Para muchos, Ramón –Terenci–
Moix (1942-2003) quizá sólo sea «el autor de unas cuantas novelas egipcias y de un par de
tomos de memorias», «un autor cuyo nombre conocían los taxistas y cuyas filas
de hinchas que esperan que les dedique un ejemplar de su última novela en un
fin de semana de Feria del Libro de Madrid sobrepasan el hectómetro» o «un
señor que salía en la tele y hacía demasiado ruido». Y no andaban equivocados
en una primera aproximación. Pero, al mismo tiempo, Terenci Moix fue uno de los
renovadores de la literatura catalana de la segunda mitad del siglo XX, un
apasionado del cine hollywoodiense (y no sólo), del mundo egipcio –siempre
solía decir que aunque nació en Barcelona, en realidad lo hizo en Alejandría– y
un autor que, ya en su madurez, se amoldó a escribir novelas best-sellers que
sabía que venderían centenares de miles de ejemplares (suficientes para poder
mantener un ritmo de vida elevado y lleno de caprichos), aunque también solía decirle
a Jorge Herralde desde su éxito con el Premio Planeta en 1986 que «algún día
haré una novela para Anagrama», dejando caer que algún día escribiría en serio
una novela que no fuera comercial. Para mí, lector impenitente de su obra, fue
uno de esos escritores de cabecera que forjaron mi juventud, no sólo con sus
novelas históricas, sino con un vanguardismo rupturista al que yo llegaba tarde
y que me mostró que, es cierto, Terenci era todo lo dicho antes y más, pero también
el trovador de una Barcelona que ya no existe más que en los recuerdos de mis
padres y el artista que vivía completamente su vida al límite en las décadas de
1960 y 1970.
Juan Bonilla (n. 1966), cuyas obras más conocidas quizá sean Nadie conoce a nadie (1996) –de la que
se haría una adaptación cinematográfica poco después, a cargo de Mateo Gil– y Los príncipes nubios, galardonada con el
Premio Biblioteca Breve de 2003, acerca a lectores y curiosos de todo tipo a la
figura de Terenci Moix con un título que es más que una declaración de
intenciones: El tiempo es un sueño pop. Vida y obra de Terenci Moix (RBA, 2012),
obra que ha merecido el Premio Gaziel de Biografías y Memorias del pasado año
2011. La primera parte del título remite a uno de los títulos que Moix barajaba
para el cuarto tomo de sus Memorias,
nunca escrito, y que sin duda postergó durante años, ante la dificultad de
aproximarse a una época, finales de los
60 y la década de 1970, que le obligaban a replantearse algunas relaciones
amorosas que no acabaron bien y que al mismo tiempo forzaban a Terenci a aproximarse
a un pasado que, precisamente buceando en la memoria, en no pocas ocasiones fue
idealizado y pintado con otros colores. La segunda parte remite a la esencia de
un libro que, para Bonilla, trata la obra de Moix y sobre la que «parecía pesar
una losa, una losa, no diremos que no, que parecía haber sido diseñada con
ayuda del propio Moix» (p. 17). No en balde, como Bonilla recuerda en el
prólogo, cuando en una ocasión durante una entrevista le preguntó a Terenci qué
conclusiones sacaría, al cabo de los años, alguien que decidiera escribir su
biografía, respondió: «¿Para qué va a escribir nadie mi biografía si ya la he
escrito yo?»; a lo que Bonilla contrapreguntó: «¿Los que hemos leído la mayoría
de tus libros, ¿qué sabemos de ti?», recibiendo como respuesta: «Absolutamente
todo» (p. 11). El libro de Bonilla, pues, es a la vez una biografía del personaje, un análisis de su
obra y un retrato de la Barcelona (y la sociedad y cultura catalanas) de los
primeros cuarenta años de la vida de Moix. Y posiblemente sea algo más.
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Terenci Moix por Colita. |
La obra de Terenci
Moix va más allá de novelas que le convirtieron en un autor popular, querido,
reverenciado por un público fiel que, sin embargo, tras su muerte parece
haberse olvidado de él. Terenci, en sus últimos años, fue el adalid de una
literatura de consumo extendido, capaz de satisfacer paladares muy diversos, y
que retroalimentaba las energías de un hombre que, desde que ganó el Premio
Planeta en 1986 con No digas que fue un
sueño (Marco Antonio y Cleopatra)
publicó un libro en prácticamente cada uno de los años que le restaron
de vida. Y de estos últimos 17 años de su vida fueron sus novelas más
populares, en castellano, con la única excepción de El sexe dels àngels (1992), una novela empezada a finales de los años
60, abandonada en un cajón, pero sobre la cual Moix volvió en diversas
ocasiones hasta que se le presentó en bandeja la oportunidad de presentarla y
ganar el Premio Ramon Llull de literatura catalana; el último de los grandes
galardones de las letras catalanas que faltaban en su vitrina.
Porque, insisto,
estamos acostumbrados al Terenci egipcio, el Terenci de las novelas de crónica
social de los años noventa o el Terenci de sus libros de cine, pero entre 1968
y 1976 ganó los principales premios en literatura catalana: el premio Víctor
Català de 1968 con el libro de cuentos La torre dels vicis capitals, el premio
Josep Pla con la novela Onades sobre una roca deserta (1969), el
premio de la Crítica de Serra d'Or con El dia que va morir Marilyn (1970), los premios Prudenci
Bertrana y Crítica de Serra d'Or con Siro o la increada consciència de la raça
(1972) y el premio Joan Estelrich con Sadístic, esperpèntic, i àdhuc
metafísic (1976). Y El dia que va
morir Marilyn, que inicialmente había escrito en castellano (idioma que
Moix recuperó con la edición definitiva de 1998), se había presentado y había
llegado a la tanda de finalistas del Premio Nadal en 1965, bajo el título El
desorden. Como comenta Bonilla:
«Después del fallo, Josep Vergés llamó a su despacho
a Moix. Le invitó a colaborar en la revista Destino, y le recomendó que se
pasara al catalán: “Su novela tiene un fallo fundamental: no se sabe en qué
idioma está escrita. Ni es castellano ni es catalán, así que tiene que
decidirse, y dado el mundo que retrata y los personajes que utiliza, la novela
ganaría mucho si la escribe en catalán”».
Y ahí comenzó la carrera de un autor
poliédrico, rabiosamente revulsivo respecto el espectro literario de mediados
de los años 60, visceralmente pop, provocador, rupturista, que no dudó en
escribir cuentos, novelas, obras de teatro, libros de viajes o sobre el cómic,
reseñas literarias y cinematográficas,… La obra de Moix en los años sesenta y
setenta es la menos conocida fuera del ámbito catalán (si bien prácticamente
toda se tradujo, ya fuera por él mismo, su hermana o algún otro autor, al
castellano) y es la más rica, vanguardista y reflejo de su propia existencia.
Pues El día que murió Marilyn bien puede
leerse como una novela histórica de los años cuarenta a mediados de los sesenta,
y es la historia de unos jóvenes que exigen respuestas a la generación
anterior, la de la guerras civil y la posguerra, y que muestra también el
desencanto de una sociedad barcelonesa aparentemente plácida pero que esconde
las miserias de un silencio y un colaboracionismo en aras de un sosiego
castrador.
«La novela contiene una indagación sumamente perspicaz, aunque muy
atenazada por la profusión de detalles, la prosa que gusta demorarse sin hacer
avanzar la narración, y los cambios de ritmo no muy medidos [..] en la
intimidad –no sólo en la identidad– de unos jóvenes privilegiados que, lejos de
conformarse con su condición, emprenden un examen de valores de sus mayores, y
los enjuician sin pararse a reconsiderar los privilegios de los que han gozado
gracias a los desmanes, las mezquindades y la corrupción que pusieron en juego
esos progenitores para afianzar sus posiciones sociales, su bienestar, su
riqueza. No puede ser reflejo de una generación, pues la situación en la que
los protagonistas se encuentran es una situación de la que sólo gozaba una
minoría estricta, cosa que es fácil de probar comparando esta “novela
generacional” con otras que asimismo retratan a los jóvenes barceloneses de la
misma época: Encerrados en un solo
juguete o Últimas tardes con Teresa,
ambas obras de Juan Marsé, por poner dos ejemplos, donde el retrato generacional
es más completo por abarcar un espectro social mucho más amplio» (pp. 238-239).
Una novela, a su vez, que es la obra de la Barcelona (y la Cataluña) de
mediados del siglo XX, de la sociedad y la cultura que navega entre la
aceptación del régimen franquista y la resistencia clandestina.
Pero es también la
velada autobiografía del propio Terenci, de sus impulsos vitales, de su rabia
contra unos progenitores que le mimaron en la infancia y prácticamente lo
dejaron a un lado cuando el joven Moix se desnudó emocional y sexualmente. Y es
también la novela en la que pugnan dos de los autores que más influyeron en su estilo
literario: Francis Scott Fitzgerald y Henry James, fuente inspiración y a los
que ponía en combate constantemente: «el primero gana, si bien a los puntos, al
segundo: allí donde la elegancia y la rapidez, el vértigo demorado, del estilo
Scott tienen en Moix un excelente practicante, queda apabullada, por morosa,
lenta, un si no es postiza, la estrategia analítica de James. La combinación es
rara, toda vez que Scott Fitzgerald mostrara abiertamente su antipatía por las
grandes novelas de Henry James y prefiriera sus cuentos o nouvelles, en los que el recipiente impedía que la prosa
acumulativa de James se desbordara produciendo fatiga; pero Moix fue fiel a
ella, aunque, según se deja ver del escrutinio de las diferentes ediciones de
su novela, siempre que aplicó el bisturí para mejorar el resultado final, los
párrafos corregidos y descargados de mucha prosa de hojarasca eran siempre más
párrafos James que párrafos Scott» (p. 242).
Una novela cargada
de autobiografía como, de cualquier modo, fue prácticamente toda la obra de un
Terenci Moix que siempre tuvo mucho que decir. Para Bonilla, lo mejor del Moix novelista está en Marilyn, El sexe dels àngeles y los tres tomos de
sus Memorias (El cine de los sábados, El beso de Peter Pan y Extraño en el paraíso) En ellas encontramos al huidizo joven
estrella de las letras catalanas que busca repuestas a sabiendas de que no se
las van a dar (la primera), que se erige en héroe que utiliza/se deja utilizar
por un establishment cultural catalán
al que finalmente traiciona/se siente traicionado por él (la segunda), y al
escritor que echa la mirada atrás, recuerda sus orígenes, sus pasiones, sus
miedos, sus anhelos y ambiciones, sus viajes al París y especialmente al
Londres más beatnik a principios de
los años sesenta y que busca su lugar en un mundo que le acepta y rechaza al
mismo tiempo. Son sus Memorias, pues,
el epitafio literario y la obra cumbre de su carrera: en los tres volúmenes
Moix que no reescribe su pasado, sino que lo narra, lo matiza, lo adorna, lo
petrifica y lo idealiza cuando mejor le conviene. Porque su obra era su vida, y
el libro de Bonilla nos refleja no sólo la segunda a través de la primera (y no
necesariamente a la inversa), sino que nos acerca a esa Barcelona, esos París,
Londres, Roma, Madrid y demás ciudades en las que vivió, la cultura de la
época, que Moix bebía a morro y casi sin respirar.
Es esa misma obra la que
define a un autor que a finales de los años setenta considera que ha llegado a
lo máximo que cree que le van a valorar y que, insatisfecho, enrabietado,
decepcionado y casi traicionado decide dar el salto al castellano. Es el autor
de una obra que ya en los años ochenta, en los momentos en que Moix estaba
anímicamente peor (la sonada ruptura con su pareja de casi tres lustros, el
actor Enric Majó, que el propio Terencio mediatizó y convirtió en uno de esos
finales de ópera que tanto le apasionaban), resurge gracias al Premio Planeta
(su tabla de salvación, sobre todo económica). Para Bonilla, la obra en
castellano de Terenci ya no es la misma de antes. Se mantiene el componente
autobiográfico, especialmente en sus novelas egipcias –el díptico No digas que fue un sueño y El sueño de Alejandría son la crónica
velada de la ruptura amorosa en la vida real, y El amargo don de la belleza es el deseo de Moix de buscar la
juventud inevitablemente perdida–; Moix descubre rápidamente que sus novelas «petardas»
de retrato de la crónica social de los años 90 –Garras de astracán, Mujercísimas
y Chulas y famosas– no sólo venden
muchos ejemplares (no tantos como él pensaba), sino que se escriben
prácticamente en una cadena de montaje.
El Moix de las obras premiadas en
catalán décadas atrás envejece y se acomoda, se autoconvence de que algún día
escribirá algo para Anagrama (y recuperará la condición de novelista «serio»),
derrocha lo que gana (que no es poco) con sus caprichos (y los de algunos de
sus amantes), asume que es prácticamente imposible vivir con él y soportar su
estilo de vida (y la dependencia obsesiva hacia los demás), pero es también el
más querido por los lectores, el que promociona Venus Bonaparte disfrazado de Napoleón o se viste de faraón para la
presentación de su última novela, El
arpista ciego. Para entonces el Tiempo (personaje algo más que secundario
en esta última novela), que tanto le ha obsesionado, por lo que le ha robado a
lo largo de su vida (la eterna juventud, los sueños infinitos, las pasiones
desbordadas), le reclama. Y Moix, siempre con un pitillo en los labios (otra de
las imágenes que quedan en el imaginario colectivo, el impenitente fumador),
agoniza con un enfisema pulmonar (que enmascara un cáncer) y fallece en la madrugada
del 2 de abril de 2003. Él, que se presentó en este mundo haciendo que su madre
rompiera aguas en uno de esos «cines de sábado» de los años cuarenta, se
despidió casi sin avisar. Y el autor más querido dejó muchos huérfanos.
Huérfanos de frágil memoria, también se podría decir.
No crea el lector
de estos párrafos que el libro de Bonilla se tiñe de compasión por el
personaje, de ternura hacia su modo de ser (cuántos periodistas reciben ramos
de flores por parte de las personas famosas a las que han entrevistado), de
guiños a su desbordante sentido del humor y de fascinación por su modo de
entender la literatura y de plasmarla por escrito. La obra de Terenci explica
mucho (casi todo) de su vida; pero la biografía del personaje también era
compleja. Bonilla nos acerca a un personaje que tenía sus rencores (más o
menos) ocultos hacia un establishment
cultural catalán que consideraba que lo utilizaba (y que cualquiera que lea con
detalle El sexo de los ángeles
comprende que es casi a la inversa); que bebía la vida con las ansias del
sediento, pero que acababa por matar prácticamente de hambre el amor de sus parejas
(su ruptura con Enric Majó fue en muchos aspectos incomprensible, por unos
celos sin fundamento y una falta de empatía hacia las flaquezas de la persona
amada); que gastaba sin pensar en el fondo de su cuenta corriente y que
precisamente por estar prácticamente con los bolsillos rotos acaba escribiendo
compulsivamente (pero con estilo), para justificar unos gastos que le
impulsaban a seguir manteniendo la producción en cadena. Un escritor que
aparentaba estar por encima de las críticas pero que no aceptaba con tan buena
cara como pudiera parecer por su imagen pública, y que llegaba a la conclusión
de que «centenares de miles de lectores» no podían estar equivocados. Pero
tampoco crea el lector que estamos ante una biografía que carga las tintas en
los aspectos negativos de una persona que, como todos, tiene defectos y virtudes,
cosas buenas y cosas malas en su haber. Porque en las casi quinientas páginas
del libro de Bonilla está el Terenci que conocimos, el que nos fascinaba por su
erudición exenta de pedantería, el hombre aquel que quizá salía demasiado por
televisión pero que embelesaba con su manera de hablar y de ser.
Por ello, el libro
de Juan Bonilla es una delicia que va más allá de lo que aparentemente ofrece
una biografía o un estudio de crítica literaria. Es el viaje por la vida y la
obra de un personaje único, Ramon –Terenci– Moix, inimitable, seductor, apasionado.
Su obra, la más rupturista en sus inicios, la más acomodada en sus últimos
lustros, personalmente me emociona, me recuerda que el Tiempo es un personaje
más, menos secundario de lo que puede vislumbrarse a segunda vista. Permitidme
terminar como hace Bonilla en su más que recomendable libro (imprescindible en
muchos aspectos, diría), con un epitafio merecido:
«[…] lo cierto es que, antes
o después, se borrarán las circunstancias particulares que le hicieron, tantas
veces tomar la decisión equivocada –literariamente hablando– para entregarse a
lo fácil, al aplauso enlatado, en lugar de ponerse a prueba a sí mismo como
hizo en sus retadores comienzos. El autor de La torre dels vicis capitals, de Món mascle, de El sexe dels
àngels, de El dia que va morir
Marilyn, de Onades sobre una roca deserta,
de Nuestro Virgen de los mártires, de
Amami, Alfredo, de El cine de los sábados, de El beso de Peter Pan, de Extraño en el paraíso puede ya
prescindir, tranquilamente, de las cifras de ventas y las presentaciones
monumentales. Ahora quizá ya está listo para recibir la consideración
indiscutible que merece y que apenas logró en vida: ser reconocido como uno de
los más grandes y personales narradores españoles del siglo XX» (p. 491).