La Tierra se muere. Con este planteamiento
inicial, Christopher Nolan (a quien no hace falta presentar) se pregunta
cuál es la solución. Porque el planeta que nos ha creado y cobijado se
muere y hay que buscar nuevas alternativas para la especie humana. Muy
probablemente para una minoría, pues la ciencia, a pesar de los avances
que pueda desarrollar, no podrá más que enviar a un nuevo planeta-hogar a
una mínima parte de la especie humana. La ciencia es la respuesta y el
método, la solución y la hoja de ruta a seguir. Los científicos son los
guardianes de un conocimiento secreto en un mundo del futuro no
demasiado lejano en el que las misiones espaciales del siglo XX se
consideran propaganda e incluso se deja entrever un revisionismo
"histórico" en cuanto a lo que hizo el ser humano y respecto a lo que se
debe explicar en los libros de texto. El espacio no es la última
frontera en un mundo del futuro en el que los Estados parecen haberse
dislocado, se han recortado gastos (que uno de ellos sea el militar y
armamentístico no deja de ser curioso) y se busca granjeros y
agricultores. "Hemos olvidado que somos exploradores y pioneros", dirá
Cooper (Matthew McCounaghey), el protagonista de la película, cuando
acude a la escuela de su hija Murphy. Pero los tiempos no requieren
exploradores, ni siquiera ingenieros, sino agricultores. Agricultores
que produzcan alimentos, aunque la propia naturaleza destruye lo que
germina y crece: el trigo se extingue, el maíz está en riesgo de
desaparecer; algunas cosechas se queman pues están infectadas por
plagas. Tormentas de polvo cubren las casas, las mesas, los libros. Como
en los años treinta en algunos estados norteamericanos, el Dust Bowl, columnas de polo que todo lo llena, advierten a los terrícolas de que su planeta se vuelve contra ellos. Interstellar
es la epopeya de la búsqueda de un nuevo hogar, y aunque la
ciencia-ficción sea su género, las preguntas que se plantea (y las
respuestas que encuentra... o no encuentra) son muy reales. Muy humanas,
de hecho.