No fue casual la publicación de este libro en su lengua original en 2016: en ese año se cumplían 50 años desde el inicio de la Revolución Cultural en China –la Gran Revolución Cultural Proletaria en el lenguaje oficial– (1966-2016), al tiempo que, como mencionan también los traductores en su nota inicial, tampoco es casual que se publique cuando un «nuevo» Mao, el presidente Xi Jinping estaba en condiciones de conseguir superar algunas reticencias en el Partido Comunista Chino (PCCh), del que era secretario general desde 2012, y establecerse como líder supremo indiscutible con voluntad de perdurar, rompiendo así la tradición de sólo dos mandatos en el poder, como finalmente se aprobó en la Asamblea Popular Nacional de China en marzo de 2018. Y es que el modelo imperial y de culto a la personalidad que Mao Zedong asumió durante su largo mandato en la República Popular China parece que adquiere nuevos aires, modernizados en este siglo XXI, y con un presidente que, a priori, no tiene por qué apartarse de la primera línea cuando termine su segundo mandato presidencial en 2023. Y en el caso de Xi (nacido en 1953), cuya familia fue purgada durante la Revolución Cultural, que vivió el exilio interior en aquellos convulsos años y que, tras nueve infructuosos intentos, al final fue admitido en el PCCh en 1974, y en el que, tras graduarse como ingeniero, iniciaría una lenta carrera política hasta alcanzar la vicepresidencia del país en 2008 y, finalmente el poder supremo en 2012, se trata de un caso peculiar dentro del establishment político chino y que le compara a otro gran purgado en el PCCh que alcanzaría el máximo escalón: Deng Xiaoping.
Purgado en las primeras fases de la Revolución Cultural, Deng fue acusado de derechista y contrarrevolucionario en 1968, arrestado en su domicilio durante un año, despojado de sus cargos en el partido y enviado a la provincia de Jiangxi en 1969, donde trabajaría en una fábrica de tractores. La rehabilitación de Deng, parcial, no llegó hasta 1973, tras la extraña muerte del vicepresidente y sucesor de Mao, Lin Biao, en septiembre de 1971; una rehabilitación política que se vio temporalmente truncada tras las protestas del 5 de abril de 1976 en la plaza de Tian’anmen en homenaje al recientemente fallecido primer ministro Zhou Enlai, y en las que se demandó una mayor democratización del régimen (anticipando, en cierto modo, las que se produjeron en la primavera de 1989). Deng fue culpado de los desórdenes y apartado de sus cargos una vez más. Hasta entonces, Deng estaba considerado como uno de los posibles sucesores de Mao, quien finalmente se decidió por el gris Hua Guofeng, y se había enfrentado a la llamada “Banda de los Cuatro”, compuesta por la esposa de Mao, Jiang Qin, y tres altos colaboradores del partido: Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen; una de las camarillas que Mao alentó (y luego se vio superado por ella) en los tiempos convulsos de la Revolución Cultural. Tras la muerte de Mao, en septiembre de 1976, esta banda fue arrestada y posteriormente acusada y condenada por abusos y crímenes, y Deng, rehabilitado otra vez y de vuelta al gobierno en julio de 1977, inició el ascenso al poder que alcanzaría en el Tercer Pleno del XI Congreso del Comité Central del PCCH en diciembre de 1978. Un poder supremo que mantendría durante una década y como «Arquitecto de la China Moderna» con las Cuatro Modernizaciones y el gran programa de reforma económica («Reforma y Apertura» y que llegaron hasta convertir a China en la segunda economía más grande del mundo en 2010, alcanzando el primer puesto en 2014 por un breve lapso de tiempo.
Todo esto que mencionamos en relación a Deng Xiaoping está incluido en The world turned upside down: a history of the Chinese Cultural Revolution (Farrar, Straus and Giroux, 2021; traducción inglesa del chino y edición a cargo de Stacy Mosher y Guo Jian), extenso y ambicioso libro de Yang Jeshing, «una contribución crucial paras entender la Revolución Cultural y su perdurable influencia hoy día» y que es la «única historia completa de la Revolución Cultural por un académico independiente de la China continental» (p. ix, traducción propia, como en las siguientes citas). El lector interesado en el tema cuenta con otro libro sobre el tema, La revolución cultural china de Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals (Crítica, 2009; ed. orig., Mao’s Last Revolution, 2006), obra que pone el foco en Mao y su capacidad para manipular a unos y otros, y como el artífice de las decisiones clave, sólo «atenuado» en sus esfuerzos por el decrépito estado de salud de sus últimos años; un libro que se consideró una primera gran obra de conjunto (escrita fuera de China) sobre el tema (no es casual que se fuera publicado en ocasión del 40º aniversario del inicio de la Revolución Cultural).*
*Posteriormente, en 2016, Frank Dikötter publicó The Cultural Revolution: A People's History, 1962–1976 (Bloomsbury), el tercer tomo de su Trilogía del Pueblo y que es de suponer que llegará traducido al castellano de la mano de Acantilado, como lo fueron sus dos primeros tomos, La gran hambruna en la China de Mao. Historia de la catástrofe más devastadora de China (1958-1962) [2017; ed. orig., 2010] y La tragedia de la liberación. Una historia de la revolución china (1945-1957) [2019; ed. orig., 2013].
El libro de Yang Jeshing, más «corto» en esta traducción en inglés respecto a la edición original para su viabilidad en el mercado anglosajón, como mencionan los traductores en su nota inicial** –con cortes en varios capítulos, así como la eliminación de tres de ellos, «reduciendo la cantidad de detalles a menudo confusos y preservando material que no se replica en otros trabajos publicados» (p. xiii)–, fue publicado solamente en Hong Kong, pues no circula en el resto del país (al menos legalmente); como otros muchos estudios independientes a partir de documentación oficial, es un libro que permanece censurado en la China continental. Un volumen, como sintetizan los traductores y editores, que se «ha beneficiado de muchas memorias, historias locales y crónicas publicadas» en las dos décadas anteriores (p. xi), y que ofrece un material adicional y un nuevo pensamiento en relación a la Revolución Cultural: esta, para Yang, fue «un juego triangular entre Mao, la camarilla burocrática y la facción rebelde, y en el que en última instancia venció la camarilla burocrática, Mao perdió y la facción rebelde asumió la derrota» (p. xii; xxviii), y «la Reforma y Apertura que resultó de la última victoria de la camarilla burocrática, de la que Deng Xiaping y otros reformadores eran miembros clave, es por lo tanto esencial para entender la mentalidad y prácticas de esa camarilla a fin de comprender la China que hoy conocemos» (ibíd.).
**Sucede lo mismo con el libro anterior de Yang, Tombstone: The Great Chinese Famine, 1958-1962 (Farrar, Straus and Giroux, 2012; ed. orig., 2008), que de las 1.200 páginas de la edición original en dos tomos se pasó a prácticamente la mitad en su traducción inglesa.
La Revolución Cultural suele mostrarse como una pugna de Mao para recuperar el poder y la influencia dañadas tras el desastre del Gran Salto Adelante, evidenciado en la Gran Hambruna de 1958-1962, que causó alrededor de treinta y seis millones de muertos; para ello, Mao desató a los Guardias Rojos por todo el país para cometer todo tipo de crímenes y desmanes desde 1966 contra los considerados contrarrevolucionarios y derechistas, especialmente en el ámbito educativo. Yang, en cambio, y es una de las tesis principales del libro, considera que Mao utilizó a los jóvenes Guardias Rojos y luego los abandonó, cuando vio que en su ataque contra el viejo aparato burocrático del estado no podía ya controlarlos y necesitó a esa camarilla burocrática (y al Ejército) para restaurar el orden, y su tesis se aparta de la versión oficial del caos generado por la facción rebelde, poniendo el acento en los excesos que la camarilla burocrática perpetró: de hecho, el libro muestra que Lin Biao o la Banda de los Cuatro fueron meros apoyos de un Mao que atizó la Revolución Cultural desde dentro del gobierno, primero como Liu Shaoqi como un «participante completamente comprometido» en los inicios de la Revolución Cultural y que a la postre sería convertido en víctima propiciatoria, y también con la fidelidad al líder supremo del primer ministro Zhou Enlai, quien a menudo se ha pintado como «una luz positiva al oponerse a la Revolución Cultural y proteger a los cuadros [políticos]» (ibid.). Esta podría ser una primera conclusión del libro y como el propio Yang menciona en su nota inicial, «la versión oficial de la Revolución Cultural está limitada por su ideología original y por el sistema político, que, inevitablemente, contradice la verdad histórica» (p. xvi).
Para el PCCH, la Revolución Cultural no fue condenada oficialmente, como tampoco el mandato del propio Mao Zedong –no habría en el caso chino un Nikita Jruschov condenando al líder supremo anterior en un «discurso secreto» durante un Congreso del Partido–, sino que fue considerada como un «desorden interno, erróneamente lanzado por el líder y utilizada por camarillas contrarrevolucionarias»: la responsabilidad última, pues, estuvo en Lin Biao, presumible sucesor de Mao que pudo dar un golpe de fuerza en septiembre de 1971 antes de fallecer en un extraño accidente de aviación, y por Jiang Qing (la esposa de Mao) y el resto de miembros de la Banda de los Cuatro. Yang sitúa a ambos personajes, y muchos otros, en el seno del partido, no en movimientos disidentes. La resistencia a la Revolución Cultural vendría de un Liu Shaoqi que pronto «vio la luz» y se apartó de la violencia desatada, así como de facciones y personajes como Deng Xiaoping, en la camarilla burocrática, y de un Lin Biao, desde el ejército, que hasta entonces había sido un fiel colaborador de Mao; echar las culpas sobre Lu Shaoqi, Chen Boda y Lin Biao, progresivamente, sería la tarea para «encubrir la conducta malvada de militares y burócratas del gobierno que arrasó a tantas masas de personas ordinarias» (p. xvii).Para exonerar a Mao, pues, había que crear la ficción de las camarillas contrarrevolucionarias y la Banda de los Cuatro, obviando que las primeras no eran tan ajenas del Partido y que la segunda no surgió como tal hasta agosto de 1973 o que Lin Biao, Jiang Qing y sus respectivos grupos no eran sino meros instrumentos de Mao en la Revolución Cultural.
El extenso libro de Yang muestra un panorama en cierto modo laberíntico –«la Revolución Cultural fue un proceso histórico extremadamente complejo con múltiples capas de conflicto entre múltiples fuerzas enredadas en repetidas luchas de poder y reversiones durante el curso de diez años y en un vasto espacio geográfico» (p. xvi)– para un lector profano: la victoria de unos en una etapa se convertía en derrota en otro momento; comunidades, pensamientos y grupos de interés chocaron una y otra vez, pero también estaban entrelazados entre sí, comenta Yang, y «pensar en blanco y negro con términos simplistas como “respaldo” o “negación” imposibilita aportar información sobre o comentar este proceso histórico complejo» (p. xvii). Para ese lector profano, pues, comprender lo que supuso la Revolución Cultural puede ser imposible si no conoce un poco cómo se llegó a ella: «las raíces de la Revolución Cultural deben ser buscadas en el sistema que existía en los diecisiete años antes de que comenzara, en la ideología prevaleciente y en el camino que Mao mantuvo en ese tiempo» (p. xxii).
En el prefacio, Yang matiza algunas observaciones que a menudo se hacen sobre la Revolución Cultural y que precisamente tienen que ver con el sistema, la ideología y el camino imperantes entonces, y que inexorablemente conducen a Mao Zedong, pero no sólo a él («sería una simplificación excesiva atribuir la Revolución Cultural a las cualidades personales de Mao», p. xxiv), sino a ese sistema en el que lo tradicional (las camarillas burocráticas en el gobierno) no habían sido eliminados, sino en todo caso se habían unido al PCCh. Para Mao, como Yang menciona a lo largo del volumen, era esencial el concepto de «revolución continua en el marco de la dictadura del proletariado», siempre en busca de una «utopía» que aún no se había alcanzado –el Gran Salto Delante de la década de 1950 sería una etapa hacia esa «utopía»–, y la Revolución Cultural sería el ataque contra los «estratos privilegiados» y las «clases burocráticas» que impedían que esa «utopía» finalmente triunfara.
Mao se negaba a permitir que sucediera en China lo que había pasado en la URSS tras la muerte de Stalin: por un lado, temía que se produjera un «revisionismo» al estilo de Jrushov tras la desastrosa Gran Hambruna, consecuencia del Gran Salto Adelante; de modo que atacó antes que esperar ser atacado por los críticos en el seno del Comité Central del PCCh. Por otro lado, temía también que se detuviera la «revolución permanente» que Stalin había propugnado para la Rusia soviética y él encarnaba en China con la idea de la «revolución continua en el marco de la dictadura del proletariado». En la construcción del sistema totalitario hacia la utopía comunista, Stalin se habría quedado a medias, en el primer concepto, mientras que Mao pretendía alcanzar el segundo, obviando que el primero era imprescindible para alcanzar el segundo. «El proceso de la Revolución Cultural era una de las repetidas luchas entre el anarquismo y el poder del estado; desafortunadamente, el poder del estado que prevaleció era el todavía el de la camarilla burocrática» (p. xxvii), y contra esta luchó Mao, movilizando a las masas y creando la facción de los rebeldes (los Guardias Rojos). Pero tampoco podía permitir un caos por todo el país causado por los Guardias Rojos a largo plazo; y para restablecer el orden necesitó a la burocracia. «Los rebeldes fueron la mano izquierda de Mao, que necesitó para atacar a la burocracia; pero la camarilla burocrática era la mano derecha de Mao, que necesitaba para restaurar el orden» (p. xxviii).
A la postre, como mencionábamos antes, la camarilla burocrática del PCCh sería la última vencedora, superando los desastres que la política de Mao había provocado con el Gran Salto Adelante (la Gran Hambruna, como inmediata consecuencia) y el desorden sobre toda la sociedad con la Revolución Cultural. La «utopía» de Mao sería sustituida por el reformismo de personajes como Deng Xiaoping, miembros de la camarilla que habían sido purgados y posteriormente rehabilitados, y que llevaron con las (antes citadas) Cuatro Modernizaciones –adoptadas en diciembre de 1978 y ratificadas en un discurso del 30 de marzo de 1979– a convertir, en las décadas siguientes, a China como prácticamente la primera potencia económica del mundo, y que se basaban en el mantenimiento de los Cuatro Principios Cardinales: mantener el camino socialista, la dictadura del proletariado, el liderazgo del Partido Comunista y el marxismo-leninismo… y el pensamiento de Mao Zedong, al menos formalmente. Pero, para avanzar hacia el reformismo, para hacer viable «Reforma y Apertura», Deng creó por lo tanto «una nueva interpretación del socialismo, que, en términos del sistema económico, negaba el socialismo estalinista y también se alejaba del socialismo maoísta» (p. 613).
Es una tesis principal y que sobrevuela todo el volumen que se aparta de visiones que focalizan todo en el ansia de poder (o incluso de venganza) de Mao tras las primeras críticas internas al Gran Salto Adelante. Conocer estas cuestiones, que Yang desarrolla de manera intermitente a lo largo del volumen, resulta imprescindible para que el lector comprenda el desarrollo del libro, en el que lo local o provincial a menudo se mezcla, o se desarrolla en paralelo, con lo que sucede en Beijing, o donde esté en ese momento Mao, y en el seno del Comité Central del PCCh.
Es un libro, pues, que «deslocaliza» la narración en el núcleo principal –los capítulos 2 a 27–, y que por tanto exige del lector un cierto esfuerzo. Tiene ese lector la cronología de las páginas xxxiii-xlii para situarse y, sobre todo, el capítulo 1 (“Major events preceding the Cultural Revolution”, pp. 3-32), al respecto del camino que lleva al inicio de la Revolución Cultural. Para quienes hemos leído los dos libros de Dikötter, la lectura del volumen desde el capítulo 2 resulta algo más liviana y que, siguiendo la sucesión tradicional de acontecimientos, se inicia con la persecución de Wu Han, autor de la obra de teatro Hau Rui cesado de su cargo, una crítica velada de Mao, y que en diciembre de 1965 reconocía públicamente su error, a la muerte de Mao, y que supone el pistoletazo de salida del ataque de Mao (y su esposas Jiang Qin) contra los «contrarrevolucionarios»; y que sigue hasta el capítulo 27, con la muerte de Mao en septiembre de 1976, y la caída de la Banda de los Cuatro un mes después. Formalmente, el final de la Revolución Cultural sería declarado por parte de Hua Guofeng, sucesor de Mao, el 12 de agosto de 1977, en su informe político en el XI Congreso del Partido, cuando, tras enfatizar «la necesidad de la Revolución Cultural» y responsabilizar a la Banda de los Cuatro por sus crímenes, se podía conseguir «la estabilidad y unidad de acuerdo con las instrucciones del Presidente Mao, y alcanzar un gran orden bajo el cielo. Por la presente declaro que la primera Gran Revolución Cultural Proletaria de nuestro país, que ha durado once años, ha finalizado con una victoria, marcada por el aplastamiento de la Banda de los Cuatro» (p. 582); nótese, dice Yang, que Hua Guofeng decía que la Revolución Cultural había durado once años, no diez, y como en adelante se estableció sobre el papel.
Es en ese núcleo central del libro (caps. 2-27) el que sigue el curso de los acontecimientos que paulatinamente llevan al lanzamiento de la Revolución Industrial, la persecución de los «derechistas», los ataques sobre los intelectuales en las universidades y centros de educación, la formación y expansión de los Guardias Rojas por todo el país, la implicación en las fábricas, el papel de las fuerzas armadas en la pugna entre Mao y la camarilla burocrática, masacres diversas en las provincias chinas, la purga de Liu Shaoqi y Chen Boda, el oscuro asunto de la ¿intentona golpista? de Lin Biao, la campaña de desacreditación del confucionismo (algo que se desarrolla con especial originalidad), la rehabilitación de Deng Xiaoping, las protestas del 5 de abril de 1976 (segunda purga sobre Deng) y el final de la Banda de los Cuatro.
Los dos últimos capítulos tratan sobre las relaciones internaciones de China durante la Revolución Cultural –y hasta qué punto el maoísmo trató de influenciar en el resto del mundo, en la senda de lo que recentísimo volumen de Julia Lovell, Maoísmo. Una historia global (Debate, 2021) ha realizado de modo mucho más extenso– y el reformismo de Deng en el marco del sistema burocrático finalmente vencedor en la Revolución Cultural. Yang, como decíamos antes, bascula en este grueso del libro entre lo que sucede en el centro del poder, el Comité Central del PCCh y las tensiones y divergencias en algunas provincias, lo cual hace suponer que las partes eliminadas de la versión original respecto a la traducción debían de indagar en cuestiones especializadas que, por razón de detalle, agotarían a un lector no especializado en el tema.
Con todo, este ir y venir de un lado a otro, sobre todo en una primera mitad del libro, no resulta un hándicap pues el detallismo de la narración de Yang casa bien con un estilo ameno, en el que lo biográfico –y las menciones autobiográficas del autor (nacido en 1940) y que en aquellos años trabajaba como periodista de la Agencia de Noticias Xinhua (organismo oficial de noticias del gobierno chino)– se entrelaza con las disquisiciones y debates de los plenos del Comité Central del PCCh, así como las experiencias de las víctimas de la Revolución Cultural, en una cifra indeterminada entre el medio millón y los dos millones de muertos. Así como los dos tomos de Dikötter constantemente dejan al lector espeluznado por la sucesión de masacres y hambrunas (y a la espera de leer el tercer tomo de su trilogía, dedicado también a la Revolución Cultural), en el caso del volumen de Yang encontramos un equilibrio en la narración entre la sucesión de los hechos y el trasfondo de la lucha entre bambalinas y las decisiones de Mao que repercuten en la violencia de los Guardis Rojos o la purga de los «contrarrevolucionarios» y «derechistas».
Como conclusión, estamos ante una obra de referencia sobre la Revolución Cultural por parte de un periodista chino que durante años ha tenido acceso a documentación oficial, memorias, monografías especializadas (generales y por provincias) y al trabajo de una pléyade de especialistas chinos que han trabajado en el tema en los últimos cuarenta años. Un libro, por tanto, que bien merece una traducción española.
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