Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Como el Gordo de Navidad y los anuncios de
turrones que vuelven a casa por dichas fiestas –o de perfumes, que van
de lo variopinto, lo críptico y lo absolutamente banal (en esto Paco
Rabanne se suele llevar la palma)–, Woody Allen (n.1935) llega a su cita
anual con el respetable cinéfilo. Superada la cincuentena de películas
dirigidas por el director neoyorquino, Wonder Wheel (La noria de Coney
Island) es la segunda cinta que Allen ha realizado bajo el paraguas de
Amazon Studios, que también le encargaron hace un año y pico una
miniserie, Crisis in Six Scenes, que pasó sin pena ni gloria y que ni el
propio Allen apostó demasiado por ella. Como es habitual, Allen sitúa
la trama en su escenario favorito, Nueva York, esta vez en la zona
residencial al sur de Brooklyn en la que se ubica un enorme parque de
atracciones; y traslada la acción a los años cincuenta del pasado siglo
XX, con los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial recientes para
algunos personajes y en un ambiente de recuperación de la moral del
país. Un país que lo que quiere es entretenerse, divertirse, disfrutar
de la playa, una buena cerveza y una noria.
La noria en Wonder Wheel juega un papel secundario y en realidad más
metafórico que real: los estados de ánimo que suben y bajan. Un
narrador semi omnisciente –y que pronto jugará un papel en la trama–
actúa como coro en una trama con un cierto aroma teatral (no al estilo
de William Shakespeare, sino más bien al de Tennessee Williams) y nos
presenta a los personajes: Humpty Rannell (Jim Belushi), un ex
alcohólico (y para quien lo de “ex” siempre es algo provisional) es el
encargado de unas de las atracciones del parque de Coney Island (un carrusel) y está
casado, en segundas nupcias, con Ginny (Kate Winslet), una camarera y
antigua actriz, y (mal)viven en un apartamento demasiado cerca del
petardeo de la caseta de tiro al blanco, lo cual pone siempre de los
nervios a una Ginny doliente por las recurrentes migrañas. Ambos tienen
un hijo de sus anteriores relaciones: por un lado, Carolina (Juno
Temple), hija de Humpty y que tiempo atrás se peleó con su padre después
de casarse con un mafioso y desaparecer sin más; y Richie (Jack Gore),
hijo de Ginny, apasionado por el cine y pirómano en sus ratos libres
(que son muchos), lo cual provoca más de un susto a la pareja. La vida
es sencilla, rutinaria, aburrida incluso, aunque hasta cierto punto para
Ginny, que mantiene una relación con Mickey (Justin Timberlake),
escritor en ciernes que trata de ganarse la vida como socorrista local a
la espera de que llegue el gran éxito literario. Como suele ser
habitual en las películas de Woody Allen, la llegada por sorpresa de un
personaje, en esto caso la ausente Carolina, quien huye de su posesivo
marido, para alterar las vidas de una familia nada modélica y poner a
prueba la estabilidad emocional de unos personajes que van a la deriva.
Wonder Wheel es una de esas películas que Allen parece escribir y
dirigir con el piloto automático y que acostumbra a ofrecernos desde ya
hace un par de décadas (al menos). Sus temas, o sus obsesiones, de
siempre aparecen otra vez: los celos, la infidelidad, las oportunidades
perdidas, el egoísmo, incluso la mezquindad, y que a grandes rasgos
encarna un personaje central como Ginny, encarnado por una pletórica
Kate Winslet (su interpretación huele a Oscar, ya veremos si la Academia
se acuerda de ella). Las migrañas de Ginny son recurrentes, así como
sus problemas y las (malas) decisiones que toma; en ella Allen pone lo
mejor de un guion que transita por lugares comunes en la filmografía del
director y que evoca otras cintas suyas como, por ejemplo, Delitos y
faltas, Match Point o Blue Jasmine. Un personaje también tan intenso
(aunque a ráfagas) como el de Humpty permite a Jim Belushi volver a la
escena con una también muy apasionante interpretación, mientras que Juno
Temple domina bien las fragilidades (y las esperanzas) de su rol,
quedando Justin Timberlake algo encorsetado en su (doble) papel en este
filme. La nota de comedia la pondrá el pequeño Jack Gore con sus
trastadas pirómanas en un filme de diálogos a ritmo de montaña rusa (más
que de noria) y en el que lo que destaca es algo a lo que
tradicionalmente Woody Allen, señor de la palabra, no nos tiene
especialmente acostumbrados (aunque nunca suele olvidarse de ella): la
imagen. Y es que la fotografía de Viittorio Storaro es precisamente uno
de los alicientes de este filme, con encuadres espléndidos (como el que
recoge el póster de la película), colores cálidos que destacan en
momentos concretos (y en general íntimos) de la trama y una luz que
recorre diversos momentos del día y varios de los estados de ánimo de
los personajes, en especial Ginny.
Ya en su anterior filme, Café Society, Allen contó con Storaro en la
fotografía y añadió un plus de melancolía en el tramo final (el mejor
de la película). En esta ocasión esa melancolía se tiñe de drama en el
sentido más amplio de la palabra, incluso el teatral. Hay un poso de
estructura dramática en este filme, de evocación de obras de Tennessee
Williams, al que mencionábamos antes, y especialmente de un Eugene
O’Neill que parece obsesionar a uno de los personajes (o incluso al
propio director); todo ello pasa por el tamiz sutil de las propias
obsesiones cinematográficas de Woody Allen. Y añade algo de Anton
Chéjov, también evocado en el filme. Una mezcla poderosa, se dirá, quizá
no del todo bien combinada o incluso medida (y más en un medio y un
lenguaje como el del cine), pero que nos deja una historia muy
interesante sobre el agobiante transcurrir del tiempo (y lo que dejamos
pasar) y las esperanzas frágiles que se pueden romper en cualquier
momento. Ginny es el centro de una trama a la que se ven esas costuras
teatrales, sí, pero que nos arrastra, como al propio personaje, hacia
una resolución también bajo el signo del drama o, yendo más allá, de la
tragedia griega clásica que nunca nos abandona del todo.
El resultado es una película muy estimable, no de lo mejor de un
Woody Allen que últimamente nos atrapa y nos deja fríos de manera
alternativa –el riesgo de la entrega anual: no puedes siempre ofrecer o
encadenar historias perfectas–, pero sí destacable por el entorno visual
(espléndida fotografía). La melancolía de la anterior película
(recordemos que Allen ya tiene 82 años), de un pasado que no siempre fue
mejor pero que recordamos con una cierta añoranza, se conjuga ahora con
un cierto pesimismo vital. Y es que los años no pasan en balde y los
sueños van quedando demasiado atrás, como las oportunidades perdidas…
¿también las de Woody Allen en este caso?
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