Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.
Ingmar Bergman (1918-2007) es EL director de cine sueco por antonomasia. Por supuesto, hubo un cine antes y después de él, y sobre todo durante su propia vida, y sería injusto obviar la obra de otros muchos cineastas del país escandinavo. Cierto es que, si le preguntamos al común de los mortales con cierta curiosidad por el cine, su nombre sería el primero que le vendría a la cabeza al respecto de cineastas suecos. “Sí, hombre, el de El séptimo sello, la partida de ajedrez con la muerte, ¡esa la ponían mucho en el cine club de la facu!”, dirían muchos, “¡Fresas salvajes!”, responderían otros. “¡El manantial de la doncella!”, sugeriría alguien. “¡Fanny y Alexander, que antes la ponían mucho por televisión!”, terciaría alguien. “¡Persona! ¡Cómo no podéis mencionar Persona!”, se rasgaría alguno las vestiduras. La disputa, hasta cierto punto gafapasta, quizá acabaría con un duelo a las doce junto a los Carmelitas Descalzos, o puede que a la una detrás del Luxemburgo, si la cosa va muy apurada. Sea como fuere, Ingmar Bergman fue uno de los grandes cineastas de la historia (ganador de tres Oscars en la categoría de mejor película de habla no inglesa y varias nominaciones más en la dirección y el guion original), y su obra ha influido en otros tantos, realizando también una notable carrera como director de teatro, su otra gran pasión. Cine y teatro formaban parte de un mismo todo para Bergman y nutrieron una vida que, en lo personal, también fue compleja: casado en cinco ocasiones, mantuvo también largas relaciones con algunas de las actrices habituales de sus películas (Liv Ullmann y Bibi Andersson, por ejemplo), y tuvo nueve hijos. La vida y la obra de Bergman merecían no uno, sino muchos documentales.