Una de las cosas que tiene claras quien escribe
esta reseña y que debe dejar clara de entrada es que ni de lejos va a
hacerle justicia al libro, ni va a resultar tan amena su recensión ni
desde luego va a poder resumir su contenido sin acabar haciendo uno
spoiler sobre el papel. Pues la gracia y el placer de 1927: un verano
que cambió el mundo (RBA, 2015) está en su lectura adictiva y
tremendamente seductora (incluyamos al traductor entre los parabienes),
en dejarse llevar por el estilo del autor y en ese vaivén a lo largo del
verano de 1927 (aunque, cómo no, los numerosos flashbacks son más que
necesarios para ubicarnos en el tiempo, el espacio y, desde luego, unos
personajes estadounidenses, en su mayoría, que es posible que en muchos
casos no sean conocidos por el lector hispano). Bryson se centra en ese
verano, entre mayo y septiembre de 1927, para sacar a la palestra a una
serie de personajes y una pléyade de historias y hechos que sucedieron
en esos meses y cuya trascendencia fue enorme en las décadas
posteriores. Hipérboles al margen, no hay duda de que el mundo sería muy
diferente hoy si Charles Lindbergh no hubiera tenido éxito en su
aventura de cruzar el Atlántico, de Nueva York a París, en solitario y
sin hacer escalas; fue una de las muchas «expediciones aéreas» que
tuvieron lugar en esos meses y fue la más exitosa, pero tarde o temprano
habría habido otro piloto que hubiera logrado aterrizar en el aeropuerto
de Le Bourget (hubo franceses, italianos e incluso argentinos que lo
intentaron entonces). El hecho de que lo lograra quien a priori parecía
reunir menos méritos fue lo que sorprendió a unos y otros; que su
nacionalidad fuera estadounidense cambió la balanza, porque por primera
vez un estadounidense lograba capturar la atención mundial; y con él el
dominio global de un país que desde entonces no dejaría una particular
primacía en numerosas cuestiones.
Bill Bryson. |
Lindbergh logró en apenas 33 horas cambiar el modo en el que era
percibida la aviación en todo el mundo. Bryson narra con detalle (aunque
no afán de exhaustividad) cómo la aviación se había convertido en la
nueva aventura que captaba el interés de millones de personas con
apenas un par de décadas de existencia. Los vuelos interiores y
continentales ya se habían realizado con mayor o menor éxito, pero
cruzar el océano Atlántico era la gran prueba a realizar. No fueron
pocas las expediciones que acabaron con la desaparición de los pilotos y
aviones que la emprendieron; la promoción de un premio en metálico
(25.000 dólares), a cargo del hotelero Raymond Orteig, para quien
lograra la proeza animó a muchos pilotos y personal de todo tipo para
preparar una expedición. Lo importante fue el viaje, sí, pero lo que lo
cambió todo fue el éxito, la consecución, la llegada al destino. Y
Lindbergh, un muchacho de Míchigan de apenas 25 años y pocos
conocimientos en aeronáutica, simbolizó ese cambio. La aventura se
relata con detalle en el libro, pero el acierto de Bryson está en hacer
hincapié en el particular «infierno» de éxito, gloria y reconocimiento
que tuvo que vivir Lindbergh en los meses y años siguientes: giras
interminables y recepciones ante millones de personas (caso de su
regreso triunfal a Nueva York), discursos y fiestas que dejaban exhausto
a un tímido piloto que lo que menos deseaba era ese impacto público.
Nunca más lograría Lindbergh alcanzar algo que estuviera mínimamente a
esa altura; su carrera posterior se quedó estancada por el hecho de
haber pilotado el Spirit of Saint Louis; el trauma por el secuestro y
asesinato de su hijo en 1932 sería enorme, así como la pérdida de apoyo
general por sus filias nazis a finales de la década de 1930 y principios
de los años cuarenta; su vida personal sería un misterio para ajenos y
especialmente propios, y para cuando muriera, en 1974, quizá no fueran
muchos (ni una millonésima parte, quizá) quiénes se acordasen, en plena
era de la aviación comercial, que él había dado inicio a los grandes
viajes intercontinentales.
Las masas rodean el Spirit of Saint Louis tras su llegadal aeropuerto de Le Bourget, en Parìs, el 21 de mayo de 1927. |
Lindbergh simbolizó la eclosión de «lo estadounidense» en la década
de 1920. Los «locos años veinte», la época de la Prohibición (la Ley
Seca), de Al Capone en Chicago, de la anodina presidencia de Calvin
Coolidge (quizá uno de los mandatarios estadounidenses menos interesados
en realizar las labores del cargo), de la burbuja bursátil y de los
créditos a mansalva para comprar acciones… y radios, automóviles,
electrodomésticos, casas, etc. La época en la que Henry Ford dejó de
fabricar el Ford T porque la competencia se le había echado encima con
automóviles con mayores prestaciones; el verano de 1927, que podemos
hacer extrapolable a toda la década, en el que George Herman Babe Ruth
logró el mayor récord de home runs en la liga de béisbol (60, cifra no
superada hasta 19619 con los Yankees de Nueva York, pero sin olvidar los
47 que logró su compañero de equipo, el no menos mítico Lou Gehrig, y
la labor del resto del equipo, logrando que éste sea considerado quizá
como el mejor de todos los tiempos en un terreno de juego. Sin duda, los
aficionados al béisbol, «the national pastime», el deporte
estadounidense por antonomasia, disfrutarán con el relato de las
andanzas de la pareja Ruth-Gehrig, así como el resto del equipo de los
Yankees, de otros combinados, de las ligas nacionales, de los
empresarios de turno y de los millones de seguidores que acudían a ver
los partidos que, muchos de ellos, se celebraban entre semana y en
horario laboral.
Babe Ruth en pleno bateo. |
Lindbergh, Babe Ruth y Gehrig simbolizaron el triunfo
en esa década, reconocido y admirado masivamente; menos reconocimiento,
por no decir ninguno, tuvo Philo Fansworth, considerado el inventor de
la televisión, pero que no pudo disfrutar de las mieles del éxito, a
pesar de tener numerosas patentes, de las que se aprovecharon (sin pagar
derechos) empresarios de la radio como David Sarnoff. A su vez, Jack
Dempsey vivió su particular auge y caída en el mundo del boxeo en
aquellos años y, especialmente, en septiembre de 1927, cuando ante
150.000 personas disputó un combate de revancha por el título mundial
ante Gene Tunney, quedando la sombra de la sospecha ante la «cuenta
larga» que se produjo en aquel encuentro pugilístico (dejo al lector el
placer de saber, si no lo conoce, el resultado de aquel combate). Y qué
decir del éxito de una película, El cantante de jazz, considerada la
primera película sonora de la historia del cine (aunque estrictamente no
lo fuera), producida y estrenada en febrero de aquel año y que cambió
(eso sí) y para siempre el cine; no menos interesante es el relato de
Bryson acerca de la inauguración de fabulosos palacios que se
convirtieron en increíbles (cuesta imaginarlo hoy día) recintos para
visionar películas, como el Roxy Theatre, abierto al público
precisamente en ese año 1927, con capacidad para casi seis mil
espectadores y que jamás fue lo suficientemente rentable como para
enjugar los enormes costes de construcción. Y ese año fue también el de la ejecución de los
anarquistas Nicola Saco y Bartolomeo Vanzetti, por un atraco a mano
armada que acabó en doble asesinato siete años antes; un caso sobre el
que siempre planeó la sombra de la injusticia, que se produjo en un
período de turbulencias y atentados terroristas entre 1918 y 1920 (un
Trienio Rojo), y sobre el que Bryson deja la idea de que quizá los dos
acusados no fueran tan inocentes como siempre proclamaron.
Calvin Coolidge y esposa a la izquierda, Al Capone en el centro y Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti a la derecha. |
Hay muchos años en los que ocurren cosas que cambian la percepción
de las personas, por la cantidad de hechos que sucedieron y que
simbolizaron un antes y un después en la historia: 1989 podría ser uno,
si echamos la vista atrás. Bill Bryson consigue que nos fijemos en 1927
(en el que sucedieron muchas más cosas de las [inevitablemente]
resumidas en estas líneas) y nos sintamos instantáneamente atrapados y
seducidos por la narración de unos hechos que, durante ese verano,
lograron la atención mundial, en algunos casos, o que cambiaron muchas
cosas, más discretamente en otros casos. Quizá nos maravillemos ante lo
que sucedió en aquel verano; y si lo hacemos es que no hemos perdido
(del todo) la capacidad de sorprendernos a mostros mismos. Y menos con
un libro. Ya sólo por eso vale la pena acercarse a ese libro y dejarse
llevar por la narración. Y todo empezó con el viaje en avión por parte
de un tímido muchacho…
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