Crítica publicada previamente en Fantasymundo.
La Segunda Guerra Mundial se luchó en muchos frentes y uno de ellos fue el cine de propaganda. Con esta etiqueta podemos evocar la labor de cineastas, guionistas y actores en ambos bandos que crearon y participaron en filmes para mantener y elevar la moral en el frente doméstico, en la retaguardia. Alemanes y estadounidenses, especialmente, jugaron un rol predominante, los primeros desde antes de que estallara la contienda (y con el empeño del ministro de Propaganda Joseph Goebbels y los estudios UFA) y los segundos una vez entraron en ella en diciembre de 1941. Al respecto de estos últimos, recientemente Netflix ha emitido la estupenda miniserie documental La guerra en Hollywood (Five Came Back: A Story of Hollywood and the Second World War), en la que cinco directores contemporáneos (Steven Spielberg, Franciss Ford Coppola, Guillermo del Toro, Paul Greengrass y Lawrence Kasdan) presentan y narran la experiencia de cinco grandes directores de la época dorada de Hollywood durante la guerra y los documentales que realizaron en esos años: William Wyler, John Huston, Frank Capra, John Ford y George Stevens. No fue menos importante el esfuerzo de soviéticos y británicos, y para estos últimos, cuando tras la caída de Francia en Europa occidental quedaron prácticamente solos ante el enemigo alemán, el cine fue, con mayor motivo si cabe, una herramienta esencial.
La Segunda Guerra Mundial se luchó en muchos frentes y uno de ellos fue el cine de propaganda. Con esta etiqueta podemos evocar la labor de cineastas, guionistas y actores en ambos bandos que crearon y participaron en filmes para mantener y elevar la moral en el frente doméstico, en la retaguardia. Alemanes y estadounidenses, especialmente, jugaron un rol predominante, los primeros desde antes de que estallara la contienda (y con el empeño del ministro de Propaganda Joseph Goebbels y los estudios UFA) y los segundos una vez entraron en ella en diciembre de 1941. Al respecto de estos últimos, recientemente Netflix ha emitido la estupenda miniserie documental La guerra en Hollywood (Five Came Back: A Story of Hollywood and the Second World War), en la que cinco directores contemporáneos (Steven Spielberg, Franciss Ford Coppola, Guillermo del Toro, Paul Greengrass y Lawrence Kasdan) presentan y narran la experiencia de cinco grandes directores de la época dorada de Hollywood durante la guerra y los documentales que realizaron en esos años: William Wyler, John Huston, Frank Capra, John Ford y George Stevens. No fue menos importante el esfuerzo de soviéticos y británicos, y para estos últimos, cuando tras la caída de Francia en Europa occidental quedaron prácticamente solos ante el enemigo alemán, el cine fue, con mayor motivo si cabe, una herramienta esencial.
Y es que Inglaterra tuvo
que lidiar en solitario durante más de un año y medio y refugiarse en
su insularidad, tras evacuar sus tropas el continente desde Dunkerque a
finales de mayo de 1940; luego llegó el temor a una invasión anfibia
alemana que finalmente no se produjo, lucharon los pilotos de la RAF
(“nunca en el ámbito del conflicto humano tantos debieron tanto a tan
pocos", en la famosísima frase de Winston Churchill) contra los de la
Luftwaffe en los cielos (la Batalla de Inglaterra) en el verano
siguiente, y sufrió la población civil los efectos de los bombardeos
sobre Londres y otras ciudades del sur del país durante el Blitz en
otoño y hasta la primavera del año siguiente. La población británica,
pues, necesitó estímulos para resistir y el Gobierno británico, a través
del Ministerio de Información, puso todos los mecanismos a su
disposición para que productores, directores, guionistas y actores, así
como el personal técnico, dieran lo mejor de sí mismos para crear
historias que inspiraran a la nación. Las consignas oficiales fueron
simples: películas con “autenticidad y optimismo”, no hacía falta nada
más. Su mejor historia –buena adaptación del título original, Their
Finest, que remite a uno de los mejores discursos de Churchill durante
la guerra, “This was their finest hour”– nos cuenta la historia, valga
la redundancia, de una película escrita a varias manos e interpretada
por actores dispuestos a darlo todo para mantener el espíritu del pueblo
británico en unos momentos tan difíciles.
Película netamente británica en todos los sentidos y dirigida con
eficacia por la danesa Lone Scherfig –Italiano para principiantes,
Wilbur se quiere suicidar, An Education, One Day (Siempre el mismo
día)–, Su mejor historia se basa en la novela Their Finest Hour and a
Half de Lissa Evans y nos sitúa en el Londres de un muy avanzado otoño
de 1940, cuando se produce el Blitz (la campaña de bombardeos alemanes
sobre objetivos civiles). Catrin Cole (Gemma Arterton) pasa una
entrevista en el Ministerio de Información pero el trabajo que se le
ofrece no es el de secretaria, sino de redactora para cortos de
propaganda. “Casada” con Ellis (Jack Huston), un pintor galés que fue
herido como voluntario en la Guerra Civil española, Catrin inicia sus
pinitos en el mundillo cinematográfico de la época realizando pequeñas
campañas; un mundillo en el que las mujeres cobran menos que los
hombres, que ven con la desconfianza y el machismo institucionalizado de
aquellos tiempos como, mientras ellos luchan en primera línea, las
mujeres ocupan sus puestos de trabajo en la retaguardia. Una actitud que
a su manera comparte Ellis, que desearía regresar a Gales para preparar
una exposición y considera lógico que Catrin se venga con él, pues a
fin de cuentas ha de ser el hombre el que lleve el dinero a casa y
mantenga a la familia. Pero Catrin ha descubierto un nuevo mundo laboral
que no quiere abandonar…
Apartada de un rodaje a raíz de un choque con el afamado actor
Ambrose Hilliard (Bill Nighy), Catrin recibe el encargo de buscar
historias que desarrollar en filmes de propaganda. Y así llega a sus
manos el caso de dos hermanas gemelas, Rose y Lily, que se llevaron el
barco de su borracho padre, sin que este lo supiera, hacia Francia
cuando, en ocasión de la evacuación de Dunkerque, la Armada solicitó la
colaboración de los pescadores y marinos civiles; el motor del barco, el
Nancy Starling, se averió antes de llegar a su destino pero pudo ser
remolcado de regreso a Inglaterra y llevó a bordo algunos soldados
británicos y franceses que iban con el remolcador (de este modo la
prensa recogió erróneamente su historia, dando por cierto que habían
llegado a la costa francesa y recogido a los soldados como otros tantos
barcos ingleses). Catrin ve ahí una idea para un guion y la transmite a
sus superiores, que la aceptan y dan órdenes de escribir la historia y
preparar el rodaje. De este modo, y aun a riesgo de perder su empleo por
haber mentido, Catrin pasa a trabajar con dos peculiares guionistas: el
veterano Raymond Parfitt (Paul Ritter) y el más joven (y autodidacta)
Tom Buckley (Sam Claflin), con quien tendrá sus más y sus menos, pero
que se convertirá a su manera en su particular Pigmalión. La mentira no
tarda en ser descubierta pero la historia de las hermanas y su barco no
se desecha: se mantiene la esencia (el valor de un humilde barco civil
en Dunkerque, con las gemelas y su “tío Frank”, en lugar del violento
padre) y se añade, a instancias gubernamentales, a un personaje
estadounidense, interpretado por un piloto voluntario de aquel país
(periodista de guerra en el filme), de manera que la película puede
utilizarse al otro lado del Atlántico para cimentar la colaboración
entre los dos países (recordemos que, formalmente, Estados Unidos se
mantuvo neutral hasta Pearl Harbor, aunque ayudó económicamente al Reino
Unido).
La película desarrolla con sencillez y eficacia una buena trama que
conecta con el público, y no es para menos: evocar el esfuerzo de toda
la sociedad británica en aquellos meses en los que se enfrentó en
solitario a la Alemania de Hitler es algo que capta enseguida la
benevolencia del público… incluso del no británico. Se muestra con buena
mano narrativa los estragos del Blitz en Londres: cómo la gente siguió
con sus vidas y sus trabajos de día, teniendo que acudir a refugios en
sótanos de edificios y en las estaciones de metro durante los bombardeos
nocturnos, sin saber con certeza si al regresar a sus casas no las
encontrarían arrasadas. Scherfig es metódica y al mismo tiempo sutil en
la recreación de ese ambiente, gracias a un guion que con lo justo y
necesario detalla los aspectos de la vida cotidiana: el racionamiento en
la comida, la estoica resistencia de los civiles, el esfuerzo de
guerra. Se reivindica el papel de las mujeres en ese esfuerzo de guerra,
ya sea en las fábricas de armamento, como enfermeras o trabajando, como
Catrin, en la industria cinematográfica, y aun sabiendo que su labor
está peor pagada que la de sus compañeros masculinos y que su nombre no
aparecerá en los títulos de crédito.
Quizá por ello resulta especialmente divertido un personaje como el
de Phyl Moore (Rachael Stirling), una especie de funcionaria que hace de
enlace del Ministerio de Información con la productora y el rodaje, que
suele ir vestida a menudo con ropa masculina –y sin caer en una
superficial “androgización” de la figura femenina–; en un momento de la
trama le confiesa a Catrin que la desconfianza que tienen los hombres
hacia la presencia de las mujeres en el rodaje se debe al temor de que,
cuando acabe la guerra y regresen aquellos que estuvieron en combate,
ellas no quieran renunciar a las nuevas oportunidades laborales y se
nieguen a volver al hogar como espacio “natural” que les corresponde
como tales. De hecho, la película no esconde un mensaje feminista, cosa
que aplaudimos: en el esfuerzo de guerra, como en otras tantas
situaciones en la vida, las mujeres son tan eficientes como los hombres
en todo tipo de puestos de trabajo; en el caso de Catrin, asistimos a su
evolución como mujer que no se resigna a ser esposa y ama de casa, y
que quiere medrar en su profesión. Su personaje, en ocasiones de manera
algo forzada, es quien aporta una solución “narrativa” cuando el guion
se encalla, o es capaz de dar las directrices adecuadas a actores que
hasta entonces la miraron por encima del hombro, como Hilliard. No evita
la película el planteamiento de un cierto triángulo sentimental, Catrin
con su marido y Buckley, pero sin que precisamente la cuota romántica
acabe pasando factura al filme, y sin devaluar el papel de la mujer como
alguien capaz de superar problemas sin que tenga que venir un hombre a
solucionarlos, y desde luego como quien no sólo espera al príncipe azul.
Estamos ante una película con muy buenos actores británicos, que se
sienten cómodos en los roles asignados y ello se percibe en la gran
pantalla. A los ya citados añadamos a Eddie Marsan, Helen McCrory, Henry
Goodman, Richard E. Grant y una breve participación de Jeremy Irons
como el ministro de Guerra que recita fragmentos de la muy pertinente
arenga de San Crispín en Enrique V de Shakespeare; una obra de teatro
que sirvió especialmente a levantar la moral en aquellos años y que tuvo
una sensacional adaptación cinematográfica a cargo de sir Laurence
Olivier en 1944. Prácticamente todo funciona bien: un buen guion y un
buen ritmo (si acaso, como principal crítica se puede decir que la cosa
se alarga un poco en el tramo final), una también muy adecuada música a
cargo de la siempre solvente Rachel Portman; sobrevuela también un tono
de comedia romántica que no se come el trasfondo de la película y una
cierta emotividad (que no ñoñería) envuelve algunos momentos del filme,
como, por ejemplo, la canción que entona Bill Nighy (qué bien está
siempre este actor) en una taberna o algunos momentos duros para Catrin.
Hacia el final, el cine mira al cine y se cierra un círculo que desde
el principio apuntaba a la idea de que las películas pueden sacar lo
mejor de nosotros mismos y “en nuestra mejor hora”.
Su mejor historia es, en definitiva, una muy recomendable película
con la que, simplemente, dejarnos llevar y disfrutar. Vale mucho la pena
y más en estos tiempos en que la vacuidad y la pirotecnia suelen
monopolizar las grandes pantallas.
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