El tiempo es un concepto que Christopher Nolan ha “gestionado” de diversas maneras en su filmografía. En Memento, la trama se cuenta de manera no lineal, con flashbacks y forwards en los que la acción “avanza” a la inversa. En Origen (Inception),
una camioneta “tardaba” 45 minutos en caer desde un puente a un río y
el tiempo se “dilataba” a medida que los personajes “profundizaban” en
los sueños dentro de los sueños. En Interstellar,
el viaje a través del espacio causa estragos, de modo que el tiempo se
dilata tras atravesar un agujero de gusano, y lo que sucede en una hora
en un planeta es mucho más largo (años, de hecho) en la Tierra. Todo
ello, de alguna manera u otra, también se percibe en un filme de género
histórico-bélico como es Dunkerque,
en el que Nolan recrea la evacuación de la Fuerza Expedicionaria
Británica (FEB) y de parte del Ejército francés desde las playas de esta
ciudad del norte de Francia entre el 26 de mayo y el 4 de 1940, como
consecuencia de la derrota de los aliados ante el avance de la Wehrmacht
alemana (la Blitzkrieg),
iniciado tres semanas antes. Arrinconados en las playas de Dunkerque y
alrededores, la Operación Dinamo fue un hito, un esfuerzo por salvar a
casi 350.000 soldados (dos tercios eran británicos) y hacerlos regresar a
Inglaterra, y en el que la Royal Navy británica contó con la ayuda de
una flotilla de pequeñas embarcaciones civiles.
Decía que Nolan vuelve a utilizar el tiempo en la construcción de la trama de esta película. Son tres las perspectivas y las líneas temporales que se utilizan en el tiempo: el espigón de Dunkerque, en el que transcurre la acción “en tierra” y que se dilata durante una semana; “en el mar”, con el viaje de un barco desde Inglaterra a las playas de Dunkerque para colaborar en la evacuación, y que transcurre en un día; y “en el aire”, con la labor de dos aviones británicos que luchan contra los enemigos alemanes en el plazo de una hora. Las tres perspectivas se “mezclan” en una trama no lineal, de modo que percibimos puntos de vista diferentes pero de hecho muy similares, con el miedo como variable común. El miedo a la muerte, a quedar mutilados, a ahogarse en el mar, a quedar encerrados en el interior de un barco… a no regresar a casa, que es lo que desean los cientos de miles de soldados que durante aquellos días quedaron atrapados en Dunkerque. Nolan, del mismo modo que con el tiempo, va de lo general a lo particular y muestra en punto de vista de algunos soldados en las playas (interpretados por autores poco conocidos como Fion Whitehead, o incluso noveles como el ex miembro de la banda One Direction, Harry Styles), de algunos oficiales (Kenneth Branagh, James D’Arcy) en los muelles, de un padre (Mark Rylance), su hijo y un amigo de este, de soldados cobardes (Cillian Murphy) o de pilotos que luchan en los aires para evitar que el enemigo siga bombardeando sobre las playas o los barcos aliados (Tom Hardy, Jack Lowden).
Pero lo importante de la película está en la simplicidad argumental con la que se maneja Nolan, dejando de lado las tramas más complejas de cintas anteriores. El director británico se desnuda de todo alarde “metafísico” y consigue, con muy poco bagaje dramático, contarnos mucho. La imagen es protagonista absoluta en esta cinta, en la que los diálogos son comedidos (casi se diría que solamente los justos y necesarios); las miradas tienen más entidad que las palabras: la derrota, la vergüenza, el miedo, el alivio, el dolor… se percibe en los ojos de los personajes (especialmente en el caso del piloto que encarna Hardy, al que “otra vez” volvemos a reconocer bajo una “máscara”), y un tácito gesto en el rostro es suficiente para decirnos muchas cosas. Las necesarias, las que de verdad cuentan. Porque además este filme transpira verdad en cada poro de su piel. Sólo en la parte final esa piel se erizará con la emoción que la lectura de un buen discurso es capaz de provocar.
Película eminentemente epidérmica en todo su metraje –un metraje muy contenido para ser un filme de Nolan: poco más de 100 minutos, que incluso se antojan pocos–, Dunkerque es una recreación muy personal de aquellos hechos, desde luego muy parcial (en un sentido positivo) en su enfoque, y con un acompañamiento ideal a la parquedad de las palabras: la música de Hans Zimmer, que a modo de variaciones de un tema (en este caso homenaje a Elgar), nos envuelve, y a ratos incomoda, a lo largo de este angustioso retorno a casa.
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