Crítica publicada previamente en Fantasymundo.
El mito del buen salvaje tiene en El libro de la selva de Rudyard Kipling (1894) y Tarzán de Edgar Rice Burroughs (1912) dos ejemplos literarios que lograron fama eterna con sus adaptaciones literarias… y en este 2016 hemos tenido dos claros ejemplos. Tarzán evoca la idea decimonónica del hombre que crece en la jungla/selva y al margen de una gran ciudad/mundo occidental en plena expansión; el hombre solitario que creció desde la más tierna infancia en contacto con una naturaleza que de entrada se le va a mostrar contraria pero con la que acabará conviviendo en armonía y respetando; el hombre que se cría entre animales, que forman su familia y a los que acaba, en cierto modo, “liderando”: "Tarzán de los monos" es más que el título de una película, es la idea del hombre que todo lo puede y domina, pero que a su vez se erige en una metáfora de la naturaleza que puede hacer frente a una sociedad urbana e industrial que todo lo devora a su paso. Johnny Weissmüller popularizó al personaje en doce ocasiones en los años treinta y cuarenta, y no fue el único. Nos acostumbramos a su alarido y sus paseos por la selva liana en mano, conocimos a Jane, la mujer con la que «volvió» a su componente humano, e incluso a su hijo Boy (sí, en cuanto a nombres no se lo curraron demasiado), y cómo no a la mona Chita. Pues he aquí que, tras numerosas adaptaciones cinematográficas –alguna que otra paródica, como George de la jungla (1997), y alguna que otra muy meritoria, como Greystoke, la leyendas de Tarzán, el rey de los monos (1984)–, llega a la gran pantalla una nueva versión. Dirigida por David Yates, que ya demostró sus dotes para la espectacularidad en la franquicia Harry Potter, La leyenda de Tarzán promete y da precisamente eso: un elaborado artificio visual que, no obstante, acaba por provocar aburrimiento y a la postre indiferencia. Y es que a estas alturas, más de uno se preguntará qué tiene Tarzán como para arrastrarnos a una sala de cine.
El mito del buen salvaje tiene en El libro de la selva de Rudyard Kipling (1894) y Tarzán de Edgar Rice Burroughs (1912) dos ejemplos literarios que lograron fama eterna con sus adaptaciones literarias… y en este 2016 hemos tenido dos claros ejemplos. Tarzán evoca la idea decimonónica del hombre que crece en la jungla/selva y al margen de una gran ciudad/mundo occidental en plena expansión; el hombre solitario que creció desde la más tierna infancia en contacto con una naturaleza que de entrada se le va a mostrar contraria pero con la que acabará conviviendo en armonía y respetando; el hombre que se cría entre animales, que forman su familia y a los que acaba, en cierto modo, “liderando”: "Tarzán de los monos" es más que el título de una película, es la idea del hombre que todo lo puede y domina, pero que a su vez se erige en una metáfora de la naturaleza que puede hacer frente a una sociedad urbana e industrial que todo lo devora a su paso. Johnny Weissmüller popularizó al personaje en doce ocasiones en los años treinta y cuarenta, y no fue el único. Nos acostumbramos a su alarido y sus paseos por la selva liana en mano, conocimos a Jane, la mujer con la que «volvió» a su componente humano, e incluso a su hijo Boy (sí, en cuanto a nombres no se lo curraron demasiado), y cómo no a la mona Chita. Pues he aquí que, tras numerosas adaptaciones cinematográficas –alguna que otra paródica, como George de la jungla (1997), y alguna que otra muy meritoria, como Greystoke, la leyendas de Tarzán, el rey de los monos (1984)–, llega a la gran pantalla una nueva versión. Dirigida por David Yates, que ya demostró sus dotes para la espectacularidad en la franquicia Harry Potter, La leyenda de Tarzán promete y da precisamente eso: un elaborado artificio visual que, no obstante, acaba por provocar aburrimiento y a la postre indiferencia. Y es que a estas alturas, más de uno se preguntará qué tiene Tarzán como para arrastrarnos a una sala de cine.
La trama se traslada a finales del siglo XIX y a un continente africano
en pleno reparto entre las grandes potencias europeas. La voracidad del
rey belga Leopoldo II en el Congo, enorme colonia
reconvertida en coto privado del monarca, lleva a algunos a preguntarse
qué diablos está pasando en esa extensa región africana, expoliada y con
gran parte de su población expoliada. Para enjugar sus deudas con
países como el Reino Unido, el rey belga ha enviado al ambicioso capitán
Léon Rom (Christoph Waltz) en busca
de los diamantes necesarios para salir del paso. Pero desde Londres
desconfían y el primer ministro británico, interpretado por Jim Broadbent, apela a John Clayton, conde de Greystoke (Alexander Skarsgård), que se criara desde pequeño en aquella zona y fuera conocido como el legendario Tarzán. Clayton regresó a Londres y la «civilización», para viajar y conocer de
primera mano qué está pasando; y aunque a priori John no está interesado
en regresar a África, finalmente accede, acompañado de su esposa Jane (Margot Robbie) y del político y abogado estadounidense George Washington Williams (Samuel L. Jackson),
quien con el tiempo denunciaría en una carta abierta el expolio del rey
belga en el Congo. Pero lo que John/Tarzán no se imagina es que un
viejo enemigo africano, Mbonga (Djimon Hounsou),
jefe de los hombres leopardo de Opar (ficticias tribu y ciudad
africanas que controlan la región de los diamantes) querrá ajustar
cuentas con él… con el apoyo de Rom.
La película transita entre lo que uno espera de un producto que mezcla
la aparatosidad visual del continente africano (esa selva tupida y
enigmática, ese tipismo en cuanto a las tribus africanas amigas del
hombre blanco y otras enemigas suyas, el salvajismo de los gorilas que
criaron a John/Tarzán y que este abandonó) con una trama que trata de
ser (a su manera) una denuncia de la codicia del hombre blanco
occidental en el sencillo universo africano, de los desmanes de la
sociedad militarizada europea frente a unas tribus que viven en
libertad. Armas de fuego por diamantes, colonialismo encubierto (y mal
entendido), el hombre contra la naturaleza, el hombre blanco sobre el
hombre africano, ambos contra los gorilas y Tarzán como epítome del buen
salvaje con espíritu «humano» que viene a reconciliar dos mundos tan
diferentes. Un mejunje que se presenta sin demasiado aderezo, como si
guionistas y directores no quisieran meterse demasiado en berenjenales,
pues lo que importa es el aparato visual. Y eso lo consiguen con
movimientos de cámara algo agotadores, profundidad de campo y bellas
panorámicas.
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