«En la década de 1090, todos sabían que Dios (o
Satanás) habían lanzado al Anticristo contra el mundo. Los ejércitos de
Gog y Magog habían franqueado las puertas tras las cuales los había
encerrado Alejandro Magno, y los ejércitos se estaban preparando para
asaltar Jerusalén, combatir alrededor del monte del Calvario, donde
Cristo había muerto, y al pie del monte de los Olivos, el lugar al que
Él regresaría en un futuro cercano, no solo para seguir los pasos de los
santos sino también para blandir su espada junto a ellos en batallas
contra un enemigo diabólico. Cuando Jerusalén cayó en manos de los
francos y Cristo no apareció, el entusiasmo apocalíptico no remitió,
sino que, por el contrario, los historiadores de Europa y Oriente Medio
siguieron escribiendo libros sobre la cruzada durante décadas, en los
que no solo se preguntaban si el fin del mundo estaba próximo, sino
además si el Apocalipsis no habría ya ocurrido.» (pp. 12-13)
Este es un libro sobre la Primera Cruzada (1096-1099) diferente. No
tanto por el relato de «la peregrinación», ya fuese desde la predicación
por Urbano II en el Concilio de Clermont (1095) o la reunión de la
cruzada por parte de Pedro el Ermitaño en Alemania, sus preparativos,
los príncipes que la lideraron (en diversas rutas), la llegada a
Constantinopla, las negociaciones con el emperador bizantino Alejo I
Comneno, el asedio de Antioquía, las dispersiones de los príncipes y el
sitio y toma final de Jerusalén. Ese relato ya lo conocemos y ha sido
magníficamente relatado desde vertientes puramente narrativas como la de
Steven Runciman en el primer tomo de su Historia de las Cruzadas (Alianza, 2008) o en actualizaciones como la de Christopher Tyerman en Las guerras de Dios (Crítica, 2007), por citar dos de las obras más importantes (y completas)
sobre el tema. No, este libro va más allá. Y aunque es cierto que hay un
relato pormenorizado de los avatares de la Cruzada, de sus
motivaciones, de los participantes, de las disputas entre sí, de las
constantes ocasiones en que la expedición (o las expediciones, en
plural) pudieron irse al traste, lo interesante, lo relevante del libro
de Jay Rubenstein, Los ejércitos del cielo. La Primera Cruzada y la
búsqueda del Apocalipsis (Pasado & Presente, 2012) subyace en,
precisamente, el subtítulo. Rubenstein nos ofrece un viaje a la Cruzada siguiendo el relato de
ese Apocalipsis que los cruzados (parte de ellos) buscaron en la
conquista de Jerusalén, que las primeras crónicas e historias del
acontecimiento veladamente señalaron en los aproximadamente treinta años
posteriores a la consecución de la expedición (y cuando ya sus frutos
comenzaban a estar en peligro). Una guerra santa que se percibió entre
los cruzados, los francos, de lucha contra un enemigo religioso que aún
no había sido percibido como tal, y contra el cual las atrocidades de
los asedios de Nicea, especialmente Antioquía, Maarat y Jerusalén, con
decapitaciones con un enorme mensaje simbólico e incluso con conatos de
episodios de canibalismo (en algún caso, realizado), formaban parte
dentro de una construcción mental de los Últimos Días, como reveló el
apóstol San Juan en el libro del Apocalipsis (Book of Revelation, en
inglés) y que algunos de los predicadores (Pedro el Ermitaño, Pedro
Bartolomé, “descubridor” de la Lanza Sagrada), algunos de los príncipes
(Raimundo de Saint-Gilles entre los más destacados) y muchos de los
peregrinos/soldados experimentaron y pusieron en práctica.
El libro de Rubenstein analiza a fondo algunas de las crónicas
escritas por eclesiásticos en Francia y Alemania en las primeras décadas
del siglo XII (un siglo de cambios, como ya retratara Thomas Bisson en La crisis del siglo XII [Crítica, 2010]),
que impregnadas de la literatura apocalíptica de larga tradición,
ofrecieron de la Primera Cruzada una imagen que a menudo no ha
trascendido en ese otro imaginario colectivo que ha pervivido sobre el
tema. La ambición de los príncipes europeos, de Godofredo de Bouillon a
Bohemundo de Tarento, pasando por Roberto de Normandía, Tancredo de
Hauteville o Balduino de Bolougne (hermano de Godofredo); la predicación
radical de Pedro el Ermitaño, azote de judíos y que propugnaba una
expedición de conquista pero también de exterminio de infieles y
herejes, o la configuración de la propia cruzada como una válvula de
escape de las tensiones en Occidente (y de la querella entre Imperio y
Papado acerca de las investiduras y el patronazgo eclesiástico) son
causas argüidas para explicar el movimiento cruzado. Y son ciertas, pero
también es cierto que la Primera Cruzada ya adquirió pronto el rasgo de
guerra santa, de lucha contra un enemigo religioso, el musulmán («el
sarraceno»), confusamente observado a través de un espejo basado «en
principios escatológicos de muerte, juicio, condenación y salvación» (p.
150), dentro de una cosmovisión que no necesariamente ha de ser
contemplada en virtud de la ignorancia o la superstición de los
cristianos europeos (occidentales) de la época. La (re)lectura del
Antiguo Testamento, de las guerras de los israelitas contra los pueblos
cananeos, con escenas de exterminio, distinción clara del enemigo de
Dios, del «otro» que no forma parte del «pueblo elegido», y cuya
religión era mal asimilada, inexactamente comprendida y conscientemente
convertida en «una parodia perfecta, una imagen en negativo, de un santo
cristiano o de Jesucristo. Los escritores latinos, por lo tanto, no
buscaron a Mahoma el profeta histórico, sino que en su lugar, observando
a Jesucristo en un espejo, confusamente, encontraron a Mathomos», la
antítesis, la sombra de un Mahoma que no llegaban a comprender (pp.
154-155). De este modo, pues, con una lectura apocalíptica del destino de
Jerusalén, de los Últimos Días e incluso del retorno de Jesucristo el
Salvador, la cruzada fue vista por algunos de sus participantes como
algo diferente. Un nuevo tipo de guerra, aquella que podía ser
prefigurada en el imaginario feudal, distinta del respeto de los
vencidos y en el que el infiel debía ser exterminado, del mismo modo que
Dios le exigió a Saúl que exterminara a los amalecitas. El relato de
Rubenstein nos lleva por estos senderos, sin dejar de lado el relato,
paso a paso, de la Primera Cruzada, de esas ambiciones principescas por
crear un reino propio (ya fuera en Jerusalén, como Godofredo y después
su hermano Balduino lograron, ya fuera en principados en Edesa o
Antioquía). El autor nos lleva también a observar el papel ejercido por
los bizantinos, temerosos de los ejércitos cruzados pero que supieron o
intentaron utilizarlos para recuperar territorios perdidos (algunos como
Bohemundo, el genio militar de la cruzada, no olvidaron el respeto
debido a la majestad imperial bizantina; otros, como Godofredo,
aceptaron temporalmente la necesidad de pactos con Constantinopla).
También observamos el escenario bélico, de las disputas entre francos y
sarracenos/turcos/sirios/armenios/fatimíes, siendo cada bando todo un
mundo de ambiciones, presiones y miedos.
El milenarismo de raíz agustiniana, con el eco de los temores del
año 1000 (reiterados en las décadas siguientes) estaría en la mente de
parte de los cruzados… y de los escritores que posteriormente pusieron
por escrito los relatos de conquista de Tierra Santa. El mensaje del
advenimiento del Anticristo, el retorno de Jesucristo y su lucha contra
Satanás, para juzgar después a vivos y muertos desde lo alto de
Jerusalén, caló hondo en cruzados en movimiento y cristianos que se
quedaron en Occidente. «Al llegar el siglo XI, las conjeturas
apocalípticas sobre el fin del mundo habían empezado a tomar una forma
bastante específica» (p. 326). La bestia y su profeta serían arrojados a
un estanque de azufre; los ejércitos de Gog y Magog serían derrotados
en la última gran batalla. La cruzada, y el asedio final de Jerusalén
(mayo-junio de 1099), formaban parte de esa serie de batallas contra el
Mal. El resultado sería, tras la derrota y el exterminio (en clave de
Antiguo Testamento) sería la llegada de esa era de paz que la Biblia (y
San Juan) habían profetizado. Una poderosa imagen que quedaría grabada
en gran parte de los peregrinos/soldados que acudieron a lo largo de una
azarosa expedición a Tierra Santa.
El libro de Jay Rubenstein, pues, analiza este trasfondo, sigue los
pasos de la Primera Cruzada (y de sus protagonistas), ofrece una
interpretación diferente del componente ideológico que subyacía en ella y
aporta un relato fascinante, en cierto modo provocativo y tremendamente
entretenido. Diferente, además. Y se agradece.