Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Para los que peinamos canas y lo vimos por televisión, John McEnroe fue un tenista que ofrecía titulares y una cierta diversión cuando perdía los nervios ante la decisión de un juez de silla –cómo no recordar su famoso “You cannot be serious!”, que le espetó a un juez en un partido del torneo de Wimbledon–, pero su juego no era especialmente elegante (al margen de sus magistrales voleas). Hoy en día, acostumbrados al estilo de juego de Roger Federer, la fuerza de Rafa Nadal o (si vuelve por sus fueros) la técnica agresiva de Novak Đoković, lo máximo que tenemos en cuanto a “mala leche” en una pista de tenis lo relacionamos con el australiano Nick Kyrgios, muy lejos de un McEnroe que podía tener muy malos modos en partido –encarándose al público, tirando raquetas al suelo o protestando porque una pelota dio fuera–, pero al menos era todo un talento. “Big Mac” se retiró en 1992, tras una laureada y larga carrera: cuatro Open de Estados Unidos y tres “ensaladeras de plata” de Wimbledon, además de otros 70 títulos individuales. Más lejos nos queda el recuerdo de Björn Borg, el tenista sueco con quien mantuvo McEnroe una rivalidad deportiva a principios de los años 80 (y una amistad posterior), y que marcó una era entre 1973 y 1981: ganó 96 torneos, entre ellos cinco Wimbledon (entre 1976 y 1980) y seis Roland Garros (cuatro de ellos consecutivos entre 1978 y 1981; la cifra de seis triunfos en París sólo sería superada por Rafa Nadal en 2012, que no se quedó ahí y a fecha de hoy ha ganado diez “Copas de los Mosqueteros”). Borg, apodado “Iceman” –este sí lo era y no el piloto de Fórmula 1 Kimi Räikkönen, que como mucho de queda en “sangre de horchata”–, se retiró a los 26 años de edad como uno de los grandes tenistas de la historia del deporte, un hombre elegante y letal en el juego, alguien que no parecía inmutarse en la pista. Parece, sin embargo, que Borg no estaba muy alejado de McEnroe en cuanto a carácter, o al menos así se refleja en Borg McEnroe, película del danés Janus Metz, que, finalmente, llega a la cartelera española tras su paso por el Festival de San Sebastián de septiembre de 2017.
Hasta qué punto lo que se nos cuenta sobre la personalidad de Borg y McEnroe en este filme es realidad o una licencia quedará en manos de quienes la han realizado, Metz y el guionista sueco Ronnie Sandahl; Borg no se ha pronunciado al respecto, mientras que McEnroe comentó hace unos meses que la película se “inventaba algunas cosas” y que le hacía quedar “como un gilipollas”. Tampoco los actores que interpretan a Borg y McEnroe, Sverrir Gudnason (físicamente muy parecido al tenista sueco) y Shia LaBeouf (tan irascible como el tenista estadounidense), respectivamente, han hablado con ellos. Curiosamente, el hijo de Borg, Leo, aparece en el filme interpretando a su padre siendo niño, con lo cual Björn no parece que quedara a malas con la producción.
Borg y McEnroe, en la realidad y en la película. |
«El tenis emplea el lenguaje de la vida. Ventaja, servicio, culpa, descanso, amor. Cada partido es la vida en miniatura». Con esta cita de Andre Agassi se inicia un filme que por el título se intuye que quiere retratar la rivalidad deportiva de los dos tenistas, con el torneo de Wimbledon de 1980 en cuya final ambos parecían estar predestinados a jugar. De hecho, el filme pivota sobre la obsesión de ambos jugadores sobre dicha competición: para Borg suponía ganarla por quinta vez y de manera consecutiva, una presión que la prensa de aquellas semanas previas no dejó de destacar y exacerbar, hasta el punto de hacer mella en la (aparente) calma del jugador. Para McEnroe significaba enfrentarse a quien parecía ser su máximo rival, alguien a quien no conocía aún y que de alguna manera le obsesionaba. Borg tenía 24 años y lo había ganado (casi) todo, mientras que McEnroe, a sus 21 años y número uno del mundo durante cuatro semanas en marzo de aquel año, aún no había ganado un Grand Slam. Pero, en realidad y como el lector puede sospechar, este no es un filme que se queda en lo meramente deportivo; la cita de Agassi sintetiza muy bien que el tenis no deja de ser una paráfrasis de la vida, de cómo nos comportamos en ella, de cómo la vivimos. Y es una metáfora de la tensión en estado puro: tensión por la ambición de ganar y el miedo a perder, pero también tensión vital.
Por ello la película de Metz se retrotrae, mediante flashbacks, a la infancia y juventud de ambos tenistas, especialmente la de Borg: un chico que no parecía al principio destinado a ser un jugador de tenis (también practicó el hockey en sus años mozos) y que, con todo, se dedicó al deporte de la raqueta desde bien joven. Pero la adolescencia de Borg fue tumultuosa, con un fuerte carácter e incluso una violencia que ya la quisiera (es un decir) McEnroe años después. “Eres una olla a presión”, le dice Lennart Bergelin (Stellan Skarsgård), capitán sueco de la Copa Davis y pronto entrenador de Borg, quien intuye que tras las rabietas del joven Borg hay mucho más. En el filme Bergelin se erige en la persona que cambió al irascible muchacho por el “hombre de hielo”, enseñándole a calmar su ímpetu, a canalizarlo en su juego, en ganar cada punto, nada más. Por su parte, la infancia de McEnroe, en un único flasback, nos muestra la presión familiar por ser siempre el mejor, no quedarse con ganar sin más: debe arrasar. La personalidad explosiva del joven John parece surgir como reacción a esa tensión inculcada desde casa, una manera de mostrar personalidad propia, aunque sea a costa de mostrarse como un imbécil (como en su partido de cuartos de final de Wimbledon frente a su compatriota Peter Fleming, a quien parece minar psicológicamente desde el mismo vestuario).
De este modo, Borg McEnroe se mueve con comodidad en el terreno del retrato psicológico y en el ambiente que rodeó el torneo de Wimbledon de 1980: Borg lidiando con el peso de la fama en Mónaco (esa secuencia en un bar donde se oculta de la presión mediática y la conversación con el camarero, que no lo reconoce, alabando el “trabajo normal” de éste, que parece envidiar, o la sensación de ahogo ante la manera en que sus asesores parecen diseñarle su carrera e incluso su próxima boda); McEnroe estresándose ante la eventualidad de una final con Borg en Wimbledon (los inputs que le da Vitas Gerulaitis [Robert Emms] sobre lo metódico que es Borg, cuando en realidad era un volcán a punto de estallar; el cuadro del torneo que McEnroe dibuja en la pared de la habitación del hotel en Londres). En muchos momentos parece que el filme no trata sobre dos tenistas y una final que disputar, sino sobre tensiones y la adicción a un deporte que es mucho más que un medio de vida: es un modo de vivirla, hasta el límite y más allá.
Por supuesto, la segunda parte del filme nos muestra el torneo, las diversas fases del mismo, con un buen estilo que los aficionados al tenis podrán reconocer y aprobar. Y esa final para la que estaban predestinados a jugar. Si el lector de esta crítica no vio ese partido, no sabe quién ganó y es capaz de no buscar por Google qué sucedió en esa final –el “partido del siglo”, lo definió la prensa de la época, y desde luego lo fue hasta la final de Wimbledon de 2008 entre Federer y Nadal–, cuanto menos sepa, mejor; déjese llevar por la “tensión” fílmica y por un partido muy bien recreado (hay poco que criticarle a este filme al respecto de lo deportivo). Como sucediera en Rush (Ron Howard, 2013), la espléndida película escrita por Peter Morgan (The Queen, Frost/Nixon, la serie The Crown) sobre otra gran rivalidad deportiva, esta vez en la Fórmula 1 –el metódico e irritable Nikki Lauda (Daniel Brühl) frente al playboy James Hunt (Chris Hemsworth)– y el fatídico campeonato del mundo 1976, Borg McEnroe nos cuenta mucho más que un torneo de tenis y una final.
Por supuesto, la segunda parte del filme nos muestra el torneo, las diversas fases del mismo, con un buen estilo que los aficionados al tenis podrán reconocer y aprobar. Y esa final para la que estaban predestinados a jugar. Si el lector de esta crítica no vio ese partido, no sabe quién ganó y es capaz de no buscar por Google qué sucedió en esa final –el “partido del siglo”, lo definió la prensa de la época, y desde luego lo fue hasta la final de Wimbledon de 2008 entre Federer y Nadal–, cuanto menos sepa, mejor; déjese llevar por la “tensión” fílmica y por un partido muy bien recreado (hay poco que criticarle a este filme al respecto de lo deportivo). Como sucediera en Rush (Ron Howard, 2013), la espléndida película escrita por Peter Morgan (The Queen, Frost/Nixon, la serie The Crown) sobre otra gran rivalidad deportiva, esta vez en la Fórmula 1 –el metódico e irritable Nikki Lauda (Daniel Brühl) frente al playboy James Hunt (Chris Hemsworth)– y el fatídico campeonato del mundo 1976, Borg McEnroe nos cuenta mucho más que un torneo de tenis y una final.
Puede resultar una película algo convencional, siguiendo algunos de los códigos del género deportivo, pero desde luego resulta (sea verídico o no todo lo que se cuenta) un interesantísimo (y muy entretenido) ejercicio sobre personalidades en tensión. Porque el tenis puede ser como la vida, parafraseando a Andre Agassi, y si uno no pone en él todo lo que tiene de sí mismo no logrará triunfar. La fortuna favorece a los audaces, que decían los clásicos. Y desde luego Borg y McEnroe no fueron unos tenistas cualesquier. Jugaron al límite, en todos los sentidos, y este muy meritorio filme deviene una metáfora (otra más) sobre lo que supone vivir en plena tensión para llegar a un objetivo; aunque, claro está, para Borg esa tensión tan estirada al máximo (o la falta de motivación) explique que se retirara tan pronto. Quién sabe.
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