¿La «verdadera historia» de Julio César?
I
Desde hace ya un tiempo, la novela histórica se ha convertido, dentro de esa ecuación que combina la forma literaria con un fondo histórico, más en un receptáculo de lo segundo que en un expositor de lo primero: es decir, en muchos casos ya no es una muestra del talento y la capacidad de un novelista para recrear una (h)istoria en la que el contexto histórico es lo más verosímil posible y forma parte relevante de la trama que se desarrolla. Un contexto, un ámbito, una época, que nos trasladen al pasado, muy a menudo el de la antigüedad grecorromana, y que nos hagan «sentir» durante el tiempo que leemos la novela que «estamos» allí, que «reconocemos» o nos dejamos «llevar» por lo que asumimos que «es» ese momento histórico en el que transcurre la trama.
Desde
luego, esta de idea de «reconocer» un pasado no deja de ser una ilusión, una
«ficción» que nos hemos creado nosotros mismos, a partir de lo que «sabemos» de
esa época por haberlo aprendido en el colegio o en la universidad, por haberlo
leído en libros que tratan sobre tal personaje, tal civilización o tal episodio
histórico… o también por haberlo leído en otras novelas. La novela histórica,
en este sentido, es muy poderosa: tiene la capacidad de configurar
mentalidades, las de los lectores y no tanto las de los personajes que aparecen
en ella, y se convierte por ello en un «objeto» ideal para «divulgar». Pero no
debería ser así y aquí entran en juego dos responsabilidades: en primer lugar,
la del del propio novelista, que debe tener claro que lo que escribe, aun
«ubicado» en una época histórica concreta, es ficción, no un ensayo encubierto;
y en segundo lugar, y no menos importante, la responsabilidad del lector, que debe asumir como tal,
como esa ficción, lo que está leyendo.
Pero
esta doble responsabilidad, cada vez más, se olvida o se deja a un lado:
muchos, no diré todos los, novelistas se dejan llevar por la pasión por un
personaje o un período concreto; en vez de recrear una (h)istoria, novelizan la
que existe o conocen en detalle tras haberla leído en biografías y ensayos que
transitan en la autopista de la (ocasionalmente) alta divulgación y, en el
mejor de los casos, en las carreteras secundarias del mundo académico. Y los
lectores buscan (y saben que encontrarán) en esas novelas el recipiente en el
que «aprender» (H)istoria, asumiendo muchos de ellos, si andan escasos de lecturas
o son neófitos en esa (H)istoria que lee, que lo que leen es «realmente» la (y no una) (H)istoria. El resultado es la confusión de géneros a la que nos
vemos abocados desde hace tiempo y que ha convertido una novela en el producto
por antonomasia para acercarse a la (H)istoria. Y para hallar la «verdad» de los
hechos.
Además,
el hecho de que, en un proceso que empezó hace tiempo como una serie de
sugerencias para indagar en los hechos y los personajes que se recrean en la
novela, se haya pasado a incluir elaboradas bibliografías, con decenas de
referencias a libros y artículos en revistas de tipo, incluso académicas, y en
otros idiomas además del castellano, lleva a una carrera que parece no tener
fin. Una carrera en la que el novelista de turno «muestra» la detallada
bibliografía que parece haber utilizado y en la que, a la postre, el objetivo
que tiene una novela –entretener y animar a la lectura–, se convierte en ya no
sabemos qué. Pues, ¿qué propósito hay en añadir sesudas bibliografías al final
de un texto de ficción histórica? Quizá la clave esté en que la ficción es lo
que cada vez interesa menos y de lo que se trata, de un modo encubierto o más o
menos voluntario, escribir (H)istoria y no tanto una novela histórica. Si,
añadimos, la novela de marras ya no está protagonizada por personajes ficticios
que se desenvuelven en un contexto histórico determinado, sino personajes
históricos sobre los que se ha escrito mucho en el ámbito de la no ficción, de
la Historia a la Filosofía, pasando por la Historia del Arte y las Relaciones
Internacionales, el problema se agudiza y a la vez se complejiza.
Pues
no es lo mismo escribir una novela en la que el personaje es ficticio y, por
tanto, puede inventarse lo que se quiera, siempre que se respete el verosímil
contexto histórico en el que se ubica, que hacerlo sobre un personaje real que
tuvo una vida y realizó una serie de acciones que se han conservado en fuentes
heterogéneas y que pueden contrastarse entre sí. Al tratar sobre un personaje
histórico, la capacidad para «recrear» o «inventar» se reduce: hay unas líneas
rojas que no pueden cruzarse sobre hechos comprobables y admitidos como
«ciertos», y ya sea sobre un personaje de hace dos mil años como de unos hechos
que transcurrieron unas pocas décadas atrás. Se puede indagar en las lagunas de
las fuentes, en los fragmentos de una vida o de un proceso histórico que se han
perdido y sobre los que hay, si no discusión, al menos un espacio para la
especulación.
Meterse,
pues, en esos intersticios deviene para el novelista un campo virgen para
recrear, inventar y mostrar detalles sobre un personaje o unos hechos que,
desde la ficción, ayudan a matizar la interpretación que hacemos, en el
presente, de ese personaje y esos hechos. Y para un lector una novela supone un
entretenimiento que además puede picar el gusanillo de la curiosidad y animarle
a profundizar sobre la (H)istoria que se ha recreado en libros más adecuados para
ello: las biografías, monografías divulgativas o académicas, las propias
fuentes primarias que se han conservado de esos hechos, etc. Pero, por
desgracia, esta manera de escribir/leer se está dejando de lado en pos de una
erudición impostada en la escritura y de una lectura malentendida de una
novela.
La
promoción y el márquetin también parecen haber cambiado, como es evidente que
han hecho muchos (no todos los) lectores, menos pacientes y dispuestos a
arriesgarse, más pendientes a menudo de las pequeñas pantallas y cada vez más
acostumbrados a novelas de capítulos cortos, ideales para leer entre cuatro o
cinco paradas de metro o autobús, personajes más sencillos en su
caracterización, recreaciones más visuales, referentes más propios del cine y
las series de televisión y, especialmente, sobradas de tópicos y lugares
comunes y recurrentes sobre lo que se «asume» que fue un personaje o una época
concreta del pasado. Añadamos a ello lecturas, más o menos interesadas, del
pasado en clave actual y una «divulgarización», más que una divulgación, de ese
mismo pasado. Es por ello por lo que los que nos hemos formado en estudios
históricos y nos dedicamos a ellos desde el rigor, la honestidad, la crítica de
fuentes y una lectura especializada que no acaba nunca, asumimos que el éxito
de una determinada manera de hacer novelas históricas es un fracaso colectivo.
Y, además, parafraseando la cita de Anton Ego, el personaje de la película Ratatouille
(Brad Bird, 2007), el hecho más amargo que debemos afrontar es que, a la hora
de la verdad, cualquier novela mediocre tiene probablemente más permanencia que
la crítica en la que la tachamos de basura… o que cualquier ensayo o monografía
que trate el mismo tema de esa novela.
Hemos
de reconocer que es una batalla perdida, pues muy probablemente tendrá más
alcance, arraigo y permanencia una novela de un autor superventas que la vasta
bibliografía que sobre un tema, personaje o periodo pueda haber. Y en cierto
modo es «lógico»: ¿cuánto tiempo se le puede dedicar a leer una novela de
Santiago Posteguillo? ¿Una semana? (unos la devorarán en unos pocos días, otros
necesitarán más). Con esa lectura un lector no especialmente curioso y que
quizá no tenga demasiado tiempo puede que haya «saciado» la curiosidad sobre el
personaje y el período que trata. ¿Cuánto tiempo se necesita para conocer con
bastante profundidad, a partir de una lectura crítica de las fuentes, del
manejo de la vastísima bibliografía secundaria (y en varios idiomas), y de una
constante reflexión y análisis? Una vida entera, y quizá solo hayamos rascado
la superficie. Un lector que busque entretenerse con una novela no necesitará
eso; incluso un lector que quiera «aprender» sobre ese personaje y esa época es
probable que te pregunte que le recomiendes un libro, a poder ser sólo uno y no
más, sobre dicho personaje o tema. Con ese libro, y si además es una novela,
¿qué necesidad hay de leer más? Se ha leído, se ha asumido como «verdad» y a
otra cosa.
En
este sentido, la novela histórica –y determinadas novelas históricas– lo tienen
fácil para llegar a un amplio público, que no requiere de una formación
específica, que se quedará con detalles concretos, que «aprenderá» (aunque no
debiera ser esta su función) y que recomendará la novela en una conversación
con amigos. Pero eso no significa que debamos conformarnos y que la dejemos pasar
por la «verdadera historia de» un personaje, un episodio o una época históricos.
Pues al hacerlo, perpetuamos el problema y, parafraseando una serie de
televisión que comentaremos en breve (y que viene muy al pelo del trasfondo de
esta reseña), cada falsedad, manipulación, tergiversación o incluso invención
es una deuda a la verdad; a la «verdad» de unos hechos que nos han llegado, a
menudo con divergencias, a través de unos textos y unas fuentes, que se han
contrastado e interpretado, y que asumimos que son aquello que sucedió sobre un
personaje o una época. Falsear y manipular esos hechos, en aras de una burda
simplificación o, peor aún, de una interesada manera de leer el pasado, es algo
que no debemos permitir, o, al menos, advertir sobre el daño que hace a la
«verdad histórica». Y sobre esto versará esta reseña de Yo soy Roma, la
novela de Santiago Posteguillo publicada a principios de abril de 2022 por
Ediciones B y que en su cubierta aparece el subtítulo «La verdadera historia de
Julio César»; ya lo anticipamos: no es una [H]istoria «verdadera».
Antes
de analizar los problemas que presenta esta novela, nos parece conveniente
incidir, siquiera brevemente, en una campaña de márquetin desaforado en medios
de comunicación acríticos, cuando no complacientes con autor y novela, y que
nos permite observar hasta qué punto se llega para «vender» libros. Nos
extenderemos también en el análisis de una serie de televisión reciente, que
parte de unos hechos históricos bien conocidos y que, no obstante, manipula,
tergiversa, inventa y, en última instancia, pervierte lo que se considera la
«verdad» de esos hechos y por un afán de entretener e impactar. Al denunciar
unas mentiras, en este caso las de un régimen político que encubrió unos
hechos, no se puede caer en el falseamiento de unos hechos, por mucho que se
pueda justificar como una «simplificación» de los mismos en aras de una
narración ágil. Toda mentira, insistimos y como se menciona en esa serie, es
una deuda a la verdad.
II
En su
clásica obra La novela histórica,
editado en formato libro en 1955, pero redactado entre 1936 y 1937 y publicado
poco después por entregas en una revista rusa, Georg Lukács comenta: «La
relación directa e intelectual con el presente, relación hoy predominante,
muestra de manera implícita la tendencia a transformar la representación del pasado
en una parábola del presente, a extraer de la historia un "fábula
docet" en forma inmediata, lo cual se opone a la naturaleza de la
concreción histórica del contenido tanto como a la redondez real y no formal de
la plasmación» (p. 426 de la traducción castellana, publicada en México,
Ediciones Era, 1966). Esta «parábola del presente» puede convertirse, a su vez,
en un «presentización del pasado», como a menudo leemos en entrevistas de
promoción de novelas y en las que hay autores que, en aras del márquetin que ha
de llegar al potencial lector, establecen paralelismos para atraer su atención.
En
la promoción de Yo soy Roma, Santiago
Posteguillo ha repetido en diversos medios frases del tipo «existen momentos en
la historia en que un personaje puede cambiar una época. Julio César es el
Volodímir Zelenski de su época» (artículo/entrevista de
Javier Ors, edición digital de La Razón,
3 de abril de 2022). En esa misma entrevista, e «interpretando» sin rubor el
pasado en clave actual, se puede llegar a decir que
«la república tardorromana ha derivado en una oligarquía tipo Putin,
donde muchas familias amontonan riquezas. Julio César, punto de inflexión
en la historia, arremeterá contra ellas. El problema es que las familias
romanas estaban repartidas en dos partidos que dirimen su influencia en la
asamblea del pueblo y el Senado. Este conflicto genera un montón de tensiones
que llenarán las calles de una enorme violencia y de sicarios que intentan
liquidar a enemigos políticos (…). El
debate político en el que está involucrado César, en el fondo, es totalmente
actual. El ambiente que vive es muy
parecido a esta Rusia con oligarcas que maneja los modos de una pseudodictadura.
César no se enfrenta a una república moderna, democrática y justa, parecida a
las nuestras, sino a esto…» (la cursiva es mía).
Más
adelante, Posteguillo afirma (y el periodista recoge):
«los lectores reconocerán
muchos de los problemas actuales. La corrupción política, los tribunales
politizados… [resaltado en negrita en el artículo] a través de este juicio [el
de Dolabela, planteado en la novela] observamos que nuestro derecho es una evolución
del romano. Una de las lecciones que deja esta parte de la biografía de César
es que sui la Justicia falla, la sociedad se resiente y las tensiones sociales
crecen. Si esto ocurre, por lo general, los conflictos se resuelven con
violencia y, en ese caso, puede vencer cualquier parte que se haya postulado.
Por eso es crucial disponer de buenos sistemas judiciales».
En
otro artículo/entrevista, a
cargo de Luis Alemany y publicado en la edición digital de El Mundo el 4 de abril de 2022, leemos lo siguiente por parte del
articulista: «¿Para qué sirven las novelas de romanos, además de para
embellecer algunas tardes de Semana Santa? ¿Para entender el mundo contemporáneo?
Si esa es la respuesta ideal, bien está Roma
soy yo, de Santiago Posteguillo (Ediciones V), 700 páginas que tratan de
política y de derecho, de relaciones internacionales y de clases sociales». Ya
de entrada se plantea la novela como un ejercicio de aprendizaje de una serie
de disciplinas y no tardará en llegar la búsqueda de paralelismos con el
presente; por ejemplo, con la «independencia de los jueces», tema en discusión
ante el bloqueo de los principales partidos políticos en España para renovar
los órganos del poder judicial. Así, y ya citándose a Posteguillo, leemos ahí:
«Sila (138-78
a.C.), al convertirse en dictador, se dio cuenta de que la independencia de los
jueces era un problema para la élite a la que representaba. Hasta ese momento,
en la justicia hubo representantes de la clase ecuestre, gente de la
Asamblea, había fórmulas que tendían a la división de poderes (en negrita
en el texto del artículo). Había un senado elitista, sí, pero también
había tribunos de la plebe con derecho a veto. Sila acabó con esa complejidad a
base de sicarios. El sistema falló y apareció una disfunción brutal, la mayor
disfunción de su época. Pero hubo quien siguió luchando por repararlo como
Julio César. A partir de ahí, podemos hacer paralelismos con muchas cosas
que pasan ahora» (la cursiva es mía).
La confusión entre la (h)istoria se lee en una novela y la (H)historia que se debería aprender fuera de la novela se ha sembrado.
III
En su discurso de agradecimiento [desde
minuto 1:59] por el premio Emmy a la miniserie Chernobyl (HBO: 2019), su creador, el guionista Craig Mazin, dijo:
«Y espero que, de alguna pequeña manera, nuestra serie haya ayudado a la gente
a recordar el valor de la verdad y el
peligro de la mentira» (la cursiva es mía). Los aplausos del público
interrumpieron brevemente el discurso de Mazin, mientras detrás de él veíamos a
Jared Harris, que interpretaba al ingeniero Valery Legásov, asentir firmemente
con la cabeza. Mazin terminó sus palabras de agradecimiento: «Y les dejo sólo
con esto y lo que escuché al final de… dije vechnaya
pamyat, que significa memoria eterna, y me gusta pensar que en televisión
podemos hacer con las historias como en When
They See Us [miniserie de Netflix también nominadas y sobre la condena a
cuatro jóvenes negros por un crimen no cometido]. Podemos hacer que las historias sean conocidas de manera permanente, y
ese es un poder extraordinario y una responsabilidad para todos nosotros»
(la cursiva también es mía). Resulta enormemente curioso, además de cínico, que
Mazin hiciera un alegato del valor de la «verdad» y el peligro de la «mentira» cuando su miniserie –una excelente producción dramática en cuanto a desarrollo
de tramas y de personajes… en su mayor parte; queremos remarcarlo–, que recoge
los hechos sucedidos a raíz de la explosión nuclear del Reactor Núm. 4 de la
Central Nuclear Vladímir Lenin de Chernóbil en la madrugada del 26 de abril de
1986, cruza a menudo la línea de lo que es «verdad» y lo que es, en este caso,
pura ficción… sobre unos hechos históricos ampliamente conocidos.
Por
poner un ejemplo (de muchos); tenga paciencia el lector, nos vamos a detener un
rato en esto. En el capítulo 2, tras una reunión de urgencia en el Kremlin en
la mañana de ese 26 de abril de 1986, el premier soviético, Mijaíl Gorbachov,
encarga a Boris Scherbina (Stellan Skarsgård), vicepresidente
del Consejo de Ministros y un hombre que tenía maña arreglando crisis, que vaya
a Chernóbil: «quiero que revise el reactor y que me informe directamente (…) y
llévese al profesor Legásov» (allí presente). Scherbina no quiere que [Valery]
Legásov le acompañe, pero Gorbachov es tajante al respecto: «¿Sabe cómo
funciona un reactor nuclear? [Scherbina admite que no] ¿Entonces cómo sabrá lo
que revisa?». La siguiente escena muestra a Scherbina subir en un helicóptero y
viajar a Chernóbil… desde Moscú. Durante el vuelo, Scherbina pregunta a
Legásov: «¿Cómo funciona un reactor? (…) La pregunta es sencilla». «Pero la
respuesta no», responde Legásov. En ese momento, Scherbina le espeta: «Claro,
cree que soy demasiado estúpido para entenderlo… Como quiera. ¡Dígame cómo
funciona un reactor o haré que mis hombres lo tiren del helicóptero!». Legásov
mira a los dos hombres con uniforme que le flanquean a izquierda y derecha,
impertérritos, y le explica con un lenguaje sencillo cómo funciona la fisión
nuclear, comparando los neutrones con «balas» y especificando cómo el grafito
con el que están envueltas las barras de uranio de un reactor RBMK modera,
reduce, el flujo de neutrones en la fisión. «Bien, ya sé cómo funciona un
reactor. No le necesito», zanja Scherbina la “conversación”. La siguiente
imagen muestra al helicóptero en un plano medio dirigiéndose a Chernóbil.
Dos
escenas seguidas que resultan largas (casi 9 minutos) y muy ilustrativas, pero
llenas de falsedades, y recordemos que estamos hablando de una serie que se
basa en hechos reales y que defiende «el valor de la verdad». Para empezar, en
la reunión del Kremlin Scherbina no estaba presente: en la mañana de ese 26 de
abril, estaba de viaje de visita a la ciudad siberiana de Barnaul. Como detalla
Serhii Plokhy en el capítulo 8 de su libro Chernobyl:
The History of a Nuclear Catastrophe (Penguin Books, 2019), Scherbina
regresó a Moscú, convocado por su jefe, el primer ministro Nikolái Ryzhkov, con
quien mantuvo una charla de veinte minutos sobre el accidente; entonces,
Scherbina, designado para presidir una comisión que incluiría a miembros del
Partido Comunista en Ucrania, escogió a un grupo de expertos (entre ellos,
Legásov) que todavía estaban en Moscú y voló con ellos a Kíev en avión. Durante
el vuelo, Scherbina recibió un curso acelerado de la historia de los desastres
nucleares por parte de Legásov, que por entonces era subdirector primero del
Instituto Kurchatov de Energía Atómica. Legásov había pasado la mañana de aquel
día, un sábado, en una reunión del partido y de personal en el Ministerio de
Construcción de Máquinas Medianas (organismo que supervisaba la industria
nuclear soviética), convocados por la dirección, y aunque ya era conocida la
noticia de la explosión nuclear en Chernóbil, apenas se mencionó; pero Legásov
se dio cuenta pronto de que aquello parecía importante. Legásov supo que
Scherbina le había nombrado para participar en la comisión y recibió órdenes de
estar en el aeropuerto Vnukovo de Moscu a las 16 horas. Recogió materiales
diversos en el Instituto Kurchatov y durante el vuelo puso en antecedentes a
Scherbina. Hay que tener claro, pues, que el viaje de Moscú a Kíev se hizo en
avión, no en helicóptero, y no directamente a Chernóbil: hay casi 750
kilómetros entre Moscú y Kíev, distancia que requería la rapidez de un avión,
que de todos modos no tardaría menos de una hora y media en realizar el
trayecto. En Kíev les esperaba una «procesión de coches gubernamentales de
color negro y una agitada aglomeración de líderes ucranianos», y viajaron hasta
Chernóbil y de ahí a Prípiat, la ciudad cercana a la central nuclear y que fue
creada juntamente con esta en los años setenta. Hasta las 20.20 horas, ya de
noche, Scherbina y su séquito no llegaron hasta el edificio del comité del
Partido en Prípiat.
Podemos
ver, pues, que hay notables diferencias entre lo que sucedió en la realidad histórica
y lo que el espectador ve en la serie: en el Kremlin no se reunieron Scherbina
y Legásov con Gorbachov y otros altos cargos del Gobierno; no partieron
directamente de Moscú, pues había que esperar que Scherbina regresara de
Siberia; no viajaron en helicóptero, prácticamente solos Scherbina y Legásov,
junto a dos guardaespaldas del primero; y desde luego Scherbina no amenazó a
Legásov con hacerle arrojar del helicóptero. Un diálogo en la serie que,
además, requería ser pronunciado para resaltar ese poder omnímodo de Scherbina
como alto funcionario soviético y la prácticamente inane situación de Legásov
como científico y nada más (recordemos, no obstante, que era uno de los subdirectores
del Instituto Kurchatov); y que estaban en un helicóptero: una amenaza de ese
tipo no tendría sentido si se hubiera pronunciado en un avión y que en todo
caso el Scherbina «real» tampoco habría dicho, pues no era el típico
funcionario soviético kageberizado con un poder absoluto, como a menudo se
pinta a los altos cargos del régimen soviético desde Occidente. Scherbina era respetado
porque resolvía problemas y precisamente por eso ejercía el cargo que ocupaba
en el Gobierno soviético.
Se
dirá: «bueno, tampoco es para tanto, se simplifican hechos para que la trama
fluya». Y diríamos: «¿a costa de faltar a la verdad? ¿A esa misma verdad que se
pretende reverenciar en esta serie?». Pues una cosa es simplificar o resumir
acontecimientos, otra inventar para apuntalar una tesis: en este caso, hasta
dónde eran capaces de llegar los jerarcas soviéticos ante una situación
determinada que se les escapaba de las manos. Y, añadimos, ¿era necesario
recargar las tintas sobre el poder dictatorial soviético cuando sabemos que la
maquinaria institucional de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era
mucho más complicada, a nivel de burocracia, y no tan «peliculera»? Y ello sin
negar que en el régimen soviético no se estaban con componendas…
No
es la única secuencia que falta a la «verdad», en esta serie; ni mucho menos, y
no vamos a detallarlas todas aquí. Pero, pedimos otra vez paciencia al lector, sí
nos detendremos en el capítulo 5, sobre el del juicio a los responsables de la
explosión nuclear, que en la miniserie se reducen a tres: el director de la
central nuclear Víktor Briujánov, el ingeniero jefe Nikolái Fomin y el jefe
adjunto del Reactor Núm. 4 Anatoli Diátlov. Pero antes un breve inciso. En
agosto de 1986, casi un año antes del inicio del juicio (que tuvo lugar en
julio de 1987), Legásov presentó en la sede de la Agencia Internacional de la
Energía Atómica en Viena un informe; en su declaración, a grandes rasgos, se
maquillaron muchos de los defectos estructurales que causaron el desastre en la
central de Chernóbil, se aseguró ante los gobiernos occidentales y la comunidad
científica que la catástrofe había sido contenida y se dejó claro que se podía
«confiar» en el futuro de la energía atómica en la URSS y de su industria en
todo el mundo. Pero fue un informe que ocultó la enorme cantidad de errores que
se cometieron. «No mentí en Viena», afirmó Legásov en un informe presentado dos
meses después ante la Academia Soviética de las Ciencias, «pero no dije toda la
verdad» (citado por Adrian Higginbotham, Midnight
in Chernobyl: The Untold Story of the World’s Greatest Nuclear Disaster, Corgi
Books [Penguin Books], 2019, p. 277; traducción propia en esta y otras citas
textuales).
Volvamos
al capítulo. El juicio se produce, dentro de «cronología» de la miniserie, muy
poco después del viaje de Legásov a Viena: en realidad pasó casi un año entre
ambos sucesos, pero aceptaremos pulpo (o elipsis temporal, cual cuervos en Juego
de tronos). Al inicio, Legásov mantiene un encuentro con vicepresidente del
KGB, Charkov (Alan Williams) –personaje ficticio probablemente basado en quien
fuera presidente del KGB en aquellos años, Víktor Chebrikov– en un coche y con
unos modos claramente amenazantes para él, claro. Ambos comentan brevemente la
intervención de Legásov en Viena y Charkov le traslada la «recompensa» que
recibirá después de que Legásov testifique en el juicio: la medalla de Héroe de
la Unión Soviética («nuestro mayor honor, no me lo han concedido ni a mí»,
apostilla Charkov) y un ascenso a director del Instituto Kurchatov. Legásov
insiste en que los científicos no han visto cumplidas las promesas que el
Estado hizo con ellos: «que mejorarían todos los reactores, han pasado meses y
no ha habido ningún cambio». Charkov le corta en seco: «primero, el juicio;
cuando termine tendremos villanos, a nuestro héroe y nuestra verdad. Y
después se arreglarán los reactores» (la cursiva es mía). Aquí encontramos unos
hechos ya manipulados y que luego comentaremos.
En
el juicio, y después de reconstruirse lo sucedido aquella noche en la central
nuclear de Chernóbil, un Legásov dispuesto a decir la verdad, como le
pidiera previamente Ulana Khomyuk –la científica ficticia que se utiliza en la
trama para representar a la comunidad científica que investigó el desastre
nuclear, interpretada por Emily Watson–, afirma al final de su testimonio: «Lo
que dije en Viena fue mentira. Mentí al mundo», mientras el público cuchichea y
el juez se remueve incómodo en su butaca y le llama al orden: «Profesor
Legásov, si intenta sugerir que el Estado soviético es responsable de lo que
pasó le advierto que está entrando en terreno peligroso». Pero Legásov se viene
arriba: «Ya he estado en terreno peligroso. Todos lo estamos ahora, por
nuestros secretos y mentiras. Y eso es lo que nos define. Cuando la verdad
ofende, nosotros mentimos y mentimos hasta que olvidamos que la verdad sigue
ahí, y aun así sigue ahí. Cada mentira
que decimos supone una deuda a la verdad. Tarde o temprano esa deuda se
paga. Así es como explota el núcleo de un reactor RBMK: con mentiras» (la
cursiva es mía).
Hay
un gran problema en esta escena: Legásov no fue testigo del juicio, no se le
llamó a declarar. Tampoco sucedió la secuencia inmediatamente posterior a su
testimonio, en una habitación que parece dispuesta para una sesión de
interrogatorio/tortura, en la que Charkov le amenaza: «Puedo hacer lo que
quiera con usted. Pero sobre todo quiero que sepa que lo sé. No es un valiente,
no es un héroe: sólo un hombre moribundo que ha olvidado quién es»; para
Charkov, Legásov no es más que un científico al servicio del Estado soviético y
de su verdad, por lo que, si no cumple con su «deber», será purgado (en
la tópica visión de los años treinta y cuarenta, no en la de la época de
Brezhnev, claro). Legásov reitera que mintió en Viena: «Yo sé quién soy y sé
qué he hecho. En un mundo justo me matarían por mis mentiras, no por esto: por
la verdad» (la cursiva es mía). Charkov, olvidando esa «recompensa»
prometida en el coche, le castiga de una manera especialmente cruel:
«—No van a matar a nadie, Legásov. El
mundo entero le vio en Viena, matarle sería humillante. ¿Y para qué? El Estado
no aceptará sus declaraciones de hoy, no van a llegar a la prensa. Esto no ha pasado. No, vivirá lo que le
quede, pero no como científico, eso se acabó. Conservará su título, su
despacho, pero sin funciones, sin autoridad. Sin amigos. Nadie
hablará con usted. Nadie le escuchará. Otros hombres, inferiores a usted, se
llevarán el mérito de sus logros. Su legado es ahora de ellos y vivirá para
verlo. (…) No volverá a verlos [a Sherbina y Khomyuk] ni a comunicarse con
ellos. Y no volverá a hablar con nadie sobre Chernóbil. Será tan
invisible para la gente que cuando por fin muera apenas recordarán que ha
existido.
—¿Y si
me niego?
—¿Por
qué preocuparse por algo que no va a pasar?
—[Legásov
suelta una risita] Claro, por qué preocuparse por algo que no va a pasar. Ah,
es perfecto, ponga eso en los billetes» (la cursiva es mía).
No
sucedió nada de todo esto, nada tan indignante para la memoria de Valery
Legásov. Lo que sabemos, lo que los hechos nos cuentan, es que, en los
dos años posteriores al desastre nuclear, la salud de Legásov se resintió por
su presencia en la central nuclear de Chernóbil, tan cerca del reactor
siniestrado y de la radiación. Siguió trabajando y su figura fue respetada en
la comunidad científica, aunque algunas de sus decisiones en Chernóbil, como
arrojar toneladas de arena y plomo sobre el reactor explosionado para sellarlo
(como se ve en el capítulo 2 de la miniserie), fueron cuestionadas. Escribió
diversos informes para la Academia Soviética de las Ciencias con propuestas de
reformas en la industria nuclear, que, no obstante, recibieron una tibia respuesta,
incluida la de su jeje, Anatoly Aleksandrov, director del Instituto Kurchatov.
En
su último año de vida, Legásov, deprimido por lo inane de sus informes y el
silencio recibido. intentó suicidarse dos veces; y aunque volvió al trabajo, ya
no lo hizo con el ánimo de antaño. Por sugerencia de un colega, y para
animarle, escribió un artículo para Pravda, periódico oficial del PCUS, en
el que desarrolló sus ideas para mejorar la seguridad nuclear, pero una vez
publicado sólo hubo silencio. En entrevistas en otros medios, Legásov advirtió
que Chernóbil podía volver a ocurrir y que no había nadie pudiera detenerlo; citando
a Higginbotham, Legásov apuntó a un problema de ética en la comunidad
científica: «Los hombres y mujeres detrás del gran triunfo de la tecnología
soviética –aquellos que crearon la primera central nuclear y enviado a Yuri
Gagarin al espacio– se habían esforzado por una nueva y mejor sociedad, y
habían actuado con una moralidad y una fortaleza en el objetivo heredado de
Pushkin y Tolstói. Pero el hilo de un propósito virtuoso se había escurrido de
sus dedos, dejando detrás una generación de personas jóvenes sofisticadas
tecnológicamente, pero sin ataduras morales. Era este profundo fracaso del
experimento social soviético, y no sólo un puñado de imprudentes operarios de
un reactor, lo que Legásov creyó que había que responsabilizar por la
catástrofe que floreció desde el Reactor Núm. 4» (ibid.., pp. 324-325). Sabemos
que en sus últimos meses de vida Legásov grabó las cintas que se encontrarían
tras su suicidio.
Por otro lado, Legásov no recibió ninguna mención
honorífica. En junio de 1987, estuvo en una lista preliminar para recibir la
medalla del Héroe del Trabajo Socialista [Guerói Sotsialistícheskogo Trudá],
título honorífico creado en 1938 para premiar aportaciones excepcionales a la
cultura y la economía de la URSS –y no la de Héroe de la Unión Soviética [Guerói
Sovétskogo Soyuza], la máxima distinción que se podía recibir en el país
desde 1934, como se afirma en la miniserie–, pero en el último momento
Gorbachov decidió que no se debería condecorar a ningún miembro del Instituto
Kurchatov por acciones en la contención de un desastre que, en su opinión, el
propio instituto había ayudado a precipitar (ibid., pp. 323-324).
En cuanto al ascenso a director de este organismo, sustituyendo al ya veterano
Aleksandrov, a principios de 1988 Legásov tenía esperanzas de que podía
conseguir la promoción, contando además con el apoyo del propio Aleksandrov,
«como reconocimiento de su papel en la liquidación de las consecuencias del
mayor accidente nuclear de la historia» (p. 325). No fue así. El 26 de abril de
1988, exactamente dos años después de la catástrofe nuclear de la central
nuclear de Chernóbil, Legásov recibió la confirmación de que sus propuestas
para crear un nuevo instituto de seguridad nuclear habían sido rechazadas. Al
día siguiente, su hijo Alexéy encontró en el hogar familiar el cuerpo ahorcado
de Legásov. No había dejado ninguna nota.
Valery
Legásov tuvo un triste final. Cometió errores, junto a otros científicos, en
los días posteriores a la explosión nuclear, pero fue consciente desde el
principio de que lo sucedido desnudaba las flaquezas de la industria nuclear y del
propio Estado soviético. Y tampoco se merecía ese final en una miniserie que,
prácticamente desde el inicio, al recrear unos hechos bien conocidos, falta a
la verdad, incluso en referencia al propio Legásov. «Y este, al menos, es el
regalo de Chernóbil: antes temía el precio de la verdad, ahora sólo me pregunto
cuál es el precio de la mentira», le hace decir Craig Mazin a «su» Legásov (una
persona real, que existió, recordemos) al final de la serie. Y uno se pregunta:
¿vale todo para contar una historia? ¿Una historia documentada, contrastada? ¿Era
necesario falsear episodios concretos cuando la propia historia real en sí
misma ya resulta estremecedora y la respuesta del régimen soviético fue tan
catastrófica como el propio desastre nuclear? ¿Merecía Valery Legásov que su
historia fuera manipulada de esa manera y que se inventara hechos que sabemos
que no sucedieron? ¿Merecía que su figura fuera manipulada tan burdamente en
una producción televisiva, dándole un final que no tuvo y que desde luego no
mereció? ¿Qué pensaría su familia al ver ese capítulo final?
En
última instancia, nos podríamos preguntar: ¿merece la Historia que se recrea en
una miniserie de televisión ser tergiversada del modo que hemos visto en esos
cinco episodios? Y no es una mala serie dramática, pues pone el acento en cómo
un régimen político mintió y ocultó la extrema gravedad de un desastre nuclear,
poniendo no sólo en peligro las vidas de millones de ciudadanos soviéticos sino
de las de millones de europeos a los que también afectó la radiación expulsada
del Reactor Núm. 4 de la central nuclear de Chernóbil. Pero, al denunciar la
mentira y en aras de nos preguntamos qué verdad, la miniserie conculca
esa misma «verdad» para cargar las tintas sobre un sistema, el soviético, que
de sobras mostró sus flaquezas y que solito se puso la cuerda alrededor del
cuello. No era necesario manipular la Historia para contar esta historia; no
era necesario mentir, no hacía falta inventar en aquello que sabemos que no
sucedió.
No
será la única «verdad» que veamos manipulada en esta reseña.
IV
Entramos ya de lleno en Roma soy yo de Santiago Posteguillo,
una novela que no necesita inventarse la (H)istoria para contar una
historia que, aun con sus lagunas en las fuentes clásicas, se conoce (bastante)
bien. Sobre los años de juventud de Gayo Julio César hay lagunas en las fuentes:
nos faltan, por ejemplo, los primeros capítulos de la biografía de Plutarco,
escrita casi dos siglos después del nacimiento del personaje, y que estarían
dedicados a la vida del personaje antes de la dictadura de Sila, y de las
fuentes coetáneas apenas quedan fragmentos a través de otros autores. Del César
maduro, ya en los años cincuenta y cuarenta antes de nuestra era, tenemos
muchos datos y además coetáneos: los propios comentarios cesarianos y las
cartas de Cicerón (así como algunos de sus discursos); Salustio nos transmite
una imagen de César durante la conjura catilinaria del año 63 a.C., Veleyo
Patérculo (contemporáneo del emperador Tiberio), Plutarco, Floro (siglo II
d.C.), Apiano (mediados de esa centuria) y Dión Casio (que escribe en las
primeras tres décadas del siglo III d.C.), así como epítomes posteriores,
ofrecen una panorámica amplia sobre el César de sus últimos quince años de
vida.
Estas
lagunas sobre el César joven son, por contra, un campo virgen ideal para
recrear y fabular desde la ficción, que es lo que hace una novela, o debería
hacer, y desde lo que sabemos de cierto sobre el contexto en el que vivió el
personaje (las décadas de los años 80 y primeros años 70 a.C.), para el caso
del género de la novela histórica. Diversos autores lo han hecho, de Rex Warner
(El joven César) a Colleen McCullough, quien en dos tomos de su saga (La
corona de hierba y Favoritos de la Fortuna) recrea la juventud y
primera carrera política de César, pasando por Conn Iggulden en su desastrosa
primera entrega de la serie Emperador, titulada Las puertas de Roma.
«Conocemos» también, gracias a novelas como Laureles de ceniza de
Norbert Rouland, Sangre romana de Steven Saylor y Sila, el último
republicano de Josep Maria Albaigès, la época de la dictadura silana. Por
tanto, el género, aunque con bastante menor amplitud que sobre el César de la
guerra de las Galias y de la guerra civil, ha tratado la juventud de este
personaje.
En las últimas coinciden en las librerías la novela de Posteguillo y la de Andrea Frediani, La
sombra de César (Espasa), primer tomo de una trilogía publicada hace una
década en Italia que, al margen de primer capítulo sobre César niño durante la
marcha de Sila sobre Roma (88 a.C.) y de un segundo sobre su propretura en
Hispania en el año 61, sitúa el grueso del texto en la guerra gálica.
Posteguillo inicia con Roma soy yo una serie de novelas sobre el
personaje, entre cinco y ocho, no está claro aún, pues es un proyecto en
construcción que, como ha avanzado en entrevistas, le ocupará los próximos diez
o doce años. El propósito es ambicioso y bastante trillado dentro del género
(para que nos vamos a engañar): recrear la biografía de Gayo Julio César, como
ya hiciera con sus trilogías sobre Escipión el Africano y Trajano, o su díptico
sobre Julia Domna (sobre Yo
Julia ya escribimos en su momento). Surge una cierta pereza en
el lector de largo recorrido cuando oye hablar, desde hace meses, sobre esta nueva
saga literaria, pues, a fin de cuentas y siendo un personaje tan conocido, qué
más se le puede ofrecer al seguidor del género.
César,
además, suele ser un personaje idealizado y romantizado en la novela histórica
(ni McCullough se escapó de hacerlo): qué grande fue, qué genio militar, qué
habilidad política la suya, qué ambición, qué perfecto/genial/maravilloso fue,
qué leyenda generó. Y es sobre la leyenda, promovida por el personaje en vida y
aumentada tras su luctuoso final, sobre la que la novela histórica suele escribirse.
Visiones teleológicas se presentan sobre cómo el personaje estaba predestinado
al poder supremo, prácticamente desde la cuna: Posteguillo también lo remarca
con un «Principium» en su novela en el que Aurelia acuna al bebé César y le habla,
incidiendo en los orígenes míticos de su familia, de Venus a Eneas, de Julo a
Rómulo y Remo, y en el que ya marca distancias entre el bebé y los senadores
optimates de esos años 100-99 a.C.:
«Sólo tú eres especial. Sólo tú, mi pequeño. Sólo tú. Y ruego a Venus y a Marte que te protejan y que te guíen tanto en la paz como en la guerra. Porque vas a vivir guerras, hijo mío. Ése es tu destino. Ojalá seas, entonces, tan fuerte como Marte, tan victorioso como Venus. Recuérdalo siempre, hijo mío: Roma eres tú» (sólo le faltó tararear: «importas tú, y tú, y tú, y nadie más que tú…».
Luego
está el añadido:
«Y Aurelia repitió al oído de su hijo de apenas unos meses aquella
historia una y otra vez como si fuera una oración, y así, sin darse cuenta,
aquellas palabras entraron en la mente del pequeño y lo acompañaron durante
años. Y las palabras de Aurelia permearon en su interior y quedaron en su
recuerdo, grabadas, como talladas en piedra, forjando, para siempre, el destino
de Julio César».
Toma
ya...
Y
es que se podría decir que la teleología está implícita en la novela histórica.
Por poner otro ejemplo reciente, en el capítulo 2 de la reciente novela de
Frediani, La sombra de César, el personaje responde a Labieno, en
relación con la dicotomía entre optar al consulado o al triunfo concedido por
su campaña hispana:
«Claro que quiero el
consulado (…). El triunfo solo me sirve paras contentar al pueblo e inducirlo a
que vote por el general que ha puesto a raya a los terribles pueblos ibéricos.
Una vez decretado, si el Senado concede que presente mi candidatura in
absentia, bien: podré celebrar el triunfo y concurrir a la elección incluso
estando fuera de los muros. Pero sin duda, el despreciable Catón hará de
todo para crearme dificultades y me obligará a elegir: entonces, renunciaré al
triunfo, adquiriendo así más crédito entre el pueblo, que me considerará
agraviado en mi derecho y votará más a gusto por mí. Es inútil decir, por
otra parte, que el oro que juntemos de los lusitanos servirá para reforzar la
convicción de los electores, en el caso de que no estén en especial
impresionados por nuestras empresas militares…» (p. 35; la cursiva es mía).
A
continuación, leemos: «Notable, como de costumbre. Labieno ya estaba lo
bastante impresionado. Pero sabía que César era capaz de planes mucho más
sofisticados» (ibid.). Claro, cómo no… Pero el César de Frediani no se queda
ahí en su presciencia: «Ya verás como Catón y compañía hacen lo imposible
para ponerme al lado un cónsul que me sea hostil. ¿Acaso quieres que vuelva
a encontrarme al lado de ese idiota de Bíbulo, al que ya me ha tocado soportar
como edil? Y luego, quiero ganarme un proconsulado en provincias decentes. Y
en cuanto Catón sepa que me presento, intentará hacer asignar a los cónsules
unas provincias ridículas» (pp. 35-36; la cursiva es mía). Y cuando Labieno
le pregunta cómo piensa ganarse el apoyo de «esos dos charlatanes», en
referencia a Craso y Pompeyo, César no tiene «duda» alguna:
«Sencillo (…). Para empezar,
a los ochenta y tres mil talentos que debo a Craso por haber saldado mis
deudas, añadiré considerables intereses, siempre gracias a los lusitanos.
Luego, le prometeré que actuaré para eliminar cualquier gasto a sus amigos
recaudadores de impuestos. A Pompeyo le aseguraré la aprobación de la ley a favor
de sus veteranos, por la cual ha lamido de forma inútil el trasero del Senado
durante tanto tiempo. Es una verdadera suerte que esté Catón: si no hubiera
sido por él, Pompeyo tendría mucho que agradecerle al Senado, y yo ahora no
podría ponerlo de mi parte…» (p. 36).
Terminamos
con Frediani, remarcando lo siguiente que escribe: «Labieno sonrió. Siempre
había pensado que, de no ser por Catón, César habría ascendido con más rapidez
a la grandeza a la que estaba destinado» (ibid.). Es cierto, como nos transmiten
las fuentes (Cicerón, por ejemplo), que Catón se estaba erigiendo entonces, a pesar de
su juventud (35 años) y no haber sido más que tribuno de la plebe, una figura
en auge entre los optimates –sobre todo tras la muerte de Quinto Lutacio
Cátulo, uno de los principales sullani–, y especialmente como enemigo
personal de César; pero de ahí a mover los hilos y decidir qué hará el Senado y
qué impedir a nuestro personaje, pues es bastante más que ventajismo y
aposteriorismo; y obviando que nada estaba escrito antes del consulado de
César, nadie podría haber predicho de antemano que este renunciaría al triunfo
para optar al consulado (cuando las posibilidades de conseguir un desfile
triunfal eran mucho más escasas que las de volver a optar al consulado) o que
conseguiría aliar a Pompeyo y Craso, claramente muy superiores en influencia
que un propretor endeudado (otra cosa era un cónsul electo), para acabar
formando el mal llamado «Primer Triunvirato» y conseguir un extenso mando
proconsular…
La
telelología, pues, esa «creencia» de que los acontecimientos tienden a a
desarrollarse hacia un destino final preestablecido, y no como una sucesión de
causas y efectos (con obstáculos y cambios entre medio), es parte consustancial
de muchas novelas históricas… y no pocas biografías y ensayos de no ficción. El
escritor (y el lector, en cierto modo) saben qué pasó al final y resulta
tentador, escribiendo a posteriori, desarrollar una trama que lleve a ese
resultado postrero, que lo explique e incluso «justifique». Por eso tal o cual
personaje actuó como lo hizo, viene a decirse, por eso sucedió de esa manera.
Pero es un ejercicio ventajista, claro está: los personajes de una novela no lo
saben «aún» y si les inducimos a «actuar» de una manera «predeterminada» en
realidad, independientemente de que nuestra trama tenga más o menos «matices»
respecto a la realidad histórica, lo que hacemos no es ficción histórica: salvando
las distancias, sería «ciencia-ficción».
En
Roma soy yo, y como ya anticipamos antes en esa (tópica) escena de la
madre acunando al bebé César y «metiéndole en la cabeza» la grandeza que
adquirirá, el predeterminismo y la teleología están presentes a lo largo de la
novela. Y más aún con un personaje joven, apenas 23 años al final de la novela,
tras la sentencia del proceso judicial en el que se ha embarcado, y con una
madurez que, desde la ficción (ya no hablamos de la propia «realidad» del
contexto histórico) resulta exagerada. O la manera en que el niño César de 9 o
10 años interactúa con su tío Gayo Mario, lo que este ve en su sobrino o lo que
parece «intuir» o siquiera «presagiar» en un mocoso de buena familia, sí, pero
un niño; el joven César de apenas 13-14 años, durante el gobierno de la facción
populares liderada por su eventual suegro, Lucio Cornelio Cinna, o el de 18-19
años que se enfrenta al dictador Sila y sobre el que se pinta, como veremos más
adelante, una imagen de prácticamente «el hombre más buscado» en Roma,
exagerando una importancia que, aplicando la lógica, no tenía el personaje.
Pero,
claro, si asumimos las leyendas que se construyeron a posteriori, empezando por
la frase «veo muchos Marios en este joven» por parte de Sila, y que se ha
asumido como certeza absoluta –pensemos con un poco de lógica: si Sila
realmente pensara eso del joven César y anticipaba que daría muchos quebraderos
de cabeza o sería un peligro para la estabilidad del régimen que el dictador
estaba consolidando, ¿acaso no lo habría hecho desaparecer? Pero resulta más
cómodo quedarse con la leyenda que anticipa al futuro del líder de los populares–;
si lo hacemos y añadimos el carisma que ya «anticipamos» que el personaje tenía
y deslumbraba; si vemos a César como un joven «abogado» talentoso, capaz de tretas
para despistar a sus rivales en el juicio contra Dolabela, cómo no llegar a la
conclusión de que César, ya desde joven, estaba predestinado al poder supremo.
«Miradlo, ya con 23 años era capaz de poner nerviosos a Sila durante su
dictadura y a los herederos del orden silano en el año y pico posterior a la
muerte del dictador», nos viene a decir Posteguillo en su novela. Pero no
cuela. No con este personaje tan conocido, no con una época que conocemos en
detalle (aunque haya lagunas en algunos personajes o situaciones concretas) en
la que había un orden de cosas y unas mentalidades y políticas que chocan
irremediablemente con esa «actitud» del personaje, y de quienes le rodean.
El
César de Posteguillo no es el César histórico, claro está, y por mucho que nos
vendan la moto con la frasecita en la cubierta que reza «La verdadera historia
de Julio César»; pero es que ni determinadas actitudes de Sila, o de Mario, y
sobre todo del Pompeyo que el novelista, como dice en la «Nota histórica»
final, sitúa como «un emergente líder de la facción conservadora en Roma»;
cualquiera que se haya tomado la molestia de indagar un poco en las dos décadas
posteriores a la muerte de Sila difícilmente etiquetará a Pompeyo como un líder
emergente de la «facción conservadora en Roma»; líder emergente, sí, pero no de
los optimates, que en esas dos décadas mencionadas (de hecho, durante toda su
vida) lo temieron y despreciaron a partes iguales. Y es que volvemos a la
teleología: «sabemos» que Pompeyo se enfrentará a César en la guerra civil de
los años 49-45 a.C. y «sabemos» que se producirá el acercamiento a los
optimates dirigidos por Catón, Bíbulo, Metelo Escipión y Domicio Ahenobarbo,
entre otros, tras enviudar de Julia, hija de César, pero será de manera
gradual. Causa y efecto, acción y reacción, no predeterminación. Sabemos el
resultado final, pero eso no significa que, ni siquiera dentro de una ficción
histórica, resulte plausible trasladarlo al pasado, a treinta años atrás, como
Posteguillo anticipa en su novela.
V
Para
quien haya leído noticias y entrevistas diversas en la prensa, Roma soy yo
nos traslada a los años mozos de César. Pone el foco en la acusación que
realizó contra quien fuera cónsul en el año 81 a.C. y procónsul en Macedonia entre
80 y 78, ganando un triunfo por una campaña contra los tracios a su regreso a
Roma en 77. Precisamente tras ese regreso el joven César, que iniciaba su
formación política en el Foro –aún faltarían unos años para iniciar el cursus
honorum– inició un proceso contra Dolabela al que acusó de extorsión en la
provincia. Dolabela fue defendido por Quinto Hortensio, el «Perry Mason» de la
época (y futuro cónsul en 69 a.C.), y Gayo Aurelio Cota, tío materno de César
(y cónsul poco después, en 75 a.C.).
La
novela, pues, tiene su trama central en ese proceso judicial y en sus diversas
fases, pero con constantes flashbacks (o analepsis, al tratarse de una novela)
a algunas etapas del pasado reciente: el asesinato del tribuno de la plebe
Lucio Apuleyo Saturnino en 100 a.C. –si bien Posteguillo, en uno de los
numerosos errores históricos de su libro, sitúa en 99 a.C.–; la guerra contra
(sobre todo) los teutones entre 104-102 a.C. y con Gayo Mario como comandante
supremo y cónsul sucesivo de 104 a 100; los años previos a y durante la guerra
civil de Sila contra Mario y Cinna; la Dominatio Cinnae (86-84 a.C.) y
la espera del retorno de Sila desde Oriente; y la guerra civil inmediatamente a
continuación, entre 83 y 82 a.C., y la dictadura silana hasta su retiro en 79 y
su muerte al año siguiente. En todos estos episodios, se va mostrando, por un
lado, las pugnas entre las facciones optimate y popular (si bien Posteguillo lo
simplifica alrededor de unos pocos personajes alrededor de Sila y Mario,
respectivamente); y por otra, la «biografía» de César (y su entorno familiar),
de niño a joven acusador de Dolabela.
De
este modo, presente y pasado se van alternando, y siguiendo una hoja de ruta,
para mostrar cómo César llegó a ser el que era en esa etapa de juventud y, tras
el juicio a Dolabela, partir a Oriente, con unos sucesos que se recrearán en
detalle en sucesivas novelas. La idea de fondo de Posteguillo sobre su «héroe»
queda enunciada en dos secciones: una inicial y de contextualización
(«Proemium») y otra final y de explicación por parte del autor («Nota
histórica»).
En
el «Proemium» –sobre algunos errores incidiremos más adelante– leemos:
«Apareció entonces un joven
romano, patricio de origen, pero sensible a las reclamaciones de los populares
y de los socii, que se percató de que había un cuarto grupo en liza
[antes se mencionó a «populares, optimates y socii»], al que
nadie prestaba atención aún: los provinciales, los habitantes de las nuevas
provincias que Roma iba anexionándose desde Hispania hasta Grecia y Macedonia,
desde los Alpes hasta África.
Este
joven pensaba que las cosas tendrían que cambiar de una vez por todas, pero él apenas tenía veintitrés años y
estaba solo. De hecho, muy pocos repararon en él hasta un juicio que tuvo lugar
en el 77 a.C., donde este hombre aceptó intervenir como fiscal acusador, pese a
su juventud.
(…)
El
nombre del joven e inexperto fiscal era Cayo Julio César» (la cursiva es mía).
Estamos
ante una nota de contextualización inicial y de presentación del protagonista de
la novela, pero el lector (y el propio autor) deben ser conscientes de que no
tenemos la certeza de que el joven César «pensaba que las cosas tendrían que
cambiar de una vez por todas». Como mencionamos antes, son escasos los datos
que tenemos de César antes de iniciar su carrera política; y es lógico: la vida
pública de un personaje de este tipo es lo que suele quedar por escrito y, sin
fuentes que lo traten específicamente, cualquier ejercicio de tratar de «saber»
qué «pensaba» ese personaje no deja de ser un ejercicio de especulación; y más
en un joven de apenas 23 años, que está iniciando los primeros pasos que le
llevarán, a los treinta, a optar al primer peldaño de la carrera pública, la
cuestura. Pero ya podemos ver la visión teleológica alrededor del personaje, si
bien se basa en la pura especulación.
En
la «Nota histórica» se explican, «interpretan» e incluso «justifican» los
hechos que se han relatado en la novela… y con esa aura de «historicismo»
impostado a la que Posteguillo es muy aficionado: «Los acontecimientos
posteriores mostraron que tal derrota [en el juicio de Dolabela], como se
dice en la novela, no fue una derrota real, sino un punto de inflexión
en la vida de César y en la historia de Roma» (la cursiva es mía). Lo que
se escribe en una novela como, suponemos, esa «verdadera historia de Julio
César» destacada en la cubierta, y teleología a saco. Ya previamente escribe en
ese apéndice: «Sólo el tiempo haría ver a César y al resto de sus coetáneos
que este juicio contra Dolabela, aunque lo perdiera, sirvió para que el
pueblo viera en César a un nuevo líder popular, con arrojo, inteligencia y
audacia, un perfecto sustituto de su tío Mario. Y eso es lo que se
muestra en la novela» (la cursiva es mía). El tiempo visto a posteriori,
podríamos decir. También más adelante, justo de la primera cita incluida en
este párrafo, Posteguillo comenta: «Da igual que formalmente perdiera.
Moralmente ganó, y desde el punto de vista de darse a conocer, este juicio
marcó un antes y un después en su vida política» (la cursiva es mía). Ante
la parquedad de datos sobre el personaje antes de su cuestura en 69 a.C.,
resulta aventurado, incluso en una nota final en una novela que trata de sentar
cátedra, llegar a una conclusión tan palmaria.
No
deja de ser una especulación, desde luego: no sabemos hasta qué punto el
proceso a Dolabela sirvió políticamente a César, y más tratándose de una
derrota. Que César reivindicó la figura y el legado de Mario, lo sabemos por el
discurso pronunciado en el funeral de su tía Julia, viuda de aquel, pero eso
fue en el año 69 a.C. Comenta Plutarco al respecto: «tuvo la osadía de sacar imágenes de Mario en
el cortejo fúnebre (fue entonces la primera vez, después del gobierno de Sila,
que se vieron imágenes suyas, pues Mario y su familia habían sido declarados enemigos públicos). Esto provocó que algunos
comenzasen a gritar contra Cesar, pero el pueblo salió brillantemente en su
defensa, recibiéndole con aplausos y admiración por haber, después de muchos
años, devuelto por así decir del Hades a la ciudad los honores públicos de
Mario» (Vida de César, 5, 2-3).
Aparte de que, entre los populares, hubo
diversos paladines, tribunos de la plebe en particular y a lo largo de la
década de 70 a.C., que lucharon por recuperar los poderes perdidos a raíz de la
legislación silana. César no estuvo entre los que lo hicieron y el pueblo
romano difícilmente pudo ver por su parte actos de reivindicación del «programa
popular» en esos años o de la figura del propio Mario. Pero Posteguillo utiliza
(desde la ficción, suponemos) el juicio contra Dolabela para que César haga un
alegato «contra la corrupción y la injusticia» de los optimates en las
provincias (en este caso, Macedonia), al tiempo que propone otra manera de
hacer las cosas: la popularis. En el capítulo LXIII, escribe: «He
anticipado que este proceso versa sobre nosotros mismos, sobre qué es Roma y
qué justicia estamos dispuestos a tener, para nosotros y para todos aquellos
sobre los que gobernamos. Y esto es muy importante porque podemos imponernos
por la fuerza de nuestras armas en la conquista, pero sólo podremos preservar
en el tiempo lo conquistado si sabemos mantenerlo por la fuerza de nuestra
justicia para con todos, no con una justicia que sólo funcione para unos pocos».
Y a continuación el novelista incluye una cita de Tucídides, en boca de
Pericles (consúltese Historia de la guerra del Peloponeso, II, 37, 1-3),
primero en griego y después traducida, pues «César no quería hablar sólo para
los pocos jueces del tribunal que pudieran entender bien el griego, sino que quería
hablar, es más, anhelaba hablar sobre todo para el pueblo de Roma representado
en la multitud de ciudadanos congregada entre las cuatro paredes de la basílica
Sempronia». Y por si no fuera suficiente con ese recuerdo del argumentario de
los populares, «su» César declama:
«Examinemos, consideremos bien el significado de estas palabras. Puede que
nosotros no demos el nombre de “democracia” a nuestra forma de gobernarnos y de
gobernar a otros, pero bien cierto es que nuestras leyes apuntan en la misma dirección
que promulga Pericles: velar por los intereses no de unos pocos, sino de la
mayoría. O así las interpreto yo. E igual de importante, y estoy seguro de
que en eso habrá consenso general entre todos los que hoy me escucháis:
queremos ser modelos para otros y no imitar nosotros a otros. Y este punto es
clave.
(…)
Soy yo no ya el abogado de los macedonios, sino el abogado de la
justicia, el abogado de todos los ciudadanos de Roma hartos de ver cómo un
senador corrupto busca salir indemne después de haber cometido crímenes sin fin
y después de haber enfangado el nombre de Roma allí donde ha gobernado y
después, en consecuencia, de haber generado el caldo de cultivo para una
rebelión y una guerra, en lugar de haber administrado la paz romana».
Que
César se alineó con los populares, hasta cierto punto como «heredero» del
legado de su tío Mario y sin duda por ambición personal, es evidente a lo largo
de su carrera. Pero la influencia política que pudiera tener un muchacho de 23
años, de familia patricia y sin haber empezado el cursus honorum, era
escasa. Comenta Plutarco (op. cit., 4, 4-5):
«En
Roma su elocuencia como abogado [con posterioridad al caso Dolabela] le
proporcionó un gran brillo y renombre, y tanto su afabilidad como la gracia de
su conversación le granjearon una gran simpatía por parte de los ciudadanos, a
los que adulaba con precocidad para su edad; además sus banquetes, su mesa y en
general la brillantez de su modo de vida iban haciendo aumentar poco a poco su
influencia en la vida política».
Simpatía, un nombre que estaba en boca de muchos, sus
agasajos, la novedad del momento… pero ni tanto ni tan calvo; de ahí a que «el
pueblo viera en César a un nuevo líder popular, con arrojo, inteligencia y
audacia, un perfecto sustituto de su tío Mario», estaba por ver. De hecho,
cuesta creer que el pueblo romano –no sólo la plebe, como Posteguillo a menudo
confunde una cosa con otra– aceptara sin más lo que este César pronuncia al
final de su alegato: «En este juicio
no se juzga sólo a Dolabela y sus crímenes, como he dicho. En este juicio se
juzga mucho más. Y no soy sólo el abogado de los macedonios. Soy el abogado de
Roma. Los abogados de su defensa han intentado hacernos creer que Dolabela es
Roma, pero no es así. En este juicio, Roma no es Dolabela, Roma no sois
vosotros, jueces. Roma y el pueblo de Roma están representados por mí. Y es
que hoy y ahora, Roma soy yo» (la cursiva es mía). Más que popularis,
este César es populista… y no es lo mismo.
Y es que, como puede intuirse, Posteguillo
sigue creando personajes protagonistas de cartón piedra, concebidos más para
«hablar» de cara a la galería que para ser creíbles. Perfectos, ya desde la
cuna, con un destino marcado y un aura de perfectibilidad que le restan
credibilidad: César, y este César joven, era, como somos todos, personas en
proceso de maduración. Cierto es que al morir su padre en 85 a.C., se convirtió
en pater familias y esa maduración tuvo que adelantar algunos pasos.
Como Escipión el Africano, desde muy joven se vio obligado a tomar decisiones,
acertadas o erróneas, pero eso no lo convierte sin más en alguien que lo tiene
todo claro. La pérdida del padre, en medio de un contexto de guerra civil
latente, y lo que vino en los años inmediatamente después hasta el triunfo
final de Sila, nos hace pensar en un muchacho que se vería superado por las
circunstancias, como muchos otros personajes de familias senatoriales, y que tuvo
que calibrar bien con quién aliarse y en quién poner su confianza.
El matrimonio con Cornelia afianzó la amicitia
familiar con Cinna, padre de la muchacha, pero pondría a la familia, empezando
por el propio César, en una situación comprometida. Plutarco nos dice cómo Sila
ordenó a César divorciarse de Cornelia y le confiscó la dote; pero también
comenta: «Al principio Sila, ocupado como estaba
en innumerables asesinatos, no se preocupaba de Cesar»; ni él ni otros miembros
de su familia estuvieron entre los proscritos por la lex Cornelia de
proscriptione, proceso que se produjo durante los primeros meses de una
dictadura con una extensa legislación. César hasta entonces no era importante
para César, si acaso una ligera molestia en relación con el cargo de flamen
Dialis.
Al respecto del despojo de este flaminado, de la huida de
César y del perdón final por parte de Sila, las principales fuentes (Plutarco y
Suetonio, casi dos siglos posteriores) narran el suceso con ligeras
diferencias. No queda claro qué pasó con este importante sacerdocio: Plutarco
no lo menciona, sí lo hace Suetonio, que especifica que lo recibió al año
siguiente de la muerte de su padre (por tanto, en 84 a.C.). Según el relato del
autor romano, Sila, «no halló medio
de obligarle a repudiarla [a Cornelia]. Por este motivo, le despojó del
sacerdocio, de la dote de su mujer y de los bienes heredados de su familia, y
lo considero del partido contrario, de modo que César se vio incluso obligado a
ocultarse y a cambiar de escondite casi cada noche, a pesar de que le consumía
la fiebre cuartana, teniendo además que recurrir al soborno para librarse de
los espías, hasta que obtuvo el perdón a instancias de las vírgenes vestales y
de Mamerco Emilio y Aurelio Cota, sus parientes y afines. Es de sobras conocido
que Sila, tras haberse resistido por algún tiempo a las súplicas de sus mejores
amigos, personas del mayor relieve, y en vista de que seguían insistiendo, se
dejó vencer al fin y exclamó, por inspiración divina o siguiendo algún tipo de
conjetura, que de acuerdo, que se lo quedaran, pero que supieran que esa
persona, cuya salvación con tanta ansia deseaban, algún día acarrearía la ruina
al partido de los optimates, que junto con él todos ellos habían defendido;
pues en César había muchos Marios» (Vida
de los doces césares, I, 1, 2-3).
Plutarco, por su parte, añade que César «no dándose por
contento, se presentó ante el pueblo para solicitar el sacerdocio, aunque era
apenas un muchacho. Sila, oponiéndose en
secreto, consiguió que Cesar fracasara en su intento y comenzó a pensar en
hacerlo desaparecer; cuando algunos le decían que no tenía sentido matar a un
muchacho de tan poca edad, él replicó que eran ellos los que no tenían seso si eran
incapaces de ver en ese muchacho a muchos Marios. Cuando este rumor llegó a oídos
de Cesar, fue a ocultarse durante bastante tiempo entre los sabinos, moviéndose
de un sitio para otro; más tarde, cuando a causa de una enfermedad se hacía
trasladar de noche a otra casa, cayó en manos de unos soldados de Sila que iban
haciendo pesquisas por aquellos lugares para apresar a quienes se escondían.
Cesar consiguió persuadir a Cornelio, el comandante del grupo, para que lo dejara
libre previo pago de dos talentos, y acto seguido bajo a la costa y se embarcó
para Bitinia con el fin de presentarse ante el rey Nicomedes» (Vida de César,1,
3-8).
VI
Dejemos claro que, aparte de lo que refieran
las fuentes, un escritor puede narrar los hechos a su manera, pero siempre
dentro de una cierta plausibilidad y en aras de la credibilidad del personaje;
es más: en pos de la creación de un personaje sólido.
Permítaseme,
una vez más, una digresión. Colleen McCullough escribió una saga de extensas
novelas sobre la República romana entre los años 110 y 27 a.C., y precisamente
empezó en unos años en los que, de sus primeros protagonistas Mario y Sila,
sabemos poco o las fuentes son fragmentarias. A medida que se suceden las
novelas y surgen hechos y personajes de los que tenemos más datos, la capacidad
para inventar se limita, pero ello no impide, desde el talento literario,
«crear» personajes con una profunda, matizada y gran personalidad; quizá no
haya en la novela histórica un Sila literario que el recreado por McCullough, y
eso es posible porque fue capaz de dotar de muchas aristas a un personaje sobre
el que ha quedado una imagen peyorativa y que actúa y vive no como un malvado que
persigue la consecución de un plan determinado, sino alguien que en su contexto
decidió e hizo lo que sabemos, o lo que las fuentes nos dicen que hizo, por una
serie de circunstancias y haciendo frente a las situaciones, problemas y
obstáculos que se fueron presentando. Y no lo convirtió en un villano de
película de acción ni en alguien plano; no hizo de él un arquetipo ni un
monigote maniqueo, esclavo de sus ambiciones y pasiones (más o menos) secretas.
No presentó tampoco la sociedad en la que vivió el personaje como una reduccionista
imagen de la violencia más exagerada, la sexualidad más promiscua y la
opulencia más ostentosa.
El
Sila de McCullough, patricio y de buena familia, aunque empobrecida desde al
menos dos generaciones atrás, se crio en la pobreza, pero aprendió a sobrevivir,
y se rodeó de personas de extractos sociales bajos que los de su propia clase
despreciaban, pero con los que al mismo tiempo también podían disfrutar de
puertas para adentro. Es un personaje ambicioso y con la suficiente
inteligencia, arrojo y don de la oportunidad para medrar y llegar a lo más
alto. Y es alguien que reconocemos en las fuentes, pero no se ve limitado por
ellas, pues hay muchos vacíos en las mismas que se pueden rellenar para crear
una personalidad rica en matices y verosímil en sus actitudes y, sobre todo, en
las mentalidades de la época en que vivió. La novelista australiana fue capaz
de, a partir de una escueta serie de datos, rellenar el panorama general y
recrearse en la pequeña distancia, legando así una saga de novelas que, con
mayor o menor calidad entre ellas, pintar un lienzo sobre el último siglo
republicano que, incluso hoy en día, ha deleitado a varias generaciones de
lectores.
Y
lo ha conseguido porque ha sido capaz de respetar, interpretando a menudo y
especulando en algún momento, el tapiz que ha llegado a partir de las fuentes
clásicas. Su relato se nutre del detalle en prácticamente cualquier aspecto de
la cultura material y llena secuencias con diálogos naturales y plausibles en
boca de personajes que no actúan como autómatas ni declaman como malos actores
de teatro, sino como personas. Nos muestra sesiones del Senado en la que se
escuchan largos discursos y se observan animadas asambleas del pueblo romano en
las que se presentan y aprueban leyes, se presentan candidatos a las
magistraturas y se ve cómo funcionan las instituciones romanas. Leemos
discursos de defensa o acusación en determinados procesos judiciales y se
recrean casos de los que apenas han llegado unos pocos datos. Con excepciones,
y a diferencia de Posteguillo, que ha creado una seña de distinción con ello,
McCullough no se interesa por la narración de batallas, pero sí presenta el
camino que conduce a ellas y el resultado de los combates, sobre todo cuando
afectan al funcionamiento de la República romana y a la carrera política y
militar de determinados personajes, los que por un momento o durante un largo
período serán los «señores de Roma». Y sobre todo lo hace sin presentismos ni
paralelismos con la actualidad, con erudición, pero sin pedantería, construyendo
a partir de las fuentes y guardando después el andamiaje de la obra. No ha
tenido necesidad de mostrar sus fuentes (aunque un lector avezado puede seguir
el rastro de migas de pan); y si el lector está interesado en bibliografía, le
sugiere que le escriba al editor.
Los
personajes de Posteguillo, por desgracia para el lector, carecen de profundidad
y solidez, y suelen ser unidemensionales: los buenos son muy buenos –aquí,
César (sobre todo), Mario y Cornelia–, y los malos muy malos –Sila y Dolabela,
especialmente–, y luego queda una pléyade de secundarios de lujo, al servicio
de los protagonistas: Aurelia, Labieno, Pompeyo, Hortensio, Cota, Lúculo, que a
menudo sirven a otros, buenos y malos, como paredes en las que rebotar sus
ideas o decisiones, y que en ausencia de los personajes principales apenas
tiene más desarrollo. Al margen quedan los personajes ficticios, en este caso
los macedonios que han sufrido los abusos de Dolabela o serán testigos de César
en la acusación del caso: los agraviados Pérdicas, Aéropo, Arquelao y,
especialmente, Myrtales, y Orestes, el sacerdote del templo de Afrodita en
Tesalónica; Myrtale servirá, de hecho, con un elemento fantástico para
«concluir» el caso cuando la justicia romana no sea suficiente.
Sila
se erige en el principal villano de la novela, caracterizado prácticamente como
tal desde el inicio. Como Fabio Máximo en la trilogía escipiónica. Sila
obstaculiza a César, una vez asumido el poder supremo, y le persigue de modo
prácticamente enfermizo desde entonces. Dolabela, una vez ausente Sila y
acusado por César por sus abusos en Macedonia, relevará a Sila como su némesis,
mientras que Pompeyo se anticipa como su futuro enemigo. Que haya que saltarse
lo que sabemos de los personajes por las fuentes no parece importar a
Posteguillo, que vuelve a hacer gala del maniqueísmo tan propio de sus
personajes, sobre los que se carga las tintas como villanos o se exagera sus
virtudes si se trata de los héroes, como sucedió en novelas anteriores con
Escipión, Trajano y Julia Domna. Centrémonos en el villano de esta novela:
Lucio Cornelio Sila.
En el capítulo LVII Sila convoca a César
(acompañado de Labieno) a su casa, donde también está presente Dolabela. César,
ante el ofrecimiento del dictador de unos frutos secos («Tenéis hambre?»,
responde: «Hambre sí tenemos: hambre de libertad… clarissimus vir».
Claro que sí, hombre... Cuando César se niega a divorciarse de Cornelia, Sila lo
abofetea –Labieno muestra ademán de intervenir, «pero vio cómo emergían de
entre las sombras de las cuatro esquinas del atrio decenas de legionarios
armados desenvainando sus gladios»; ojo, «decenas» de soldados (Posteguillo se
empeña en llamarlos siempre «legionarios») en el atrio de una domus, no
una mansión enorme–; César persiste en su negativa, pero le sorprende que «Sila
mostraba hacia su nombramiento como flamen Dialis. Eso no había entrado
en sus cálculos». Curioso, porque si Sila consideraba ilegal su designación,
qué respeto iba a mostrar hacia su persona; de hecho, en el siguiente capítulo,
el LVII, el propio César dice: «En cualquier caso, no reconocía mi nombramiento
de flamen Dialis porque no acepta como legales ninguna de las leyes ni
nombramientos de Mario o Cinna». Sila le responde:
«Me desprecias porque te crees mejor que yo, que él [señala a Dolabela]
(…). Te crees mejor que todos los senadores optimates. Crees que
tienes una superioridad moral sobre todos nosotros porque te preocupas de la
escoria de Roma, de todos esos harapientos que no son patricios, que son
pobres, que han nacido para servirnos, como todos los habitantes de Italia que
claman por una ciudadanía que no merecen. Te crees mejor que yo, te
consideras más justo, más sabio, mejor romano que yo. Pero ni eres más justo ni
más sabio ni mejor romano. Llevas la sangre de tu tío en las venas: el mayor
traidor que Roma haya conocido nunca, dispuesto a acabar con el orden natural
de las cosas, pero para esto estoy yo, para devolver todo a su estado
lógico, donde las familias patricias más antiguas mandamos, dirigimos y
conducimos el Estado romano. Para eso estoy yo, para establecer un nuevo
orden me aseguraré de que el disenso deje de existir, y para ello estoy
dispuesto a aplicar tanta fuerza y violencia como sean necesarias. Me
desprecias por me impongo con violencia» (la cursiva es mía).
Hay bastante que decir sobre este diálogo.
Para empezar, Mario no era tío carnal de César, sino el marido de su tía Julia,
¿qué sangre suya va a tener César en sus venas? A continuación, el César de
esta escena apenas tiene 18 o 19 años, difícilmente sería ya conocido por
preocuparse «de la escoria de Roma, de todos esos harapientos que no son
patricios, que son pobres, que han nacido para servirnos, como todos los
habitantes de Italia que claman por una ciudadanía que no merecen». Sila no es
Coriolano, el personaje legendario de las primeras décadas de la República, más
de cuatro siglos atrás, que despreciaba abiertamente a la plebe; en la época de
Sila, la lucha entre patricios y plebeyos ya no está en la mesa de discusión,
con el tiempo (mucho tiempo) se formó una nobilitas patricio-plebeya,
que además se nutriría de itálicos que recibieron la ciudadanía: pensemos en
los Claudios, por ejemplo, de origen sabino y que, según la tradición, entraron
en el patriciado un poco antes del establecimiento de la República.
El Sila de Posteguillo, también su Dolabela,
son personajes anacrónicos para esta época: de Sila sabemos que procedía de una
familia empobrecida y que hacía décadas que no alcanzaba el consulado; el Sila histórico
se crio entre la plebe, gozaba de gustos «populares» que muchos senadores
optimates despreciarían y sobre todo era consciente de los cambios producidos
en la sociedad romana en el último siglo. Alguien, pues, de su época, no
alguien que pretendiera restablecer la preponderancia patricia… que en esos
años 80 a.C. ya no estaba en la agenda política. El Sila histórico quiere
volver a los tiempos inmediatamente anteriores a los Gracos y Saturnino, no a
la época previa a las leyes Licinias-Sextias (367 a.C.), que garantizaban al
menos uno de los dos cargos de cónsul a un plebeyo, o a la lex Hortensia (287
a.C.), por la que los plebiscitos (o deliberaciones de la plebe) afectan a
todos los ciudadanos romanos, patricios y plebeyos. Este Sila histórico, pues,
aun imponiéndose por la fuerza de las armas, respeta la tradición y las leyes
de siglos atrás, pero quiere preservar el dominio del Senado (formado por patricios
y plebeyos) por encima del vaivén de legislaciones aprobadas por tribunos de la
plebe en el concilium o asamblea plebeya (luego volveremos sobre
aspectos básicos de la sociedad y las instituciones romanas que Posteguillo no
parece entender).
Regresamos a esta escena (capítulo LVII). Sila
tienta a César: «Pero yo, a diferencia de ti. No te desprecio. Sé juzgarte en
tu auténtica dimensión. Veo lo que hay en ti y lo quiero a mi lado. Nosotros,
las grandes familias senatoriales, necesitamos a lo mejor de Roma con nosotros
en este nuevo orden, pero para ello has de jurarme sumisión y lealtad absoluta,
empezando por divorciarte de la hija de Cinna y desposándote con quien yo
designe. Te estoy dando una oportunidad, muchacho, mucho más de lo que
seguramente mereces». César le responde: «Yo no soy como tú, clarissimus vir,
y preveo que, bajo tu régimen, nunca seré senador. Y lo siento. Ya entiendo que
mi carrera política no llegará ni a iniciarse con lo que digo, pero, aun así,
no pienso divorciarme de Cornelia». La familia de César es de rango senatorial:
cuando, más adelante, gane la corona cívica en el asedio de Mitilene o acceda a
la cuestura (ambas circunstancias sucederán), entrará directamente en el
Senado. Pero es que, bajo «el régimen de Sila», César nunca en el Senado,
básicamente porque no reunía los requisitos para hacerlo; y eso el personaje lo
sabría, no parece que el autor esté al tanto.
Para Posteguillo, César es una amenaza directa
a Sila, que asume su destrucción como una misión personal. «(…) he jurado que este nuevo orden
no será amenazado por ningún familiar de Mario. Me queda la cuestión de
Sertorio, el veterano lugarteniente de tu tío, atrincherado en Hispania, que
resolveré, no lo dudes, y me quedas tú, aquí, en Roma». Sertorio y un patricio
que aún no es nadie, he ahí las amenazas al «nuevo orden» silano. Más adelante,
César opta a un puesto en el colegio de los quindecemviri sacris faciundis
(no «faciendis», como escribe; otro colegio sacerdotal), pero Sila amaña
las elecciones para impedir ser elegido. «Aislarlo paso a paso, ir estrechando
el cerco en torno a él, despacio. Es como asfixiarlo poco a poco. Es más
divertido», le dice a Dolabela. Por consejo de su madre Aurelia, César huye. En
el capítulo LIX, al recibir esta noticia, Sila dice: «No debería haberse
presentado a esas elecciones habría escapado con lo que tenía de reputación
intacta ante los suyos [¿qué reputación tiene un muchacho de 19 años?, te
preguntas como lector]. Pero fueran como fueran las elecciones, limpias o
amañadas, sus seguidores han visto que no tiene nada que hacer contra mí,
contra nosotros, que son muchas ansias y muchas ínfulas, pero poca inteligencia».
Inteligencia, dice… Inmediatamente a continuación, escribe:
«Dolabela asintió varias veces. Todo lo que
decía Sila, como siempre, tenía perfecto sentido.
—¿Cuántos legionarios tenemos en Italia?
—Ciento veinte mil —respondió Dolabela. Todo el
ejército que habían empleado contra Mitrídates en Oriente y que habían usado
luego contra los populares durante la guerra civil, añadiendo las legiones de
Ancona, seguía establecido en Italia para asegurar la consolidación del régimen
de Sila.
—Bien. Que lo busquen todos. Quiero a César
vivo o muerto en mi casa. De rodillas ante mí o su cadáver a mis pies. Que lo
cacen. Como se caza a los lobos o a la peor de las alimañas».
Cuesta
mucho no soltar una carcajada ante este diálogo. Veamos: un prácticamente don
nadie como era el joven César de 19-20 años, que no supone una amenaza real
(¿qué influencia política tiene y más en una Roma en la que los partidarios de
los populares han sido derrotados y purgados a conciencia?) y que se ha quedado
sin prácticamente recursos al serle confiscada la dote de su esposa, ¿va a ser
buscado por 120.000 soldados? ¿Por todos? Eso para empezar. Luego está, y aún
más importante, que Sila, ese momento, no tendría 120.000 soldados en Italia:
dejó a dos legiones en Asia bajo el mando del propretor Marco Licinio Murena,
ahora legado (Apiano, Historia romana: Sobre Mitrídates, 64), y con ellas
iniciaría una particular guerra contra el rey póntico. El grueso de esos
«ciento veinte mil legionarios» fue desmovilizado y se les otorgó tierras
arrebatadas a las ciudades y pueblos itálicos que persistieron en su lucha
contra Roma en los años 83-82 a.C., como también nos cuenta Apiano: «Asentó
como colonos en la mayoría de las ciudades a los que habían servido a sus órdenes
como soldados, a fin de tener guarniciones por Italia, y transfirió y repartió
sus tierras y casas entre ellos. Este hecho, en
especial, los hizo adictos a él, incluso después de muerto, puesto que, al
considerar que sus propiedades no estaban seguras, a no ser que lo estuviera todo
lo de Sila, fueron sus más firmes defensores, incluso cuando ya había muerto» (Historia
romana; guerras civiles, I, 96). Y es que no tienes más de cien mil
soldados desperdigados en Italia: ¿dónde, en particular? ¿Quién se encarga de
su manutención y de las pagas? ¿Quién impide que no hagan desmanes contra la
población local? Y, sobre todo, ¿con qué propósito? No tiene sentido alguno… a
menos que sea el «perfecto sentido» que este Dolabela le atribuye a este Sila, claro.
Finalmente, en el capítulo LX, Sila se aviene a perdonar
a César tras mantener una reunión con Dolabela y Pompeyo. Los argumentos de
estos dos no pueden ser más dispares: para Dolabela, «la habilidad de ese joven
César de desvanecerse una y otra vez y no ser arrestado nunca empieza a ser un
problema. Es como si estuviera abriendo otro frente popular contra nosotros en
Italia [¿perdona?]. Sin apoyo militar, sólo político, y relativamente escaso,
pero quizá sería cuestión de considerar… […] Sí, sería quizá oportuno
plantearnos su perdón»; para Pompeyo: «Yo coincido con Dolabela […]. César no
es nadie. Con esta larga e interminable persecución infructuosa sólo
engrandecemos su figura, como ya han apuntado Craso y Metelo esta jornada».
Sila no opina igual: «Por Júpiter Óptimo Máximo, qué simples podéis llegar a
ser los dos… y todos los demás»; lo dice el tipo que ordenó poner a «ciento
veinte mil» legionarios a «cazar» al joven César. Y agarraos que vienen curvas:
«Estamos hablando del sobrino de Cayo Mario, el más terrible enemigo que ha
tenido la aristocracia romana jamás. Cayo Mario estuvo a punto de destrozarnos,
de acabar con el poder de los senadores. Parece que lo olvidáis, cuando no
hace ni un año que luchábamos contra sus hombres en Italia. Y, como decís, sus
partidarios aún están combatiendo contra nosotros en Hispania al mando de
Sertorio» (la cursiva es mía).
Sólo en un simplismo para vender libros de «buenos contra
malos» se olvidará que Mario también era senador y con mucha ambición personal,
por cierto. Una cosa es defender un programa popularis –y hasta cierto
punto en el caso de Mario, cuya habilidad política era, en cierto modo,
inversamente proporcional a su destreza militar– y otra querer «acabar con el
poder de los senadores»; cuando se entra en una dinámica de blanco o negro, y
esta se explota al máximo, no sea que el lector se pierda en los matices –y el
mundo está a rebosar de matices–, es «lógico» presentar un régimen republicano
en el que sólo hay senadores muy conservadores por un lado y otros (también
senadores) muy opulistas; por esa regla de tres, Tiberio y Gayo Sempronio
Graco, nietos de Escipión el Africano, eran «revolucionarios», ¿no? Y eso si no
nos ponemos a analizar qué tenía de «revolucionaria» la reforma agraria de
Tiberio o la legislación judicial de Gayo, por poner dos ejemplos.
Aunque no quiere, Sila perdona a César y con una razón
bastante peregrina: «Sea, concederé el perdón a ese maldito Julio César. Sin
embargo, mi único motivo para tomar esta decisión es que no hagamos más el
ridículo, pues, y en eso Cneo Dolabela tiene razón, cada día que pasa y que
nuestros ciento veinte mil legionarios son incapaces de arrestarlo quedamos
en evidencia. No quiero contribuir a engrandecer su figura, a crear una
leyenda de alguien que, ciertamente, por el momento, no es nadie. Ni ha
intervenido en ninguna causa pública de renombre ni ha participado en acción
bélica alguna, eso es verdad» (la cursiva es mía). Como dicen los clásicos:
cágate lorito; o en román paladino: a buenas horas mangas verdes.
En este mismo capítulo LX y a continuación de lo antes
citado, el Sila posteguillano profetiza:
«Todos
se equivocan con respecto a ese al que todo consideráis insignificante,
porque si no muere joven, crecerá y se hará fuerte y entonces todos correremos
un gran riesgo. Pero yo soy perro viejo. Seréis vosotros, tú, Dolabela,
o tú, Pompeyo, los que os las tendréis que ver con ese de quien tanto os reís
ahora, de ese a quien tanto menospreciáis ahora. Ya no será entonces de mi
incumbencia. Mi rabia, mis entrañas, me piden seguir la caza, pero mi razón me
dicta que el perdón, a corto y medio plazo, me dará sosiego en los últimos años
de mi vida, pues así cortaré de raíz, por un tiempo, la leyenda de que ese
César es irreductible. Contra las leyendas es imposible luchar. Hay que
actuar siempre para evitar que el enemigo tenga leyendas en las que creer, en
las que encontrar esperanza. Sin leyendas no hay esperanza, y sin esperanza,
entonces sí, el enemigo está, por fin, completamente derrotado. Por eso
perdonaré a César aquí y ahora, pero recordad bien mis palabras: ¿por qué no
deberías despreciar a ese joven Julio César?» (la cursiva es mía).
Teleología en vena. Entonces añade suspense: «Sila calló
un instante, que aprovechó para tomar un buen trago de vino. Acto seguido dejó
la copa sobre la mesa frente a su triclinium y, primero a uno y luego al
otro, miró fijamente a los ojos de Dolabela y Pompeyo». Y la frase: «Nam
Caesari multos Marios inesse». En latín, claro; si el lector quiere (en
realidad, necesita) saber lo que significa, consulte la nota (la número 39).
VII
Además de todas estas derivaciones «historicistas» a las
que Posteguillo no resiste la tentación de caer –y no es la primera vez que lo
hace–, los personajes históricos como Sila, Dolabela, Pompeyo, Hortensio o
incluso un Cicerón que aparece en plan «cameo», no dejan de ser monigotes
unidimensionales y sin matices, como anticipábamos antes. Sobre Pompeyo
hablaremos más adelante, pero el Lucio Cornelio de Sila o Gneo Cornelio
Dolabela son reducciones muy simplonas del villano de turno; como lo eran Fabio
Máximo en la trilogía escipiónica, Adriano en la trajanea o Plauciano y
Caracalla en el díptico de Julia Domna. Villanos con defectos morales muy
marcados para que el héroe de turno –entonces Escipión y Julia Domna, ahora
César– «brille» y destaque: un héroe solar muy descafeinado frente a un malvado
que no deja de ponerle obstáculos o que buscará su destrucción. Un héroe arquetípico
en clave junguiana, pero escaso de matices (como sus villanos), con
perfecciones que se alternan con aparentes debilidades, pero que en realidad no
son tal: sólo una excusa argumental para postergar brevemente lo «inevitable»:
la perfección.
Así, en el capítulo LXIX, durante el asedio de Mitilene (81 a.C.), el joven César,
por entonces tribuno militar, se queda paralizado de miedo. Encargado de
encabezar una acción militar prácticamente suicida por parte del propretor y
gobernador de Asia, Marco Minucio Termo, y el procuestor Lucio Licinio Lúculo,
que comandaba la flota romana, a César le entra el pánico. Su fiel amigo
Labieno no sabe qué hacer. Leamos lo que escribe Posteguillo:
«En ese momento, a Labieno se le ocurrió una cosa. Se acercó al oído de
César y le musitó seis palabras:
—Eres el sobrino de Cayo
Mario.
Aun así, ni eso parecía
funcionar: el sobrino de Mario continuaba como una estatua, paralizado, y
con esa inmovilidad de César, la historia del mundo quedó… detenida» (la
cursiva es mía).
Leí estas frases cuando caminaba por la calle
(costumbres que tiene uno), y … me detuve; pasmado, claro.
Pero este pánico poco puede durar, claro, y en
el inicio del capítulo LXXI leemos: «[Labieno] No dudaba de su valor, pero era el primer combate
y nadie sabe nunca cómo va a responder frente a la lucha real cuando ésta
llega. Labieno había visto a su amigo entrenándose en el Campo de Marte en Roma
y, luego, en los campamentos militares por donde habían estado y donde había
concluido su adiestramiento. César era bueno en todo: en la lucha cuerpo a
cuerpo, en velocidad, en pericia y en resistencia a la hora de los ejercicios
físicos. Si superaba aquel ataque de pánico inicial, Labieno estaba seguro
de que César lo haría bien» (la cursiva es mía). Se dirá que una cosa es el
entrenamiento y otra cosa el combate real, pero ¿era necesario crear una
«crisis» que sabemos perfectamente que no impedirá que se cumpla la hoja de
ruta (teleológica) marcada por el autor desde el principio a y a partir del
ventajismo de saber que César acabó por ganar una corona cívica? Lo que queda
es mostrar cuán perfecto es «en realidad» un personaje, capaz de superar una
parálisis por miedo, que, de todos modos, tampoco fue para tanto.
Hay que llenar páginas
para crear una falsa tensión y mantener en vilo a un lector al que, por otro
lado, tampoco hace falta ponérselo muy arriba. De hecho, los títulos de los
capítulos dejan meridianamente claro lo que se va a encontrar el lector, ni más
ni menos. Así, en esta sucesión de sucesos que forman la «Memoria quinta.
Labieno» (capítulos LXIV-LXXIII) los títulos de cada sección destripan al
lector lo que va a leer: «La tierra de Safo», «Las órdenes de Lúculo», «La
exterminación de César», «Una misión imposible», «Un mensajero», «El miedo de
César», «Los ojos de Roma», «La vida de un amigo», «Las órdenes de César» y «La
corona cívica». O el planteamiento de una subtrama durante el juicio de
Dolabela, en la que surge un contratiempo –la defensa parece conocer en detalle
la estrategia de César como acusador y descalifica con argumentos bastante
endebles, la verdad sea dicha, a sus testigos– y el joven protagonista
descubrirá que alguien le ha traicionado. El título en el que se descubre eso,
el LIII («La traición de quien más quieres») deja intuir al lector de quién
salió todo, como se dejó entrever brevemente en el capítulo LI; ni siquiera hay
que sumar dos y dos son cuatro para descubrir quién ha cometido la «traición».
Tampoco es algo nuevo en
las novelas de Posteguillo, que no destacan por tramas elaboradas, sino por más
bien ser una yincana o pantallas de un videojuego, con pruebas o retos que
superar, de modo que el héroe o la heroína de turno alcance un triunfo final
que el lector más o menos informado (hablamos de personajes históricos) ya
conoce. Apenas hay una intriga desarrollada, se trata de llenar páginas y
páginas con una acción escasamente trabajada, con personajes maniqueos (buenos
muy buenos, malos muy malos) y situaciones que apenas aguantan dos o tres
capítulos. Y así durante prácticamente toda la novela.
VIII
Esta novela, como las anteriores del autor, aporta
bibliografía; lo mencionamos al principio: ya es habitual añadir una relación
de referencias bibliográficas, como si una novela histórica fuera una
monografía o un ensayo histórico en los que el autor, generalmente un
historiador, muestra sus fuentes. La confusión de géneros lleva a estas
prácticas en la novela histórica que cada vez más rozan el ridículo. En este
caso tenemos 142 referencias bibliográficas (no supera las 163 de Yo soy
Julia); hay monografías de no ficción que no tienen ni la mitad.
Suficientes, se dirá, para que la novela tenga una base documental contrastada
y sin errores. Lamentablemente, no es así: nos encontramos con errores de
bulto, manipulaciones y tergiversaciones de datos, e incluso invenciones sobre
hechos históricos fácilmente comprobables. Sería harto cansino, y esta «reseña»
se está alargando, comentar todos los detalles en los que el autor patina sin
necesidad alguna, pero es de justicia señalar algunos.
En el «Proemium», a modo de contextualización histórica
de la novela, el autor escribe: «la Asamblea del pueblo romano, liderada por
sus máximos representantes, los tribunos de la plebe»; más adelante leemos: «La
Asamblea de Roma terminaría eligiendo nuevos tribunos de la plebe, una y otra
vez, intentaría poner en marcha las reformas promovidas por los Gracos años
atrás». Cualquier estudiante de historia antigua sabe que en la Roma
republicana había tres asambleas que reunían al pueblo romano, patricios y
plebeyos: los comicios centuriados (el «pueblo en armas», por centurias a
partir de las cinco clases censitarias), los comicios tributos (por tribus
territoriales) y los comicios curiados (una institución originada en la época
monárquica y que se reunía para algunos, muy pocos, actos formales); y también
estaba el concilium plebis, la asamblea exclusiva de los plebeyos,
convocada (y no «liderada») por los tribunos de la plebe, y cuyas decisiones (plebiscita)
tenían vigencia para todo el pueblo romano. Ya me dirá el lector si esto que
acabo de escribir en unas pocas frases y de manera sencilla no podría haberse
incluido en la novela y no esa tergiversada (cuando no errónea) simplificación.
En ese mismo capítulo, sobre la muerte de Tiberio
Sempronio Graco, Posteguillo escribe: «(…) pero el Senado envió decenas de
sicarios a emboscarlo en la explanada del Capitolio y fue asesinado a plena luz
del día a mazazos». Se repite la manipulación de lo que rezan las fuentes.
Tenemos dos sobre la muerte de Tiberio Sempronio Graco. Empecemos por Plutarco,
y en la misma edición que cita Posteguillo en la bibliografía de su novela:
«Sus adversarios, al verlo, corrieron al senado a anunciar que Tiberio
pedía la diadema y que este era el sentido de que se tocara la cabeza. Todos,
entonces, armaron alboroto. Nasica pedía que el cónsul socorriese a la ciudad y
acabara con el tirano, a lo que aquel respondió, con mucha calma, que no se tomaría
ninguna iniciativa por la fuerza ni se ejecutaría a ningún ciudadano sin
juicio; ahora bien, si el pueblo votaba algo al margen de la ley convencido u
obligado por Tiberio, no lo tendría por valido. Levantándose Nasica, dijo: “Una
vez que el cónsul traiciona a la ciudad, vosotros, que queréis salvar las
leyes, seguidme”. Y al tiempo que decía esto, colocando en tomo a su cabeza un
borde de la toga, marcha hacia el Capitolio. Todos los que lo seguían, con la
toga enrollada en el brazo, empujaban a los que los estorbaban y nadie se oponía
a hombres de esa dignidad, sino que se apartaban y se pisaban unos a otros. Los
que los acompañaban llevaban mazas y palos de sus casas; ellos mismos, cogiendo
los trozos y las patas de los asientos destrozados por la muchedumbre que huía,
marchaban contra Tiberio golpeando al tiempo a los que estaban delante de el,
causando su derrota y provocando una matanza. Al propio Tiberio, cuando huía,
lo agarro uno de la toga; soltándola y huyendo solo con la túnica, se cayó y
fue a dar junto a algunos que había sido abatidos antes que él. Cuando se
levantaba, Publio Satureyo, uno de sus colegas, a la vista de todos y el
primero, lo golpeo en la cabeza con la pata de un asiento. De la segunda herida
se reclamaba autor Lucio Rufo, como queriendo señalarse con una gran hazana» (Vida
de Tiberio Graco, 19, 3-10).
Como pude observarse, hay notables diferencias: no hubo
sicarios enviados por el Senado para asesinar a Graco (¿en qué cabeza cabe?),
sino que todo surgió espontáneamente (o más o menos preparado) por parte de una
pequeña facción, liderada por Publio Cornelio Escipión Nasica, primo de Graco, y
que el primero en golpear a Graco fue otro tribuno de la plebe, Publio Satureyo;
no cuesta nada consultar la relación de tribunos de la plebe, año por año, en
la mismísima Wikipedia, que parte del trabajo de T. Robert S. Broughton, The
Magistrates of the Roman Republic, 1952).
La otra fuente es Apiano y en su historia de las guerras
civiles leemos:
«Una
vez que tomaron las resoluciones que les parecieron oportunas, emprendieron la
subida al Capitolio. El primero que abría la marcha era el pontífice máximo
Cornelio Escipión Nasica, el cual gritaba con fuerte voz que le siguieran todos
aquellos que quisieran salvar a la patria. Y se plegó en torno a su cabeza la
extremidad de la toga, sea para inducir a mucha gente a seguirle por medio de
este signo externo de la dignidad de su cargo, sea haciendo de ello, para los
que le viesen, un símbolo de la guerra, cual si de un yelmo se tratase, o sea
para ocultarse a sí mismo de los dioses por lo que se disponía a hacer. Cuando
llegó al templo y corrió al encuentro de los partidarios de los Gracos, éstos
retrocedieron como impresionados ante la dignidad de un hombre insigne y, al
mismo tiempo, al ver que le seguía el senado. Los senadores, tras arrebatar las
estacas a los partidarios de Graco y romper cuantos bancos y demás mobiliario
había sido llevado como para una asamblea, los golpearon, persiguieron y
arrojaron por los precipicios. En medio de este tumulto perecieron muchos
partidarios de los Gracos, y el mismo Graco, cogido en los alrededores del templo,
fue muerto junto a sus puertas, al lado de las estatuas de los reyes. Y todos
sus cuerpos fueron arrojados de noche a la corriente del río» (Historia
romana: guerras civiles, I, 16).
Con esto sólo queremos decir una cosa: nadie
obliga a nadie a escribir esto o aquello en una novela; pero, ya que uno se
pone (y ya que parece que se documenta), lo correcto es no inventar o tergiversar
lo que las fuentes dicen. Y eso que Posteguillo es muy dado a incluir citas
textuales de autores griegos y romanos en sus novelas. Nadie lo pide, pero si
el propósito es pedagógico, qué mejor razón para no inventar o manipular las
fuentes. Somos conscientes, lo comentamos antes, que llega mucho más lejos lo
que se lee en una novela histórica que en un ensayo especializado, o en este
caso las fuentes primarias, que quizá un lector profano no conozca. Tiene más
permanencia, aunque no debiera ser así: a riesgo de repetirnos, una novela debe
entretener, no «enseñar», ni siquiera divulgar; puede (y de hecho es muy de
agradecer) que pique la curiosidad del lector, que le abra el apetito y le
lleve a indagar en obras más adecuadas sobre aquello que, desde la ficción
histórica –ficción, sí, verosímil [que no veraz] y plausible, y a partir de una
base histórica, contrastada y cierta en sus principales elementos– ha leído y
le ha interesado lo suficiente como para ir más allá. Me temo que Posteguillo
olvidó hace tiempo, si es que alguna vez lo tuvo claro, qué está escribiendo:
novela o historia novelada, o ni quizá ninguna de las dos. Y en estos tiempos
en que, parafraseando a Zygmunt Bauman, todo es tan «líquido» –o, también en
clave moderna, se ha impuesto la «posverdad»–, resulta desolador constatar cómo
la confusión de géneros produce mamotretos como el que comentamos (y los ocho
anteriores) en los que la Historia, con mayúsculas, es utilizada toscamente
para crear novelas de escasa calidad. Como esta misma.
Comenta Posteguillo en ese mismo «Proemium»:
«Roma estaba partida en tres: populares, optimates y socii».
Simplismo llevado al extremo, incluyendo a unos aliados itálicos, los socii,
que no teniendo la ciudadanía romana plena (sólo en derecho latino)
difícilmente pueden ser incluidos en «Roma» antes de la
guerra de los años 91-88 a.C. y, durante la misma, las leges Iulia de Civitate
Latini et Socii Danda y Plautia Papiria de Civitate Sociis Danda que
les garantizaban esa plena ciudadanía. Lo dicho: puestos a meterse a
«historizar», hágase con buen criterio.
Sigamos. En la primera de las analepsis de la
novela –«Memoria prima. Aurelia»– encontramos que se ubican unos hechos, el
linchamiento de Lucio Apuleyo Saturnino, en un año («99 a.C.») que no fue, pues
tuvieron lugar en el presente, el 100 a.C., cuando Gayo Mario fue cónsul por
sexta vez y, obligado por un senatus consultum ultimum, tuvo que actuar
contra Saturnino y Gayo Servilio Glaucia. Posteguillo limita los hechos a ambos
personajes, ninguno más, cuando sabemos que el tribuno de la plebe y el
aspirante al consulado actuaron con más personas. Apiano es claro al respecto;
después de que Saturnino y Glaucia utilizaran a unos sicarios para asesinar a
un candidato consular, Gayo Memio:
«La asamblea se disolvió presa del miedo, pues no existían ya ni leyes, ni
tribunales, ni el menor sentido del pudor. El pueblo, al día siguiente, corrió
a reunirse, lleno de cólera, con la intención de matar a Apuleyo. Pero éste,
tras reunir a una masa de gente procedente del campo, se apoderó del Capitolio
junto con Glaucia y el cuestor Gayo Saufeyo. El senado decretó la muerte de
ambos y Mario, a pesar suyo, armó, no obstante, a algunos hombres con cierta
vacilación. Mientras él se demoraba, otros cortaron el suministro de agua al
templo, y Saufeyo, a punto de morir de sed, propuso incendiarlo, pero Glaucia y
Apuleyo, en la creencia de que Mario los socorrería, se entregaron los primeros
y, tras de ellos, lo hizo Saufeyo. Mario, cuando todos le exigían de inmediato
que les diera muerte, los encerró en el edificio del senado con la idea de
tratar con ellos de una forma más legal. Los demás, sin embargo, juzgando que
se trataba de un pretexto, levantaron las tejas del techo del edificio del
senado y asaetearon a los secuaces de Apuleyo hasta que los mataron incluyendo
a un cuestor, a un tribuno de la plebe y a un pretor, que conservaban todavía
los atributos de su cargo» (Historia romana: guerras civiles, I, 32).
Posteguillo, en la mejor «tradición» del cherry
picking, coge lo que le interesa de las fuentes para crear una «trama»: en
su novela, solamente Saturnino es encerrado en la curia senatorial y Dolabela,
con un grupo de asesinos contratados –siempre hay «sicarios» al servicio de los
villanos de esta novela y en muchos momentos de la misma–, se encargará de
asesinar al tribuno. Sólo a él. ¿Por qué? Pues para presentar a este personaje
y marcar su «maldad» desde el principio, como la de Lucio Cornelio Sila.
Antes de que suceda eso, en el capítulo IV,
Mario acude a casa de Quinto Cecilio Metelo, hijo de Metelo Numídico, rival del
cónsul, y que pronto añadirá el cognomen Pío a su nombre, para pactar el
regreso de su progenitor, exiliado, a cambio de un juicio justo para Saturnino
y Glaucia. En la casa también se halla Sila, que aún lleva la túnica salpicada de
la sangre de Glaucia, asesinado en su presencia por un grupo de sicarios. Mario
tiene a Saturnino encerrado en la curia senatorial, custodiada por «mi mejor
oficial, Sertorio, al frente de mis mejores veteranos en sus puertas». Metelo y
Sila se niegan a pactar; por entonces Dolabela y sus hombres se
encargan de romper el cerco de los soldados de Mario, escalar al tejado de la
curia, levantar las tejas y golpear con ellas al detenido. Y en ese momento de
la reunión, leemos: «Metelo clavó la mirada en el veterano cónsul. Llegó
incluso a pensar en ordenar su muerte allí mismo, en ese instante». El lector
con cierto espíritu crítico no puede dejar de preguntarse cómo se puede
plantear el asesinato de un cónsul –por cierto, el otro cónsul ni está, ni se
le menciona y ni se le espera–, encargado de ejecutar el senatus consultum
ultimum y, no lo olvidemos, máxima autoridad del Estado durante ese año.
Lo más curioso es lo que leemos, en el
capítulo VII, de vuelta al juicio a Dolabela en el 77 a.C., en relación con l
presidente del tribunal formado por senadores, ese mismo Metelo: este «aún recordaba el episodio de la
lapidación de aquel maldito tribuno de la plebe. ¿Cómo se llamaba?, no podía
recordarlo». ¿En serio? Apostilla el autor: «Los nombres de los tribunos de la
plebe en rebelión contra el Senado no merecían hueco en la memoria, según la
mente fría y dura de Metelo». Ah, vale, que no vale la pena recordarlo… ¿en qué
quedamos?
Más adelante, capítulo IX, se reincide en un
error que el autor ya cometió en su díptico sobre Julia Domna, entonces en
referencia a Macrino: «(…) Su familia pertenecía a la
clase ecuestre —intermedia entre los patricios y los plebeyos—, pero sin
demasiados recursos. (…)» (Yo Julia, página 160). En esta ocasión
Posteguillo escribe: «Tito Labieno
no era hijo de patricios, sino perteneciente a la clase ecuestre que, por
jerarquía, desde la conservadora perspectiva de los optimates que controlaban
Roma en aquel momento, estaba por debajo de los patricios». Pertenecer al orden
(más que clase) ecuestre no tiene nada que ver con ser patricio o plebeyo. Esto
es de primero de romanidad.
En el capítulo XII leemos: «El Senado aceptó
prorrogar el consulado de Mario durante el año 104 a.C.». Dos cosas: el Senado
no prorroga consulados, sino mandos proconsulares; pero es que en este caso
Mario fue elegido cónsul para el año 104 a.C., tras el desastre de Arausio ante
cimbrios y teutones el año precedente. Y fue reelegido, bajo dispensa
senatorial, anualmente hasta el año 100 a.C., acumulando seis consulados, cinco
de ellos consecutivos. Y ya la puntilla: dentro de la novela, en la narración
de un capítulo, se pone una fecha como «104 a.C.» Ole tú, ¿pero esto no es una
novela? Pues si no se pretende que el lector salga de la narración, quizá
hubiera convenido poner la fecha según el calendario romano: 650 desde la
fundación de la ciudad. Y recordar que Mario no era cónsul único, sino que tenía
un colega: poquísimas veces se hace. Por ejemplo, en el capítulo XXIX leemos:
«El Senado nombró a Sila cónsul de Roma». ¿El Senado «nombra» cónsules? ¿Y el
otro cónsul de ese año, Quinto Pompeyo Rufo? ¿Qué fue de él?
Y es que los errores de bulto, no una mera
simplificación, son abundantes en esta novela. En el capítulo XXXII se dice: «Cinna
recuperó el proyecto del decapitado Sulpicio Rufo para ampliar el censo
electoral romano incluyendo como ciudadanos a muchas de las tribus aliadas.
Octavio [Ruso, cos. 87 a.C.) intentó negociar con Cinna, pero éste no aceptaba
otra que la incorporación, nada más y nada menos, que de treinta y cinco nuevas
tribus al censo». Error sobre error: no se trataba de una ampliación del censo,
sino de distribuir a los nuevos ciudadanos romanos de origen itálico entre las
35 tribus territoriales, en especial en las 31 tribus rurales, y no solamente
en las cuatro tribus urbanas, de modo que su influencia no quedaría diluida; un
antecedente, en positivo, del gerrymandering moderno. Apiano comenta que
la ley fue iniciativa de Mario y con el apoyo del tribuno de la plebe Publio
Sulpicio Rufo: «Hizo concebir también las
esperanzas a los nuevos ciudadanos itálicos, que tenían muy poco poder en las
elecciones, de que los iba a distribuir entre todas las tribus, sin mencionar
para nada su interés personal, con el fin de tenerlos bien dispuestos para
todo. Sulpicio presentó de inmediato una propuesta de ley en este sentido; si
esta ley era ratificada, iba a suceder todo aquello que Mario o Sulpicio
deseaban, pues los nuevos ciudadanos eran mucho más numerosos que los antiguos» (Historia romana: guerras civiles, I,
55). Incluso llega a ir más lejos, como cuando en el capítulo XXXVIII, escribe:
«Los legionarios procedentes de la plebe romana dudaban. Los socii, no
obstante, aún se mostraban más leales a Cinna: al menos a ellos les había
concedido la ciudadanía romana». Como se ha mencionado antes, fueron las leyes
Julia y Plaucia Papiria, las que extendieron la plena ciudadanía romana a los
aliados itálicos en dos momentos de la guerra contra ellos.
¿Por qué deformar unos hechos históricos
cuando no había necesidad ninguna dentro de la trama de la novela? Apenas se
menciona estas cuestiones, ¿por qué alterarlas? ¿Qué partido ha sacado Posteguillo
de la extensa bibliografía referida al final de su novela si luego se cometen tamaños dislates? Por una escueta
mención en las Períoca 80 de Tito Livio sabemos que Cinna hizo aprobar
el proyecto de ley de Sulpicio, que ya no fue discutido ni por el propio Sila
durante su dictadura, que promulgó una lex Cornelia de novorum civium et
libertinorum suffragiis que ratificaba la legislación cinnana y aprobaba la
manumisión de 10.000 esclavos, que adoptaron el nombre de Cornelio, y los
repartió entre las 35 tribus, concediéndoles así una plena ciudadanía. Sí, el
mismo Sila que, según Posteguillo en su novela, decía estar en «contra todos
los habitantes de Italia que claman por una ciudadanía que no merecen».
IX
En relación con el joven Pompeyo, el futuro
Pompeyo Magno, Posteguillo yerra constantemente a lo largo de la novela. Ojo,
es una novela y el autor puede concebir a «su» Pompeyo como personaje del modo
que desee, del mismo modo que Colleen McCullough «creó» un estupendo personaje
en su saga literaria, como también su Sila; pero, claro, «inventando» en
aquellas lagunas que hay en las fuentes y sin faltar a la «verdad» que estas
nos ofrecen. Leemos en el capítulo XXXVIII: «Pero entonces les hizo saber que
Pompeyo, Metelo y Craso habían llegado a Italia. Eran tres de ellos los legati
más eficaces en la guerra contra los socii, y los aliados recordaban
sus nombres y la crueldad para con ellos». Metelo [Pío] sí, pero ni Pompeyo ni
Craso destacaron en la guerra itálica: Pompeyo apenas tenía quince años cuando
estalló el conflicto y, si acaso, sirvió como contubernalis en el
ejército de su padre Gneo Pompeyo Estrabón (cos. 89 a.C.); por su parte, no hay
constancia de que Craso participara en el conflicto, aunque por edad pudo
(nació alrededor del año 115 a.C.). Difícilmente los aliados itálicos podrían
recordar «sus nombres y su crueldad para con ellos».
Pero el problema con el Pompeyo de Posteguillo
no acaba aquí. En el capítulo XL, con Sila ya desembarcado en Italia a su
regreso de Oriente, leemos: «la llegada de Metelo desde África y de Pompeyo
desde Italia». ¿Había «otra» Italia? Más adelante, en el capítulo L, de vuelta
al juicio de Dolabela, Labieno se asombra ante la entrada de Pompeyo a la
basílica Sempronia a la cabeza de los cincuenta y dos jueces que juzgarán el
caso, pues lo considera demasiado joven, el joven César le responde: «Tiene
sentido (…). Pompeyo ya destacó en la guerra contra los socii por su
eficacia brutal en el campo de batalla. Ahora quieren ver si es igual de eficaz
en el ámbito judicial». Pompeyo no «destacó» en la guerra itálica, apenas tenía
18 años cuando terminó; ¿está confundiendo Posteguillo a este Pompeyo con su
padre Pompeyo Estrabón, que sí fue conocido por su crueldad contra los
itálicos?
En ese mismo capítulo el lector, al mismo
tiempo que César y Labieno, descubre que Pompeyo ha sido elegido presidente del
tribunal que se encargará de juzgar el proceso contra Dolabela. Pompeyo, Gneo
Pompeyo Magno, quien por entonces no sólo no tenía 30 años, la edad mínima para
ser cuestor, y por tanto acceder al Senado, sino que no podía presidir un
tribunal, pues no era senador. Recordemos: un tribunal formado sólo por
senadores según la legislación silana y para juzgar a senadores. Aparte, claro
está, de que por las fechas de este juicio Pompeyo no estaba en Roma: tras autodesignarse
como general de un ejército (suyo, claro está) contra el ya consular Lépido,
que se había alzado contra la constitución silana, y vencer a los colaboradores
de este en el norte de Italia, y tras negarse a licenciar su ejército, forzó al
Senado a entregarle un amplio mando proconsular en Hispania, junto a Metelo
Pío, a quien Sila había enviado allí unos años antes, Pompeyo debía de estar de
camino, si no había llegado ya, a Hispania para luchar contra Sertorio con un
mandato senatorial y en lugar de los cónsules de ese mismo año 77 a.C. (imperium
pro consulibus), como menciona Plutarco en su biografía del personaje: «Se dice también que en esta ocasión, en el Senado,
alguien preguntó sorprendido si Filipo [el senador que presentó la propuesta de
enviar a Pompeyo a Hispania] pensaba que era necesario enviar a Pompeyo como
procónsul, a lo que Filipo respondió: “como procónsul no, sino en lugar de los cónsules”,
dando a entender que los dos cónsules de ese año no valían para nada» (Vida
de Pompeyo, 17). Pompeyo no estaba en Roma para presidir algo a lo que no
tenía derecho ni competencias. Ello no impide, como leemos en el capítulo LXX,
que el Sila de Posteguillo diga: «Y pronto enviaré a Pompeyo a Hispania para
que extermine a Sertorio y al resto de los populares allí escondidos». El Sila
histórico no lo hizo y los acontecimientos sucedieron, como hemos visto, de
otra manera.
Aún hay más. En el capítulo LV leemos: «Pompeyo era uno
de los jóvenes senadores en ascenso fulgurante. Demoledor en el campo de
batalla. Por algo lo bautizaron con el sobrenombre de adulescentulus
carnifex, el “carnicero adolescente”, durante sus intervenciones brutales y
despiadadas en la guerra contra los socii, llevadas a cabo por un
patricio muy joven y con una ambición sin límites. Sila lo tenía claro: ésos
eran los hombres que interesaba tener de su parte». Empecemos por el final, que
aún tengo la mandíbula en el suelo desde que lo leí: ¿Pompeyo un «patricio muy
joven»? ¿En serio? Una vez recuperados del golpe, cabe repetir que no, que
Pompeyo no era senador, pero sí alguien «en ascenso fulgurante», y que el mote no
se lo ganó en la guerra contra los aliados itálicos (se vuelve a confundir al
personaje con su padre en este aspecto), sino en las campañas en Sicilia y
África en los años 82-81 a.C., enviado por Sila, y en especial por el trato
crudelísimo e inhumano contra el cónsul Gneo Papirio Carbón y el tribuno de la
plebe Quinto Valerio Soriano (Plutarco, Vida de Pompeyo, 11; Valerio
Máximo, Hechos y dichos memorables, VI, 2, 8).
En el capítulo LXIII aún encontraremos esta frase: «(…)
Pompeyo, el emergente joven líder de los optimates»; como dejamos antes
escrito, Pompeyo estaba a décadas de erigirse en líder de los optimates, y eso
con permiso de Catón, Bíbulo, Léntulo Crus, Ahenobarbo, Favonio y otros
optimates que lo necesitaban en la guerra civil contra César, pero desde luego
no lo apreciaban como su «líder». Por cierto, resulta curioso el simplismo,
durante cientos de páginas en esta novela, de poner a Pompeyo como ese
«emergente líder de los optimates» y ni siquiera mencionar a quien fuera, y muy
por encima del más bien oscuro Dolabela, heredero político de Sila: Quinto
Lutacio Cátulo (cos. 78 a.C.); apenas dos menciones de su nombre en el capítulo
LXX y una de ellas en la que se le define, por fin, como «el otro cónsul» del
año. ¡Aleluya, por fin!
X
A tenor de lo señalado, quizá lo de menos es
lo que encontramos en el capítulo XXIV leamos: «Quiero que vayáis hasta Kypsela,
que ya está en la de Tracia», cuando dicha provincia no se creó hasta más de un
siglo después. Incluso el lector puede que suelte la carcajada cuando lea en el
capítulo LII y de boca del abogador defensor de Dolabela, Quinto Hortensio, la
siguiente frase: «Una mujer, muchacha (…), una mujer no sólo ha de ser honesta,
sino además parecerlo»; no sé cómo César no se levantó en ese momento y no le
acusó de «plagiarle» la frase que pronunciaría (ligeramente diferente), en
relación con el juicio de Clodio, dieciséis años después; es broma, claro. O
que en el capítulo LX leamos, en boca de Dolabela: «Que la madre suplique por
el perdón de su hijo es lógico, y lo mismo que lo haga su tío Aurelio Cota, que
es, con toda seguridad, el más moderado de la familia Julia»; quizá haya que
echarle en cara a Dolabela su craso error de considerar a un miembro de la gens
Aurelia como el más moderado de la «familia» (en realidad, gens) Julia,
pero me temo que habrá que hacerlo con la ignorancia supina de quien escribió
esa frase.
Más propio de la ignorancia o, queremos
pensar, de no comprobar lo que escribe (quizá en alguna de las 142 referencias
bibliográficas de la novela), Posteguillo menciona en el capítulo LIV: «Desde
ese momento, por fin Sila decidió adoptar, en un gesto que dejaba claro que
nada de reconciliaciones, el título de Felix. Feliz por la victoria
absoluta por la debacle total de los populares, feliz porque Roma era ahora
suya». Todos aquellos que se hayan aproximado un poco a la figura de Lucio
Cornelio Sila saben que este se consideraba un «favorito [o un hijo] de la
Fortuna», una de sus deidades preferidas, junto a Venus y Apolo. Remitimos a
Plutarco, quien comenta que, tras su triunfo en Roma en el 81 a.C., pronunció «un elogio de sus logros y hazanas en un discurso público
en el que enumeró tanto lo que debía al concurso de la Fortuna
como lo que había sido fruto de su valor como hombre. Al final de su intervención
les exhortó a que se le diera el sobrenombre de Afortunado, pues es esto
principalmente lo que significa la palabra latina Félix. El propio Sila
cuando escribía
a los griegos y trataba negocios con ellos se daba a sí
mismo el nombre de Epafrodito, que es como aparece en los trofeos que hay entre nosotros: Lucio
Cornelio Sila Epafrodito» (Vida de Pompeyo, 32, 2); véase también en
Veleyo Patérculo, Historia romana, II, 27; Apiano, Historia romana:
guerras civiles, I, 97, y Plinio el Viejo, Historia natural, VII,
44.
Y hay cosas que, directamente, no pudo saber
algún personaje de la novela, Sila en particular. Leemos en el capítulo LXX
que, ante una pregunta de Sila sobre Lúculo en Oriente (y en relación con una
«misión» que le ha encargado), Dolabela le dice que no y añade: «Tengo cartas
de Cátulo y Pompeyo. Han resuelto lo del levantamiento de Lépido», a lo que
Sila responde: «Lo sé, lo sé. Eficaces ambos en particular Pompeyo». Era
imposible que Sila lo supiera: ya estaba muerto, y desde hacía meses, para
cuando Lépido fue derrotado por Cátulo y Pompeyo. Hay que tener en cuenta que
Lépido se rebeló después de la muerte de Sila: sabemos bien que intentó evitar,
como cónsul de ese mismo año de la muerte de Sila (78 a.C.), que este recibiera
un funeral público; y que, una vez dejó de ser cónsul y designado gobernador de
la Galia Transalpina, se negó a regresar a Roma para convocar elecciones
consulares, marchó contra la ciudad y fue derrotado a sus afueras por Cátulo,
también procónsul, quien, junto al interrex Apio Claudio Pulcro (cos. 79
a.C.) y otras personas con imperium, había recibido el encargo del
Senado de defender la República tras aprobarse un senatus consultum ultimum
contra Lépido y sus secuaces en la conjura, a principios del 77 a.C. En su «Nota
histórica» final, Posteguillo se justifica por hacer coincidir el asedio de
Mitilene con la muerte de Sila (no menciona que también con la rebelión de
Lépido), «cuando –según la fuente que se consulte– bien podría haber entre un
suceso y otro una distancia de meses o hasta de un año. En cualquier caso,
los acontecimientos ocurrieron más o menos en el mismo tiempo» (la cursiva
es mía). No, no sucedieron en el mismo tiempo: Sila no pudo recibir noticias de
la derrota de Lépido, pues estaba muerto desde hacía meses. Lo sabemos bien.
Ya entra en el terreno del estilo literario, y de cómo lo valore el lector, escribir lindezas de este calibre: «Cinna cayó muerto al instante. Se derrumbó como se derrumban las dictaduras: de golpe y con cara de sorpresa en la faz del dictador, como si no terminara de creer lo que estaba ocurriendo» (capítulo XXXVIII). Un matiz, dos, de hecho: ni Cinna era «dictador» ni en el momento de su muerte la dictadura romana había adquirido el matiz peyorativo de los tiempos modernos. O escribir una cuenta atrás en griego, como leemos en el capítulo LXXI: «Contó de diez a uno, entre dientes, para no anticiparse al momento que sabía correcto: Δέκα, ἐννέα, ὀκτώ, ἑπτά, ἕξ, πέντε, τέτταρες, τρεῖς, δύο, εἵς...»; está claro que el lector medio sabe leer en griego clásico… y si no, que acuda a la nota número «53».
XI
En el «Epilogus» de la
novela, leemos en madre de Aurelia, y enlazando con lo que había susurrado al
bebé César que acunaba en el «Principium»:
«Cota se acercó a su hermana.
—Sabes que al final los
senadores lo matarán, ¿verdad?
—Es posible —admitió
Aurelia—, pero tal vez, para cuando lo hagan, si es que lo consiguen, él ya lo
habrá cambiado todo. Como bien ha dicho mi hijo: esto es sólo el principio. Él
va a cambiar el mundo. Y ni tú ni todos los senadores de Roma llegaréis a
tiempo de detenerlo. Mi hijo desciende directamente de Julo, del hijo de Eneas,
es sangre de la sangre de Venus y Marte. Y ruego a Venus y a Marte que lo
protejan y que lo guíen tanto en la paz como en la guerra. Porque va a vivir
guerras, eso lo sé. Ése es su destino» (la cursiva es mía).
Quizá nuestro destino sea que nos sigan dando gato por
libre cuando se trata de novela histórica…
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