
Roman es muy peculiar, una persona que socialmente parece vivir en su
propio mundo (¿padece quizá el síndrome de Asperger como Washington ha
dejado entrever en alguna entrevista?), desaliñado con un traje que ha
vivido mejores épocas, un peinado a lo afro y siempre escuchando música
de los años setenta con unos auriculares de los que nunca se desprende.
Vive solo en un apartamento en el que el tiempo no pasa, no parece tener
amigos y camina de manera desgarbada. Una persona que si te la cruzaras
en la calle pensarías que de qué antro ha salido. Pero Roman conoce al
dedillo las leyes y los códigos jurídicos, es capaz de citar la
jurisprudencia de un caso y es muy hábil realizando el trabajo que hay
detrás de la exposición de un caso en un tribunal de justicia. Su socio
es la cara visible del bufete, quien acude al tribunal y representa a
sus clientes; Roman es la cara oculta, el ordenador con patas que
redacta el papeleo y pone en boca de su socio lo que debe decir para
sacar del apuro al cliente.
Por
ello, acostumbrado a hacer las cosas de una cierta manera, a moverse en
un círculo muy reducido y a que le dejen vivir con sus idiosincrasias,
el fallecimiento de su socio supone un cambio, un despertar en pleno
siglo XXI, para el que no está preparado. Y el aterrizaje en este “nuevo
mundo” no será cómodo ni fácil: la familia de su socio ha dejado en
manos del agresivo y joven abogado George Pierce (Colin Farrell) la
tutela del bufete… y del propio Roman. Con un estilo muy diferente,
adaptado a la crudeza del mundo actual, en la que la defensa legal es un
negocio, no una labor social, el bufete de Pierce representa todo lo
contrario en lo que Roman ha creído siempre (la abogacía como una pieza
esencial en el engranaje de la justicia y concebida como espolón de proa
de la defensa de los derechos civiles). Cuando Pierce, que no está para
“tonterías” del pasado, obliga a Roman a actuar como lo que no es, éste
tomará una decisión que cambiará para siempre su vida y su manera de
entender la administración de la justicia.
En este sentido, pues, Roman J. Israel, Esq. es un cuento moralista
moderno con una sutileza más bien justita, pero una película de
personajes más que interesante. Nos interesa Roman, su actitud ante la
vida y el oficio de abogado cuando se le saca de su zona de confort y se
le obliga a interrelacionarse con personas y situaciones para las que
su bagaje no le ha dado una hoja de instrucciones. El código moral de
Roman está desfasado para el nuevo bufete en el que trabaja, para los
funcionarios de la justicia o incluso sus propios clientes. Ya nadie
cree en el ejercicio de la abogacía como mecanismo para que una sociedad
progrese, se infiere, y el empeño inicial de Roman por “recordarlo”
sólo provoca el silencio y el vacío a su alrededor; podrá tener un
póster con Angela Davis en su casa, pero en el trabajo se le respetará
si luce un traje nuevo (y a poder ser caro). El mensaje que deja el
filme es que la defensa legal es un negocio, con pros y contras en
función de lo que sea rentable para el bufete y resulte aceptable para
fiscales que piensan más en su carrera que en los años de más o de menos
que un acusado pase en prisión, y Roman se convierte en una metáfora de
aquello que ha quedado atrás, aquel idealismo que hoy en día resulta
incómodo (como poco) cuando no trasnochado. En ese sentido, Gilroy traza
bien la tragedia personal de un personaje y sobre ella pone toda la
carne en el asador, pero deja la trama como un plato apenas probado;
cierto es que con algunas evoluciones personales (a su manera, George y
Maya se verán influenciados por el devenir de Roman) y un final en el
que idealismo del protagonista no acabará en saco roto (a priori…).
Con todo, al margen de algunas carencias argumentales y de la
construcción de un “personaje creado para ganar un Oscar” (Washington
suma otra nominación), esta no es una película nada despreciable: se ve
con agrado y con un cierto deseo que de que el personaje triunfe por
encima de la mediocridad y la banalidad que lo envuelven. Al final nos
queda una película que subraya la necesidad de no olvidarnos por
completo del idealismo, que funciona bien dentro del género del drama
legal y que depara otra buena interpretación de un Denzel Washington que
nunca desentona y que, a sus sesenta y cuatro años, se permite el lujo
de hacer lo que quiere; y en este caso ha querido recordarnos el valor
del activismo social por parte de un inadaptado social. Paradojas de la
vida.
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