Que Baz Luhrmann no deja a nadie indiferente... ya lo demostró con Romeo + Julieta ("¡anatema!",
dijeron algunos, rasgándose las vestiduras, como si la obra del Bardo
no fuese permanentemente atemporal... y a las pruebas me remito) o con Moulin Rouge,
una amalgama de musical posmoderno con historia operística clásica y
trama que huía del happy end más tradicional. Está claro que a Luhrmann
no le gusta pasar desapercibido, incluso cuando realiza la epopeya de su
propio país (Australia), y eso con sólo cinco películas en su bolsillo. Obviamente, que quiera jugar al enfant terrible
del cine posmoderno (ya le gustaría a él) no significa que le bailemos
el agua sin ton ni son. Se agradecen sus travesuras fílimicas, se
contempla con una sonrisa su exhibicionismo e incluso pueden aplaudirse
algunas de sus provocaciones visuales. Pero cuando te pones a filmar una
nueva versión de El gran Gatsby
de Francis Scott Fitzgerald (¿la pequeña gran novela americana?) hay
que tener las cosas muy claras, saber que no vas a convencer a casi
nadie y presentar algo no sólo digno, sino convincente. Y tratándose de
Luhrmann, había motivos para echarse a temblar.
Y los hay. La película incide en el hedonismo más exagerado en su primer
tercio de metraje, casi la primera mitad. Nueva York como un crisol de
libertinaje, charleston al compás de música electrónica, alcohol a
destajo y fiestas que son auténticos parques de atracciones. La historia
ya la conocemos y Luhrmann apenas se aparta del guión que le ofrece la
novela de Scott Fitzgerald. Nick Carraway (muy convincente Tobey
Maguire) echa la vista atrás y recuerda al hombre que fue (y no fue) Jay
Gatsby (Leonardo DiCaprio). El hombre más optimista que conoció,
rememora. Un hombre de pasado oculto y escurridizo, tanto como el origen
de su inmensa fortuna. El hombre a cuyas fiestas van todos sin ser
invitados y que se toma la molestia de invitar formalmente a su vecino,
Nick, escritor en ciernes, broker bursátil de profesión, residente en
una pequeña casita situada al lado del castillo de Gatsby en Long
Island. Al otro lado de la bahía, la mansión de Tom Buchanan (Joel
Edgerton), un jugador de polo triunfante (aunque no le guste que le
etiqueten así), casado con Daisy (Carey Mulligan): aburrida, lánguida,
conformista, demasiado apegada a un estilo de vida que quizá no la llene
pero que le permite vivir a lo grande. Y Gatsby s la respuesta a muchas
preguntas. Su relación pasada con Daisy. El hombre que ve la luz verde
del final del embarcadero de la casa de los Buchanan y que cree que será
capaz de alcanzarla desde el otro lado de la bahía de Long Island, a un
tiro de piedra de un Nueva York de contrastes.
Luhrmann no se muestra interesado en navegar por las aguas de los locos
años veinte... más allá de los personajes principales. El camino de los
palacios de los grandes capitostes industriales hacia Nueva York pasa por
carreteras embarradas, gasolineras de medio pelo y mucho carbón.
Anuncios de ópticos que nos obligan a ver: a los espectadores, pues los
personajes no son conscientes ni ven la deriva que toma sus vidas.
Gatsby, Daisy, Nick y Buchanan. Los cuatro personajes sobre los que
incide la trama. El resto son secundarios a disposición de la tragedia
que se larva en la bahía de Long Island... a pesar de que la esposa del
dueño de la gasolinero jugará un rol esencial en el tramo final de la
película. Una película, decíamos, que empieza con los excesos visuales
que uno espera ver de un filme de Baz Luhrmann. Y con el temor de estar
asistiendo a otro Moulin Rouge... cuando el espectador no quiere ver otro Moulin Rouge.
Las cosas comienzan a reconducirse cuando entre el exceso visual y
musical, entre el anacronismo que uno espera y la provocación más
convencional (al estilo Luhrmann, claro), se oye a Gershwin, aparece
(finalmente) Gatsby, se sitúan los peones en el tablero (con Nick como
pieza fundamental) y asistimos a la segunda parte de la película, la
mejor. El cortejo de Daisy (y nuestro), las secuencias en interiores (la
mansión de Gatsby, la habitación del hotel neoyorquino, quizá la mejor
secuencia de toda la película), la tragedia y el final. Un hermoso
final, como si Luhrmann dijera "vale, te he traído a mi terreno al
inicio de la película, pero en realidad te quería llevar a esto". Y lo
consigue en ese hermoso final, esas palabras mecanografiadas o escritas a
mano sobre la pantalla. Y el eco de un personaje que no era perfecto,
que acabó por romperse en pedazos. En muchos aspectos, la película
deriva al estilo de Medianoche en el jardín del bien y del mal
del maestro Eastwood: cuesta olvidar las palabras de Jim Williams
(Kevin Spacey) puestas esta vez en boca de Nick, cuando ante un palacio
desierto pensamos que la gratitud es efímera, que el ser humano es
mezquino y que los que antes se peleaban por asistir a las fiestas de
Gatsby (el hombre de las mil caras, quizá de ninguna) ahora ni se
acuerdan de él.
Película excesiva, como no podía ser menos; larga en un metraje que
podía haber sido recortado un poco (especialmente en el primer tercio);
bien trabada en la reflexión y en el retrato de unos personajes que son
incapaces de ser felices siendo los amos del mundo. Hermosa en el
epílogo. Y esa luz verde en el final del embarcadero al otro lado de la
bahía de Long Island...
3 comentarios:
Luhrmann y sus "excesos", como dices, para echarse a temblar.
Y tiemblas... y sin embargo, tras los excesos visuales, la película tiene alma. Que era algo que uno temía que no iba a tener.
Me encanta como la pelicula te va guiando por un camino que no sabes donde va a acabar y que finalmente enternece a la vez que enfurece ... en mi humilda opinion una pelicula brillante ..
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