El 13 de junio de 1971 el periódico The New York Times comenzó a publicar algunos extractos de un extensísimo informe clasificado por el Departamento de Defensa (varios miles de páginas), encargado por el ex secretario Robert McNamara con fines internos y académicos (a priori). El informe, que con el tiempo sería conocido como “los papeles (o archivos) del Pentágono”, contenía un relato histórico muy detallado sobre la implicación de Estados Unidos en Vietnam entre 1945 y 1967, demostrando que varias Administraciones (de Harry Truman a Lyndon B. Johnson), habían mentido al pueblo estadounidense al ocultar las intenciones de intervenir en dicho territorio de Indochina y, además, al declarar sistemáticamente, desde que los “observadores” de la época de Kennedy se convirtieron en soldados enviados a combatir con Johnson en el poder, unos progresos que distaban de ser reales; en pocas palabras, que la guerra estaba perdida, se luchó más bien para evitar una humillación y la consecuencia fue que se sacrificaron decenas de miles de vidas de soldados americanos, además de, por supuesto, las de los combatientes vietnamitas (de ambos países) y centenares de miles de civiles (cuando no millones), en un conflicto que Estados Unidos nunca pudo ganar. La Administración Nixon, que tenía sus propios planes para acabar con una guerra que se había prometido terminar tres años antes (y que vio, en cambio, como se extendió a países como Laos y Camboya hasta 1973), contratacó acudiendo a los tribunales federales para bloquear la publicación de más extractos del informe. Un tribunal federal ordenó el cese de las publicaciones, pero otro juez federal anuló dicha orden, y el Times recurrió al Tribunal Supremo. Al mismo tiempo, el discreto periódico The Washington Post, propiedad de la familia Graham, inició el 18 de junio su propia publicación de extractos del informe; el Gobierno emprendió una demanda que un juez federal que rechazó la pretensión de Nixon y sus abogados de impedir la publicación del Post. El Gobierno recurrió también al Tribunal Supremo, que convocó a ambos medios en una sesión el 26 de junio. Los periodistas apelaron a la defensa de la Primera Enmienda (que garantizaba la libertad de expresión y de prensa); el Gobierno, a la seguridad nacional.
El analista Daniel Ellsberg (Matthew Rhys) fue quién filtró los papeles del Pentágono, poniéndose en primer lugar con Neil Sheehan del Times y más tarde con Ben Bagdikian, periodista del Post. Ellsberg había trabajado para la RAND Corporation, un think tank que colaboraba con las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, durante la presidencia de Kennedy y entre otros aspectos advirtió al secretario McNamara del peligro de las armas nucleares y de las consecuencias que provocarían una conflagración atómica con la Unión Soviética. Durante la Administración Johnson, Ellsberg fue asistente especial de McNamara y posteriormente desarrolló trabajo de campo en Vietnam durante dos años: allí fue consciente de la divergencia entre la situación real y los mensajes tranquilizadores e incluso positivos sobre los progresos estadounidenses de una guerra que cada vez consumía más recursos y vidas humanas, y que conducía a los Estados Unidos a un callejón sin salida. A su regreso a casa y en los años siguientes, Ellsberg realizó copias clandestinas del informe, y en el que también había colaborado, y comenzó a desarrollar una actitud antibelicista. El resultado, en 1971, sería la filtración de los papeles del Pentágono.
En junio de 1971, Katharine “Kay” Meyer Graham (Meryl Streep) era la propietaria del Washington Post, un medio que no pasaba por una buena etapa. La muerte de su marido Phil Graham, unos años atrás (un suicidio) –y a quien su padre (el de Kay, aclaremos, pues el periódico pertenecía a la familia Meyer) había colocado al frente de la empresa cuando se casó con ella en 1940–, situó la vida como editora y dueña del rotativo. Un trabajo que no imaginó que realizaría nunca y para la que, de hecho, no fue educada: se suponía, y así fue durante décadas, que Kay se dedicaría a labores “propias” de una mujer de la alta sociedad de la capital del país, organizando eventos de beneficencia y celebrando fiestas, así como criar a sus hijos (con mucha ayuda, desde luego). En las mismas fechas en las que estalló el asunto de los papeles del Pentágono, el Post iba a salir a bolsa: se venderían más de un millón trescientas mil acciones para conseguir la inversión de bancos y particulares; el medio necesitaba ese capital como el aire para respirar. Pero la salida a bolsa estaba condicionada a que no hubiera ningún imprevisto “catastrófico” que pusiera en riesgo la viabilidad de la operación… y el dinero de los accionistas. La publicación del informe filtrado por Ellsberg. Pero cuando Ben Bradlee (Tom Hanks), director del periódico, tiene en sus manos los papeles del Pentágono, que ha conseguido su reportero Ben Bagdikian (Bon Odenkirk) del propio Ellsberg, no sólo estará en juego la Primera Enmienda: también la propia existencia y los puestos de trabajo en el Washington Post.
Con estos mimbres, Steven Spielberg construye su primera película con el periodismo como campo de batalla, pero no su primera cinta de cariz marcadamente político. Con el guion de Liz Hannah y Josh Singer, cuya dirección asumió en febrero de 2017, Spielberg ha desarrollado con notable rapidez (apenas seis meses, desde las primeras tomas rodadas en mayo y hasta que en noviembre se terminó de editar el filme) un proyecto cinematográfico que no sólo puede leerse como una loa al periodismo clásico, al trabajo del reportero que contrasta datos y mantiene la confidencialidad de sus fuentes, amén de denunciar los abusos de un Gobierno. Los archivos del Pentágono –resulta más eficaz y claro el título original, The Post, pues son la libertad de prensa y este rotativo los que están en juego– puede leerse en clave pretérita, sí, pero también como una cinta de muy candente actualidad en momentos en que la “posverdad” y la denuncia de las llamadas fake news por el presidente Donald Trump son el pan nuestro de cada día. Spielberg, que en entrevistas en prensa ha advertido de los riesgos de permitir que el periodismo riguroso y profesional sea fagocitado por otras formas de “comunicación” y sea destruido por un Poder Ejecutivo sin rumbo como el de la Administración Trump, no se presenta ahora como un adalid liberal (más) en la defensa de los derechos civiles. La suya no es una denuncia nueva: si en Minority Report (2002) respondió con celeridad a la Patriot Act con su denuncia de la guerra preventiva y en La guerra de los mundos (2005) evocaba sutilmente el terrorismo mediante una (re)lectura de la novela de H.G. Wells (con impactantes imágenes de la ceniza en el rostro de Tom Cruise, ropas rasgadas que caían del cielo o plafones con fotografías de víctimas y desaparecidos), en Múnich (2005) también se atrevió a criticar el terrorismo de Estado por parte de Israel, ganándose las iras de los lobbies judíos (él es judío) más radicales. Por tanto, no sorprende que ahora enarbole la bandera de la libertad de expresión y de prensa, del mismo modo que en Lincoln (2012) lo hacía con la Decimotercera Enmienda que abolía la esclavitud y con la defensa de un presidente (y un Gobierno) que caminaba a veces por senderos torcidos por el bien de la nación.
Con estos mimbres, Steven Spielberg construye su primera película con el periodismo como campo de batalla, pero no su primera cinta de cariz marcadamente político. Con el guion de Liz Hannah y Josh Singer, cuya dirección asumió en febrero de 2017, Spielberg ha desarrollado con notable rapidez (apenas seis meses, desde las primeras tomas rodadas en mayo y hasta que en noviembre se terminó de editar el filme) un proyecto cinematográfico que no sólo puede leerse como una loa al periodismo clásico, al trabajo del reportero que contrasta datos y mantiene la confidencialidad de sus fuentes, amén de denunciar los abusos de un Gobierno. Los archivos del Pentágono –resulta más eficaz y claro el título original, The Post, pues son la libertad de prensa y este rotativo los que están en juego– puede leerse en clave pretérita, sí, pero también como una cinta de muy candente actualidad en momentos en que la “posverdad” y la denuncia de las llamadas fake news por el presidente Donald Trump son el pan nuestro de cada día. Spielberg, que en entrevistas en prensa ha advertido de los riesgos de permitir que el periodismo riguroso y profesional sea fagocitado por otras formas de “comunicación” y sea destruido por un Poder Ejecutivo sin rumbo como el de la Administración Trump, no se presenta ahora como un adalid liberal (más) en la defensa de los derechos civiles. La suya no es una denuncia nueva: si en Minority Report (2002) respondió con celeridad a la Patriot Act con su denuncia de la guerra preventiva y en La guerra de los mundos (2005) evocaba sutilmente el terrorismo mediante una (re)lectura de la novela de H.G. Wells (con impactantes imágenes de la ceniza en el rostro de Tom Cruise, ropas rasgadas que caían del cielo o plafones con fotografías de víctimas y desaparecidos), en Múnich (2005) también se atrevió a criticar el terrorismo de Estado por parte de Israel, ganándose las iras de los lobbies judíos (él es judío) más radicales. Por tanto, no sorprende que ahora enarbole la bandera de la libertad de expresión y de prensa, del mismo modo que en Lincoln (2012) lo hacía con la Decimotercera Enmienda que abolía la esclavitud y con la defensa de un presidente (y un Gobierno) que caminaba a veces por senderos torcidos por el bien de la nación.
La película, de corte muy clásico, muestra el camino que lleva a que un director y una editora pongan en riesgo su trabajo y su empresa en una carrera que al principio tiene recorridos diferentes. Ben Bradlee (correoso Hanks en un papel que gestiona con solvencia y una sensación de tenerlo dominado) busca una noticia que saque al Post de la situación estancada en la que se encuentra, periodísticamente a remolque de otros medios y condenado a ser un medio local. Por su parte, Kay Graham duda entre la lealtad a amigos como McNamara (Bruce Greenwood) –que, por cierto, parece irse de rositas en un asunto que le implica directamente– y su deber como dueña de un rotativo; y debe lidiar con su propia autonomía como dueña de una empresa que va a entrar en bolsa y que corre el riesgo de ser fagocitada por banqueros que, como Arthur Parsons (eficacísimo Bradley Whitford [El ala oeste de la Casa Blanca]), no la toman demasiado en serio por ser mujer y ponen el capital por encima de todo. Meryl Streep está sorprendentemente sobria en su rol, contenido incluso, mostrando las flaquezas y dudas del personaje que encarna: la dueña de una empresa en momentos complicados, sí, pero también la madre y, especialmente, la mujer en medio de tantos hombres (en las reuniones con banqueros e inversores se destaca esa soledad) y la que no se resigna a ser una mera comparsa. La película brilla, pues, por su defensa de los derechos civiles, sí, pero también de la independencia de mujeres como Kay Graham: mujeres en el poder, pero sin que este les suponga otra cosa que no sea dudar y templar las cosas, a diferencia de un Bradlee que a menudo parece abocado a actuar como un kamikaze. Convendría destacar dos roles femeninos más: Tony (Sarah Paulson [American Horror Story, The People v. O.J. Simpson: American Crime Story]), la esposa de Bradlee y no sólo eso (escucha, aconseja y media en medio de la vorágine cuando la casa de los Bradlee se convierta en la redacción del Post), y Meg Greenfield (Carrie Coon [The Leftovers, Fargo]), como la enérgica secretaria de Bradlee. Mención especial merecen Bon Odenkirk, en un rol muy diferente al que últimamente nos tiene acostumbrados (Better Call Saul) y Tracy Letts (Homeland) como el abogado de Kay Graham. De hecho, no son las únicas figuras conocidas en el elenco de actores: de Michael Stuhlbarg como dueño del New York Times a Alison Brie (Mad Men, Glow) como la hija de Kay o Jesse Plemons (Fargo) como un abogado al servicio del Post en la demanda judicial, entre otros. La película desborda talento interpretativo: mucha gente del cine y de las series de televisión, redundando en la perspicacia de Spielberg para rodearse de buenos actores.
Todo funciona a la perfección, del ritmo de la narración a la fotografía de Janusz Kamiński y la música de John Williams, habituales de Spielberg. Todo muy clásico, “muy Spielberg”, con mensaje. Quizá se le pueda achacar a la película que sea, no tanto previsible en cuanto a la trama, sino en relación al estilo y la manera de narrar. Pero, convendremos también, eso es precisamente lo que queríamos de esta película: que nos encante y maraville por la técnica y el buen resultado, por un guion que funciona prácticamente solo y con una coda final que conecta este filme con Todos los hombres del presidente (1976) de Alan J. Pakula, la película “de periodistas” por antonomasia. Se podrá decir que Spielberg arriesga poco, pero la defensa de la libertad de prensa en estos tiempos que corren actualmente no es precisamente una minucia… más bien, todo lo contrario: ante lo que ha habido y lo que vendrá este filme da un golpe en la mesa y recuerda que hay cosas básicas que no se tocan ni están en duda. Bien por ello.
Todo funciona a la perfección, del ritmo de la narración a la fotografía de Janusz Kamiński y la música de John Williams, habituales de Spielberg. Todo muy clásico, “muy Spielberg”, con mensaje. Quizá se le pueda achacar a la película que sea, no tanto previsible en cuanto a la trama, sino en relación al estilo y la manera de narrar. Pero, convendremos también, eso es precisamente lo que queríamos de esta película: que nos encante y maraville por la técnica y el buen resultado, por un guion que funciona prácticamente solo y con una coda final que conecta este filme con Todos los hombres del presidente (1976) de Alan J. Pakula, la película “de periodistas” por antonomasia. Se podrá decir que Spielberg arriesga poco, pero la defensa de la libertad de prensa en estos tiempos que corren actualmente no es precisamente una minucia… más bien, todo lo contrario: ante lo que ha habido y lo que vendrá este filme da un golpe en la mesa y recuerda que hay cosas básicas que no se tocan ni están en duda. Bien por ello.
Concluyo: una magnífica película, de lo mejorcito de Steven Spielberg, el de Minority Report, Múnich y Lincoln. Bravo.
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