20 de mayo de 2013

Crítica de cine: El gran Gatsby, de Baz Luhrmann

Que Baz Luhrmann no deja a nadie indiferente... ya lo demostró con Romeo + Julieta ("¡anatema!", dijeron algunos, rasgándose las vestiduras, como si la obra del Bardo no fuese permanentemente atemporal... y a las pruebas me remito) o con Moulin Rouge, una amalgama de musical posmoderno con historia operística clásica y trama que huía del happy end más tradicional. Está claro que a Luhrmann no le gusta pasar desapercibido, incluso cuando realiza la epopeya de su propio país (Australia), y eso con sólo cinco películas en su bolsillo. Obviamente, que quiera jugar al enfant terrible del cine posmoderno (ya le gustaría a él) no significa que le bailemos el agua sin ton ni son. Se agradecen sus travesuras fílimicas, se contempla con una sonrisa su exhibicionismo e incluso pueden aplaudirse algunas de sus provocaciones visuales. Pero cuando te pones a filmar una nueva versión de El gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald (¿la pequeña gran novela americana?) hay que tener las cosas muy claras, saber que no vas a convencer a casi nadie y presentar algo no sólo digno, sino convincente. Y tratándose de Luhrmann, había motivos para echarse a temblar. 

Y los hay. La película incide en el hedonismo más exagerado en su primer tercio de metraje, casi la primera mitad. Nueva York como un crisol de libertinaje, charleston al compás de música electrónica, alcohol a destajo y fiestas que son auténticos parques de atracciones. La historia ya la conocemos y Luhrmann apenas se aparta del guión que le ofrece la novela de Scott Fitzgerald. Nick Carraway (muy convincente Tobey Maguire) echa la vista atrás y recuerda al hombre que fue (y no fue) Jay Gatsby (Leonardo DiCaprio). El hombre más optimista que conoció, rememora. Un hombre de pasado oculto y escurridizo, tanto como el origen de su inmensa fortuna. El hombre a cuyas fiestas van todos sin ser invitados y que se toma la molestia de invitar formalmente a su vecino, Nick, escritor en ciernes, broker bursátil de profesión, residente en una pequeña casita situada al lado del castillo de Gatsby en Long Island. Al otro lado de la bahía, la mansión de Tom Buchanan (Joel Edgerton), un jugador de polo triunfante (aunque no le guste que le etiqueten así), casado con Daisy (Carey Mulligan): aburrida, lánguida, conformista, demasiado apegada a un estilo de vida que quizá no la llene pero que le permite vivir a lo grande. Y Gatsby s la respuesta a muchas preguntas. Su relación pasada con Daisy. El hombre que ve la luz verde del final del embarcadero de la casa de los Buchanan y que cree que será capaz de alcanzarla desde el otro lado de la bahía de Long Island, a un tiro de piedra de un Nueva York de contrastes.

Luhrmann no se muestra interesado en navegar por las aguas de los locos años veinte... más allá de los personajes principales. El camino de los palacios de los grandes capitostes industriales hacia Nueva York pasa por carreteras embarradas, gasolineras de medio pelo y mucho carbón. Anuncios de ópticos que nos obligan a ver: a los espectadores, pues los personajes no son conscientes ni ven la deriva que toma sus vidas. Gatsby, Daisy, Nick y Buchanan. Los cuatro personajes sobre los que incide la trama. El resto son secundarios a disposición de la tragedia que se larva en la bahía de Long Island... a pesar de que la esposa del dueño de la gasolinero jugará un rol esencial en el tramo final de la película. Una película, decíamos, que empieza con los excesos visuales que uno espera ver de un filme de Baz Luhrmann. Y con el temor de estar asistiendo a otro Moulin Rouge... cuando el espectador no quiere ver otro Moulin Rouge. Las cosas comienzan a reconducirse cuando entre el exceso visual y musical, entre el anacronismo que uno espera y la provocación más convencional (al estilo Luhrmann, claro), se oye a Gershwin, aparece (finalmente) Gatsby, se sitúan los peones en el tablero (con Nick como pieza fundamental) y asistimos a la segunda parte de la película, la mejor. El cortejo de Daisy (y nuestro), las secuencias en interiores (la mansión de Gatsby, la habitación del hotel neoyorquino, quizá la mejor secuencia de toda la película), la tragedia y el final. Un hermoso final, como si Luhrmann dijera "vale, te he traído a mi terreno al inicio de la película, pero en realidad te quería llevar a esto". Y lo consigue en ese hermoso final, esas palabras mecanografiadas o escritas a mano sobre la pantalla. Y el eco de un personaje que no era perfecto, que acabó por romperse en pedazos. En muchos aspectos, la película deriva al estilo de Medianoche en el jardín del bien y del mal del maestro Eastwood: cuesta olvidar las palabras de Jim Williams (Kevin Spacey) puestas esta vez en boca de Nick, cuando ante un palacio desierto pensamos que la gratitud es efímera, que el ser humano es mezquino y que los que antes se peleaban por asistir a las fiestas de Gatsby (el hombre de las mil caras, quizá de ninguna) ahora ni se acuerdan de él.

Película excesiva, como no podía ser menos; larga en un metraje que podía haber sido recortado un poco (especialmente en el primer tercio); bien trabada en la reflexión y en el retrato de unos personajes que son incapaces de ser felices siendo los amos del mundo. Hermosa en el epílogo. Y esa luz verde en el final del embarcadero al otro lado de la bahía de Long Island...

3 comentarios:

Trecce dijo...

Luhrmann y sus "excesos", como dices, para echarse a temblar.

Oscar González dijo...

Y tiemblas... y sin embargo, tras los excesos visuales, la película tiene alma. Que era algo que uno temía que no iba a tener.

Unknown dijo...

Me encanta como la pelicula te va guiando por un camino que no sabes donde va a acabar y que finalmente enternece a la vez que enfurece ... en mi humilda opinion una pelicula brillante ..