En
un telegrama enviado el 6 de noviembre de 1922, Howard Carter apremiaba a Lord
Carnarvon, el acaudalado millonario (aunque a la postre no tanto) que
financiaba las excavaciones en el Valle de los Reyes, para que acudiera
inmediatamente a Egipto si, como era de
esperar, quería quería estar presente en la apertura de la tumba de
Tutankamón: «Al final hemos hecho
maravilloso descubrimiento en el Valle STOP Una magnífica tumba con los sellos
intactos STOP Recuperaré algo para su llegada STOP Felicidades FIN».
La
urgencia de mensaje de Carter no ocultaba la emoción que embargaba al
arqueólogo encargado de las excavaciones (Carnarvon consiguió la concesión unos
años atrás), tras largos esfuerzos en el Valle de los Reyes. Carter siempre
intuyó que el Valle no estaba agotado, que quedaban tumbas por descubrir, y
además intactas. Los aficionados a la egiptología recordarán, casi como un
mantra, las emocionantes palabras de Carter cuando abrió la tumba, con
Carnarvon y su hija a su lado, el 26 de noviembre de 1922:
«Había llegado el momento decisivo. Con las manos temblorosas abrí una abertura diminuta en la esquina superior izquierda. La oscuridad y un espacio vacío, en toda la extensión que podía alcanzar una varilla de hierro de prueba, mostraron que lo que había más allá estaba hueco, y no relleno, como el pasadizo que acabábamos de despejar. Se hizo la prueba de la vela, como precaución para los posibles gases nocivos, y luego, abriendo un poco el agujero, introduje la vela y miré dentro. Lord Carnarvon, lady Evelyn y Callender estaban de pie detrás de mí, ansiosos, esperando oír el veredicto. Al principio yo no veía nada, porque el aire caliente que escapaba de la cámara hacía parpadear la llama de la vela, pero al final, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, los destellos de la habitación que había dentro fueron surgiendo lentamente de la niebla, extraños animales, estatuas y oro… por todas partes el brillo del oro. Durante un momento (a los demás que estaban esperando les debió de parecer una eternidad) me quedé mudo por el asombro, y cuando lord Carnarvon, que ya no podía soportar más el suspense, me preguntó ansiosamente: “¿Ve algo?”, lo único que pude hacer fue murmurar las palabras: “Sí, cosas maravillosas”». (Howard Carter, La tumba de Tutankamón)
Joyce Tyldesley |
De todo ello nos habla Joyce Tyldesley en su
reciente libro La maldición de Tutankamón. La historia de un rey egipcio
(Ariel, 2012). Quizá el título desaliente a lectores temerosos de que les
cuenten milongas; están de suerte, el libro no es un engañabobos. Estructurado
en dos partes –vida y muerte del faraón, por un lado, y su legado en el
imaginario colectivo, por otro lado–, el libro de Tyldesley trata de iluminar
un poco el panorama sobre Tutankamón a partir de los numerosos objetos
recuperados de su tumba, el análisis de la momia y las evidencias en otros
yacimientos (así como la numerosísima bibliografía secundaria sobre el tema).
De este modo, pues, y sin ánimo de resumir un libro que aúna rigor y amenidad a
partes iguales (en pocas palabras, su lectura es una delicia), el libro rastrea
la vida (y la muerte) del faraón que no era tan niño cuando falleció; su momia
aporta diversos datos acerca de las causas de su muerte; Tyldesley escudriña el
árbol familiar de los últimos faraones de la XVIII Dinastía, especialmente
Ajenatón y su familia, para desentrañar el enigma del origen de Tutankamón
(¿quiénes fueron sus padres?), así como los dimes y diretes que siguen rodeando
el monoteísmo atoniano («henoteísmo», en opinión de Tyldesley, la adoración de
un solo dios aun admitiendo la existencia o posible existencia de otras
deidades. No se olvida la autora de poner los puntos sobre las íes en torno a
la famosa maldición de Tutankamón: ¿una (imposible) infección vírica que salió
a la luz tras la apertura de la tumba y que mató, con el tiempo, a Lord
Carnarvon y la gente que estaba en ese momento con Carter? También se acerca a
los precedentes de la literatura gótica y decimonónica sobre la imagen de las
momias (y, en consecuencia, de la maldición), como caldo de cultivo
precisamente de esa mediática maldición de la tumba del joven rey. Tyldesley
también analiza las muertes, en la década siguiente, de las personas que
estuvieron con Carter y Carnarvon en la apertura de la tumba. ¿Murieron por
algún virus conservado en la tumba? ¿Por enfermedades de la zona? ¿Envenenados?
¿Por los efectos de la radiación de la momia por los rayos-X? Teorías, por más
imposibles que sean, hay muchas; certezas, más bien ninguna.
Howard Carter examina el sarcófago de Tutankamón. |
En este sentido, pues, el libro es muy
atractivo para un público lector aficionado a la egiptología. Es cierto que
puede parecer que hay un mercado saturado sobre el tema. Pero, siendo
realistas, hay que recordar que los principales trabajos sobre Tutankamón ya
tienen una cierta edad. Dejando de lado el libro de Howard Carter sobre las
excavaciones, habría que mencionar tres obras ya clásicas sobre el tema: Vida y muerte de un faraón. Tutankhamen de Christiane Desroches-Noblecourt (1989;
edición original inglesa de 1965), Todo Tutankamón. El rey. La tumba. El
tesoro real de Nicholas Reeves, el gran especialista sobre el tema (2001;
edición original en inglés de 1990), y Tutankhamón: vida y muerte de un rey niño de Christine El Mahdy (2002; edición
original inglesa de 1996). Más allá de estos libros podríamos decir que imprescindibles
–y sin entrar en la literatura especializada universitaria–, hay una amplia literatura
populachera que incide en los aspectos de la maldición (incluidos documentales
más o menos “serios” en cadenas televisivas como el Discovery Channel y el
Canal de Historia) pero que no aportan nada relevante. Por tanto, siendo además
Egipto un tema que siempre gusta, llegaba la hora de publicar un nuevo libro. Y
el de Joyce Tyldesley lo es. Sin dudarlo.
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