«La Ilustración fue un movimiento de ideas y prácticas del siglo XVIII que hizo del mundo secular su punto de partida. Esto no negaba necesariamente el significado o una percepción emocional de la religión, pero gradualmente desplazó la atención de las cuestiones religiosas a otras seculares. La búsqueda de respuestas en términos seculares –incluso en muchas cuestiones religiosas– expandió enormemente la esfera de lo secular, al incrementar el número de personas con una educación, e hizo de ello un marco de referencia primordial. En el mundo occidental, el arte, la música, la ciencia, la política e incluso las categorías del espacio y el tiempo habían experimentado un proceso gradual de secularización en los siglos XVI y XVII; la Ilustración se construyó sobre este proceso y lo convirtió en una causa intelectual internacional. Al afirmar esta expansión de la secularidad, no trato de minimizar las muchas manifestaciones religiosas que hallamos en esta época: este libro no declara que la religión estuviera en camino de ser erradicada como una mala bacteria que espera ser eliminada por un antibiótico deísta o ateo» (p. 1, traducción propia, así en las demás citas).
De este modo, y aunque el libro incide en lo que, grosso modo, sabemos de la Ilustración, estamos ante un planteamiento interesante, en cierto modo original, sobre sectores del movimiento ilustrado que vieron el mundo con unos ojos al margen de lo estrictamente religioso: desde postulados científicos (la herencia de Newton o Leibniz, por ejemplo), técnicos, académicos (cátedras universitarias) o, si se me permite la expresión, del ámbito «editorial» (o todo lo cercano a este concepto y remitiendo a una industria en pañales sobre la publicación y distribución de libros impresos). Ya los dos primeros capítulos tratan, por un lado, nuevos y expandidos «espacios» –gracias a la Revolución Científica de décadas precedentes–, mundos (consecuencia de la conquista y exploración de «nuevos» continentes) y ámbitos de sociabilidad (los cafés, los salones, las logias masónicas, las bibliotecas); y, por el otro, una visión ampliada («reinventada») del «tiempo», gracias también a los avances técnicos de los relojes o el cambio del calendario religioso a almanaques laicos,* una visión cada vez más materialista del mundo y la precisión y exactitud (la «puntualidad») que estos progresos tecnológicos fijaron en el imaginario colectivo.
*El ejemplo más extremo sería el nuevo calendario republicano que se implantó en la Francia revolucionaria entre 1792 (Año I de la Revolución, desde el 22 de septiembre) y 1805, que eliminó las referencias religiosas y se basaba en las estaciones del año, con meses que adoptaban fenómenos de la naturaleza, la agricultura y los trabajos propios de esta (Vendimiario, Nivoso, Germinal, Mesidor, Fructidor…), divididos a su vez en décadas (no semanas) de diez días. Al mismo tiempo los días del año ya no se asociaron a santos, sino a plantas, minerales, animales o útiles de trabajo. Pronto el calendario fue incomprensible para una población que, acostumbrada a los ciclos lunares (sobre todo en el campo) y a las festividades religiosas, no entendía cómo, por ejemplo, pasaba de descansar uno de cada siete días a hacerlo uno de cada diez.
**De hecho, el segundo capítulo, en particular, evoca el libro de Otto Mayr, Autoridad, libertad y maquinaria automática en la primera modernidad europea (Acantilado, 2012 [1986]).
Regresamos a continuación al continente, con sendos capítulos dedicados, por un lado, al ámbito germánico, con las cortes «ilustradas» de Berlín (Brandeburgo-Prusia) y Viena (Austria), pero también el papel de las universidades (Halle) y, ya con nombre y apellidos, la impronta de filósofos como Christian Wolff, Gotthold Lessing, Moses Mendelssohn (desde la Ilustración judía, la Haskalá, en la senda previa de Spinoza en las Provincias Unidas un siglo atrás), Johann Herder y, por supuesto, Immanuel Kant. Y por el otro, la Italia de ciudades, principados y dominios de los austriacos en el norte, el Papado en el centro (los Estados Pontificios) y los borbónicos (desde 1734) en el sur. Milán y Nápoles como «capitales» ilustradas y figuras como Ludovico Muratori, Alberto Radicati, Ferdinando Galiani, Gaetano Filangieri y Cesare Beccaria, que influyeron en esas cortes, con mayor o menor intensidad por archiduques y monarcas, en especial en el Nápoles de Carlos VII (Carlos III de España) y su hijo Fernando IV, que abrazaron, de manera interesada, cuestiones como el rechazo a la tortura que planteaba Beccaria. Un último capítulo, dedicado a la década de los años 1790, trata el choque con la realidad revolucionaria en Francia, Reino Unido (el rechazo a la revolución), el ámbito germánico (los reinados de José II y Leopoldo II, antes de la involución ideológica de Francisco I), Nápoles y las Provincias Unidas, y hasta dónde llegó la influencia de estos autores, incluido el nuevo país que, en cierto modo, encarnó el espíritu ilustrado y su aplicación práctica: los Estados Unidos de América.
La conclusión de la autora, tras esta panorámica general (y que este resumen apenas hace justicia), es que
«los progresos de la vida intelectual del siglo XVIII tuvieron implicaciones de amplio alcance, pero no siempre uniformes: el destino de la Ilustración en la República Holandesa fue inmensamente diferente a lo que ocurrió en las tierras de habla alemana e italiana. Donde los principios ilustrados sobrevivieron a la represión de la década de 1790 y más allá, la democracia tuvo una mayor oportunidad de emerger. Si miramos al siglo XX y más allá, en líneas generales, y a diferencia de la Europa de habla alemana e Italia, el fascismo y el nazismo apenas fertilizaron en el suelo holandés. En la Europa oriental, la Ilustración secular ilumina el siglo XX, pero combate contra el resurgimiento de la xenofobia y un virulento nacionalismo y con un ruido de fondo fascista. La supervivencia de la democracia liberal en lugares donde el pensamiento ilustrado ha sido débil permanece como un desafío» (p. 263).
El libro de Margaret Jacob, que podría considerarse la culminación de una carrera historiográfica*** y que se puede relacionar, por los temas tratados, con obras sobre la Ilustración publicadas en los últimos años,**** tiene un notabilísimo interés. Presenta a personajes ya conocidos por el público general, y los relaciona tanto con su obra (o algunas de ellas) como con el contexto político y social en el que vivieron; y tiene también la virtud de rescatar, por emplear esta palabra, a algunas figuras de la Ilustración que no están tan en boca de un lector del que se espera, no obstante, tener algunas ideas (más que) generales. Considero que es un libro que interesará a todo el mundo que tenga un mínimo de curiosidad, desde luego (cómo no hacerlo, siendo un tema tan atractivo), pero navegará mejor y con el viento en popa a toda vela en el mar del libro universitario; un escenario que cada vez más, con el paso de los años, ha quedado más difuminado y que libros como este me hacen recordar con una cierta nostalgia. En términos comerciales «venderá» poco (y no tanto como, décadas atrás, en ese ámbito natural que era el mercado universitario), pero desde un punto de vista netamente de estudios culturales (a grandes rasgos), podría ser (el tiempo lo juzgará) una obra de referencia sobre la Ilustración como movimiento filosófico y cultural.
***Su obra bebe de y perfecciona libros anteriores, como The Radical Enlightenment: Pantheists, Freemasons and Republicans (George Aller and Unwin. 1981; reed, en 2006), The Scientific Revolution: a Brief History with Documents (Bedford Books, 2010) y The First Knowledge Economy: Human Capital and the European Economy, 1750-1850 (Cambridge University Press, 2014), entre otros. La autora, a sí mismo, se considera deudora de intelectuales de los que ha aprendido, como Ernst Cassirer Peter Gay y Franco Venturi, entre otros, como menciona al final del prólogo: no cuesta encontrar su huella (notas al margen) en algunos de sus capítulos.****Pienso, por ejemplo, en La Ilustración radical: la filosofía y la construcción de la modernidad, 1650-1750 de Jonathan Israel (Fondo de Cultura Económica, 2012 [2001]) o en La Ilustración y por qué sigue siendo importante para nosotros de Anthony Pagden (Alianza Editorial, 2015 [2013]), amén de obras de alt(ísim)a divulgación de Philipp Blom como Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales (Anagrama, 2007 [2005]) y Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea (Anagrama, 2012 [2010]).
En conclusión, es mucho lo que este libro aporta y puede permanecer sobre un tema del que se ha escrito mucho, pero quizá con no con tanto estímulo como en esta ocasión.
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