Aprovechando que anoche, en la 2, emitieron la versión televisiva...
[17-IX-2009]Urtain era algo así como un altorrelieve musculado de la mitología del tardofranquismo (...) Sísifo en camiseta, Sísifo con chapela (...) Urtain, como el Régimen, ha sido fuerza para nada (...), se había convertido involuntariamente en el coloso de Rodas del franquismo, y ahora que muere el franquismo muere el coloso
Francisco Umbral
Ayer noche me acerqué al teatro Romea a ver una obra que, por un motivo u otro, despertó mi curiosidad desde que supe de ella. El mundo del boxeo, del que soy totalmente ajeno (no me interesa lo más mínimo) ha dado mucho juego en el cine (de Robert de Niro/Jake La Motta en Toro salvaje a la Million dollar baby de Clint Eastwood), y resulta que en España tuvimos nuestro particular toro salvaje, el Morrosko de Cestona, José Manuel Ibar Urtain (1943-1992). La España del franquismo murió en los años de la transición (¿1982 como muy tarde?), pero sus símbolos (tergiversados y manipulados) duraron varios años más. Uno de ellos, Urtain, el levantador de piedras reconvertido por un mánager ávido de dinero en boxeador sin técnica, a quien las sospechas de tongo siempre acompañaron; el ex boxeador que no supo encontrar su sitio en un país que se reconvertía en otra cosa; el hombre destrozado, el muñeco roto, el hombre incapaz de decir te quiero; Urtain, en definitiva, se lanzó al vacío desde su piso de Madrid cuatro días antes del inicio de los Juegos Olímpicos de Barcelona, el ejemplo más claro de que España ya era un país moderno. Juan Cavestany escribió un texto que parecía destinado para una película sobre Urtain. Se documentó a fondo sobre el personaje y su época, los años finales del franquismo, pero llegó un momento, como él mismo dice, «cuando me di cuenta de que toda la documentación que había acumulado no me servía. Lo sabía todo sobre Urtain, pero el caso es que al final de sus días, Urtain se había suicidado. Y suicidarse ¿no es una forma de decir al mundo: "no sabéis nada"?». A partir de este texto, reconvertida en obra de teatro, Animalario, bajo la batuta de Andrés Lima, construye una metáfora del final de una época, de un pobre hombre roto, de las miserias humanas.
La obra se representa, en casi dos horas, como si fuera un combate a diez asaltos en un escenario que es un ring de boxeo. Y con una cronología que va del momento en que Urtain se suicida lanzándose al vacío (literalmente, pues Roberto Álamo/Urtain es elevado a los cielos con un arnés para luego ser metafóricamente tirado al vacío), y hasta su infancia. Con constantes flashbacks, la trama nos lleva a un Urtain ya en su declive humano, buscando la foto con Franco en El Pardo; sus problemas familiares; el modo en el que sus allegados le utilizaron, así como el régimen (Vicente Gil, médico personal de Franco y presidente de la Federación Española de Boxeo, y Adolfo Suárez, emergente figura dentro del régimen ya decadente); el combate perdido con el británico Cooper; la derrota profesional y personal; su falta de técnica y de estilo en el boxeo, simplemente la fuerza pura; sus inicios, ya ensombrecidos con el fantasma del fraude; su infancia entre palizas constantes con un padre violento. Todo ello nos explica quién fue Urtain, un hombre destinado a romperse, a ser el juguete roto de un régimen moribundo, a ser una persona incapaz de adaptarse a los cambios.
La obra transcurre con un ritmo ágil, pasando de un asalto sin ruptura alguna, del suicidio al Urtain decadente, el paso rápido por los ochenta, la España de Raphael en los setenta, entre la farsa y la tragedia personal. Los espectadores nos situamos alrededor del ring, seguimos el juego de personajes en danza (sólo Roberto Álamo, como Urtain, interpreta a un unico personaje; el resto de actores asumen roles múltiples, de Pedro Carrasco a Raphael, de la folclórica de fondo a los periodistas que atosigan a Urtain, del mánager trapacero a la esposa que sólo quiere a su marido en casa, no boxeando). Los actores se mueve por el ring en un acoso constante al personaje principal, que, como marioneta con hilos invisibles, se deja llevar, manipular, utilizar. Un presentador aparece constantemente como eje lineal de la trama personal de Urtain y de la España de aquellos tiempos.
La iluminación juega un papel esencial en la obra, siendo un personaje especial. Los decorados son prácticamente inexistentes, el vestuario apenas se cambia con una chaqueta o una bata, mientras el Urtain trajeado del inicio se va despojando de ropa a medida que avanza la obra para finalmente quedarse con el calzón de boxeador. La música, a cargo de Nick Powell, cuenta también con canciones raphaelianas como metáfora y banda sonora al mismo tiempo de un tiempo, parodia incluida.
Y entre el elenco actoral, un grandísimo Roberto Álamo llena el escenario, con su cuerpo (trabajado en el gimnasio, sin duda) y una voz gastada, como el personaje. Álamo emociona e impresiona, lisa y llanamente. Deja al espectador con un nudo en el estómago en algunas escenas íntimas, empatiza con esta marioneta incapaz de expresas sentimientos, pura fuerza bruta, usado y tirado. El resto de actores -Raúl Arévalo, Luis Bermejo, Luis Callejo, María Morales, Estefanía de los Santos y Luz Valdenebro- necesariamente se desdobla en múltiples papeles, pero son el perfecto coro para esta obra y para este protagonista.
En definitiva, una obra que vale mucho la pena ir a ver (en Barcelona, hasta el 22 de noviembre). Mucho.