Tendría que haber hecho caso de mi... ¿instinto? ¿Criterio? No sé, lo que sea. Porque no es que uno no se equivoque al ir al cine (de los mojones se aprende), pero sí ya tiene cierto, no sé, olfato. De que te van a tomar el pelo. Te van a dar gato por liebre. Es más, te van a tomar por imbécil. Y si de Rodrigo Cortés y su cine no me esperaba, precisamente, era ninguna de estas tres cosas.
Iba con reparos al cine tras visionar un tráiler que ya me olía a chamusquina. Pero, por un lado, la curiosidad mató al gto, y por otro, me la habían recomendado. Así que, me dije, tras Buried (Enterrado), su anterior película, la cosa puede prometer... a pesar de lo que ese tráiler me iba diciendo. Me siento en la butaca, veo con agrado la primera media hora y luego... zas, decepción, aburrimiento, incredulidad y sensación de que me han tomado el folículo capilar.
La política apesta. Incluso antes de ser política, de alcanzar el poder, de disponer de él y de tomar decisiones que pueden cambiar (o no) el curso de la historia de un país. Pero casi es más emocionante la carrera (política) hacia ese poder (político). Alejandro Amenábar dijo hace un tiempo que jugando al Monopoly sacaba lo peor de sí mismo con tal de ganar la partida, pesara a quien pesara. Pues imaginad el tablero de unas elecciones primarias, con dos candidatos en liza para conseguir la nominación (en este caso demócrata) para las elecciones presidenciales. Y en Ohio, después del Supermartes, se juega el futuro cercano de dos candidatos: el senador Pullman y el gobernador de Pensilvania, Mike Morris (George Clooney). Un hombre que promete aires de cambio. Para quien la política es (mucho) más de lo que se ha hecho hasta entonces. La capacidad de cambiar el mundo. El sueño de ser diferentes. De poder hacerlo. ¿Os suena todo eso? Pues no, no hablamos de Barack Obama en el 2008, pero sí de la magia y la putrefacción de la política.