Quizá no haya nada tan elástico en el mundo del
cine como la etiqueta “basado en hechos reales”; de hecho, es un género
en sí mismo: dices “voy a ver una película basada en hechos reales” y
mucha gente ya se hace una idea de qué vas a ver al cine. La televisión
se nutre habitualmente de producciones “basadas en hechos reales” que
suelen emitirse los fines de semana, muchas veces en horario de
sobremesa. A veces, esa “historia basada en hechos reales” tiene el
suficiente empaque, medios, actores de relieve y quizá algún director
que hace tiempo se durmió en los laureles como para que se estrene en la
gran pantalla y con todo lujo de detalles sobre lo emotiva, llena de
coraje e impactante –lo que a veces suele ser un eufemismo de
lacrimógena, sobreactuada y llena de tópicos– que es dicha producción.
Cinismos al margen (no estoy diciendo de entrada que esta película
acumule esos epítetos y calificaciones… ¿o quizá sí?), lo cierto es que
un filme “basado en hechos reales” suele llamar la atención, pues nos
traslada a historias de personas normales como tú y yo en situaciones
vitales en las que muchos de nosotros no habríamos sabido qué hacer o
cómo tirar para adelante. Sí, es fácil criticar este tipo de productos
cinematográficos… pero quizá sea porque no nos ha tocado lidiar con esos
problemas. O porque somos alérgicos al dramatismo. Vale, lo admito, he
caído de nuevo en el cinismo…
También es cierto que la curiosidad mató al gato; la que yo sentí
por esta película cuando me hicieron saber sobre el pase de prensa me
incitó a aceptar, aun siendo algo alérgico a este tipo de películas
(algo de gato tendré). Y en cierto modo, se cumplieron bastantes de las
expectativas que tenía con esta película, Una razón para vivir –título
cliché donde los haya y que nos han colado en castellano a partir del
mucho más lógico, a tenor de lo que padece el personaje protagonista,
Breathe, “respirar”–, que nos cuenta la historia de Robin Cavendish,
interpretado con ese estilo a lo “quiero una nominación de un Oscar” por
Andrew Garfield (The Amazing Spider-Man, La red social, Hasta el último
hombre). Robin tenía una vida que parecía sonreírle, tras conocer a
Diana (Claire Foy [Wolf Hall, The Crown]), casarse con ella, trasladarse
a vivir a Kenya como comerciante de té y esperar un hijo… o al menos
así parece desprenderse de los primeros minutos, hasta que a los 28 años
de edad cayó enfermo de poliomielitis. Su cuerpo quedó paralizado de
cuello para abajo y afectó a su capacidad para respirar de manera
autónoma, de modo que quedó condenado a vivir el resto de su vida
postrado en una cama hospital, enchufado a una máquina que respiraba por
él y con un tubo pegado a su cuello (traqueotomía mediante). Maticemos:
condenado a vivir en una cama de hospital los pocos meses de vida que
se esperaba, en aquellos años finales de la década de 1950, que viviera
alguien con las graves secuelas que la polio había dejado en su cuerpo.
Así pues, dramatismo al máximo como prácticamente punto de partida tras
mostrarnos a una pareja que, decíamos, tenía ante sí toda una vida por
delante. A partir de aquí, se nos cuenta una historia de superación y
coraje, de esperanza y vitalidad. Porque precisamente ese es el mensaje
que la película quiere que el espectador tenga claro: que donde hay
vida, hay esperanza, y que podemos sobreponernos a las mayores
dificultades y lograr una vida casi tan feliz como la que nos habíamos
imaginado.
A tenor de lo que llevamos de crítica, quizá el lector de la misma
llegue a la conclusión que el autor de estas líneas se está poniendo un
pelín (o un mucho) tiquismiquis y que de lo que se trata es de que se
haga un comentario crítico de la película. Y en ello estoy, pero hay
aspectos que llamaron la atención durante su visionado y que quizá no
esté de más darlos a conocer. Y no quiero dar la impresión de que
estamos ante una película con una intención “interesada” o “parcial”:
que quede claro que el espectador se va a encontrar con aquello que el
tráiler le anticipa, es decir, una historia de coraje y superación. Cómo
Robin sacó petróleo de donde no había y salió adelante con las
limitaciones físicas que tenía, y cómo logró ser el paciente de polio
más longevo de la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XX. Y para
ello hemos de hacernos a la idea de lo que era vivir con las secuelas de
una enfermedad para la que entonces no había cura y con secuelas
irreversibles. Cómo era recibir el diagnóstico de que prácticamente no
había tratamiento y que casos como el de Robin significaban “pudrirse en
un hospital” –palabras que apenas logra verbalizar el paciente a su
esposa en un momento determinado– en los pocos meses de vida que se le
dan. Subyace, a posteriori, una denuncia de cómo los médicos trataban
entonces los casos graves de polio y cómo los pacientes eran
prácticamente apartados de la luz pública y sus familias despojadas de
toda esperanza. ¿Quizá el hecho de quedar desahuciados en el hospital
era más mortífero que la enfermedad en sí? Quién sabe. La película, con
todo, tampoco está falta de una cierta condescendencia hacia prácticas
de otros países, como una secuencia en la que los protagonistas viajan a
un hospital de Alemania y se nos muestra una limpérrima (y con ecos de
2001: una odisea en el espacio) sala en la que diversos pacientes de
polio están acumulados, como si fueran cadáveres en nichos de una
morgue, y médicos a su alrededor los tratan y atienden más como cosas
que como pacientes vivos y sufrientes. Condescendencia que se mezcla con
tipismo (¿o quizá pintoresquismo?) cuando los personajes viajan a
España en 1971 y se muestra unos paisajes (cerca de Tarragona, se
supone) y unas maneras de ser de “españoles” de la época que el
espectador duda si tomarse a risa o con hastío o quizá ofensa (cada cual
que proceda a su manera).
En este sentido, pues, estamos ante una película con unos ciertos inputs de fondo que ayudan a potenciar el mensaje: por muy malas que estuvieran las cosas, y lo estaban, Robin se las ingenió para salir adelante, y con la ayuda de su esposa, inasequible al desaliento. Y con esto sacamos otra conclusión de la película: el drama (lógico) sobrevuela y se impone a lo largo de la cinta por encima incluso del desarrollo de los personajes, en concreto, de Diana. De ella sabemos poco desde el principio del filme: su vida se cuenta en función de Robin, del encanto de este y su pretensión de unirse y casarse con ella. Diana apenas tiene más desarrollo que el de esposa feliz en los primeros minutos y el de esposa sufriente y destinada a ser la enfermera permanente de su marido durante los noventa minutos posteriores. Tampoco es que de Robin sepamos gran cosa, sus ansias y sueños, pero al focalizarse el guion en cómo trató de superar las limitaciones que le imponía la enfermedad –comenzando por la del riesgo de morir asfixiado en apenas dos minutos si quedaba desconectado de la máquina de respiración–, el personaje halla su sentido y, por tanto, también su evolución. Nos tememos que no podemos decir lo mismo de Diana como personaje autónomo –mujer, esposa, amante o madre–, quedando apenas unas pinceladas de estos sustantivos en un cuadro que se ha pintado con otros colores.
De hecho, incluso el doble papel que interpreta el siempre eficaz
Tom Hollander, en este caso los hermanos gemelos de Diana, apuntan más
matices y algo más de desarrollo en cuanto a unos personajes que no
pierden del todo su propia especificidad. El resto de personajes
secundarios, de la nanny de Diana que ahora también le echará una mano
en el cuidado del enfermo al profesor Teddy Hall (Hugh Bonneville
[Downton Abbbey]), amigo de Robin, que pone en práctica la idea de este
sobre el mecanismo de la silla de ruedas con respirador incluido que
permiten al paciente “levantarse” de la cama/sepulcro en vida y ver que
hay mucho más mundo para alguien en su situación; pasando por el doctor
Clement Aitken (Stephen Mangan), que ayudará a Robin a expandir su
invento y a mejorar la calidad de vida de los pacientes severos de
polio, o el mejor amigo de Robin, Colin (Ed Speleers), a quien el
sufrimiento de su amigo tanto impacta: todos ellos apenas tienen un
desarrollo tangencial en la trama principal y apenas muestran más
detalles que puedan enriquecerla. Pues es una trama cerrada y
circunscrita a una tesis que, por tópica y redundante, no necesita de
más aderezos: mostrar el drama y la historia de superación, con un par
de detalles sobre lo hondo que se puede caer (pero sin mostrar mayor
profundidad) y un montón de recursos argumentales sencillos pero
poderosos que llegan al espectador… y que tanto director como guionista
saben que llegarán a un espectador que conoce perfectamente los códigos
del género de películas “basadas en hechos reales”.
Con todo lo dicho, no obstante, no estamos quitándole méritos, que
los tiene, a una película que funciona muy bien con esas piezas. Los
actores, en general, logran llenar los personajes y hacerlos creíbles al
espectador, a pesar de algunas deficiencias apuntadas. El toque de
“película británica muy británica” se percibe a lo largo de todo el
metraje: en ambientaciones, actitudes e interpretaciones. Andrew
Garfield transmite vitalidad con una sonrisa franca y abierta, y nos
contagia parte de esas ganas de vivir que el personaje, superada la
depresión inicial, asume como lema de vida. Cierto es que la parte final
del filme se nutre de un aire triste (argumentalmente obligado), pero
incluso entonces permanece (lágrimas al margen, llevad kleenex al cine)
una pátina de esperanza y de sensación de que lo vivido se ha vivido
bien a pesar de todo; que la vida será tan buena como queramos y que no
hay que rendirse jamás. Incluso la música acompaña con un brío alegre
ese subidón de endorfinas en algunos tramos de la película.
Y es que esta película te va a dar lo que esperas, y te lo va a dar con una buena, aunque impersonal realización (Serkis necesita progresar como director), una fotografía cuidada, especialmente en los exteriores, y un ritmo ágil (quizá sea más discutible el montaje de algunas secuencias y las elipsis algo forzadas). Quizá con todo esto, dentro de los cánones del género de películas “basadas en hechos reales”, sea más que suficiente. A fin de cuentas, de eso se trata: de emocionarte con una historia de superación… ¿no?
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