Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Yorgos Lanthimos llamó la atención en 2009 con su
filme Canino y confirmó su trayectoria en 2015 con Langosta,
peculiarísima y muy íntima revisitación de una ciencia-ficción que
últimamente nos está dando muchas alegrías. En esta ocasión, el director
y guionista griego remite su última película. El sacrificio de un
ciervo sagrado, a la ley del talión y a un mito sobre el castigo y la
retribución; palabras que, por cierto, y de una manera muy descarnada,
veremos convertirse en realidad en un momento determinado del filme,
cuando uno de los personajes se arranca de un mordisco un pedazo de
carne de su brazo y lo escupe, y le dice a otro que lo que acaba de
contemplar es una «metáfora». Y es que el mito de Ifigenia está presente
más allá del título de la película. Un mito que cuenta cómo Agamenón
tuvo que hacer frente a la venganza divina tras cazar a un ciervo en un
bosque consagrado a Artemisa y regodearse de ser el mejor cazador; ante
tal soberbia (hubrys), la diosa impidió que los vientos llevasen a las
naves griegas a Troya hasta que el caudillo aqueo no realizara un
sacrificio de sangre: ese sería su castigo (némesis).
La arrogancia también rodea a Steven Murphy, un afamado cardiólogo,
acostumbrado a un estilo de vida propio de una clase media-alta muy
acomodada: un buen trabajo, reconocimiento, una casa amplia en las
afueras, relojes caros que se cambia cada cierto tiempo, un buen coche.
Su esposa, Anna (Nicole Kidman), es una oftalmóloga con clínica propia y
ambos tienen dos hijos, Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic). La
vida de esta familia es tranquila pero también insustancial, con
conversaciones tan cotidianos como banales; incluso los momentos íntimos
entre Steve y Anna están teñidos de una cierta afectación. Tras una
operación a corazón abierto (secuencia inicial muy impresionable, por
cierto), Steven queda con un muchacho, Martin (Barry Keoghan), con quien
parece mantener una relación cercana. Steven presentará a Martin en su
familia (y pronto descubriremos que le une al muchacho), pero no imagina
que las cosas se pondrán cada vez más incómodas con la presencia de
Martin cerca de sí y los suyos, y con el mensaje que finalmente
desvelará. Cuando el pequeño Bob un día no pueda caminar se iniciará una
senda que conducirá a esta familia a la desesperación, y a Steven al
castigo y la retribución.
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Inevitablemente surgen las referencias de películas como Funny Games
de Michael Haneke en el tramo final, del Kubrick de La naranja mecánica
y El resplandor e incluso de filmes tan sensorialmente densos como
Carretera perdida de David Lynch, y que Lanthimos parece querer pasar
por su propio tamiz. Pero, para quien esto escribe, lo que sobrevuela la
película es el eco de la tragedia de Sófocles y Eurípides, de Edipo Rey
y Antígona del primero a Medea e Ifigenia en Áulide del segundo. Pero
lo cierto es que cuanto menos se “sobreanalice” esta cinta, mejor,
dejando al espectador la sensación epidérmica de haber contemplado una
tragedia clásica con lenguaje cinematográfico y muchas escenas en las
que no queda claro lo que se quiere decir. Hay muchos momentos en que
los personajes actúan con una también aparente contradicción entre lo
que muestran de sí y lo que son, y parecen querer ir más allá de lo que
se ha decidido que sea su destino. Los diálogos a menudo son escuetos y
priman más los silencios incómodos y las imágenes descorazonadoras.
Precisamente es la incomodidad, aunque diría más, el desconcierto lo que
prima a medida que la trama (o el cumplimiento de un mandato divino) se
va mostrando en sus más desgarradores detalles y en un crescendo cada
vez más insoportable para los personajes; una sensación que también se
traslada a los espectadores, que asistimos a este “drama” entre el
estupor y la incredulidad.
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