La crisis económica del último lustro ha sido
analizada desde diversos prismas, empezando por la disección de sus
orígenes en 2008 en Margin Call.
Pero más allá de Lehman Brothers, las hipotecas subprime, los bonos
basura, el crash inmobiliario, el rescate bancario y las medidas
gubernamentales de diverso resultado, la crisis es mucho más que un estado de ánimo
que afecta a los individuos. Las consecuencias en el día a día y a ras
de suelo se plantearon desde el principio: quiebra, suspensión de pagos y
cierre de muchas empresas y, consecuentemente, trabajadores que se
quedan sin trabajo. Probablemente ahora nos parezcan pueriles las
discusiones acerca de una etiqueta como "mileurista" que, antes de la
crisis (a.C.), servían para definir un modelo laboral precario... y que
hoy en día sería la solución a corto y medio plaza de muchas familias.
Tener trabajo, sea estable (menos) o precario (lo habitual) se ha
convertido casi en un lujo en estos tiempos que corren, en una
bendición... y en la salvación de quien lo tiene. Modelos industriales
a.C. se han quedado como paquidermos en peligro de extinción y pronto la
propia palabra "fijo" será desterrado de vocabularios sobre el entorno y
las condiciones del trabajo. Todo ha cambiado y en muchos aspectos
estamos en un período de transición que no sabemos adónde nos conduce y
con qué consecuencias. Quizá lo peor de todo ello, además de la
situación de provisionalidad laboral, sea la incertidumbre sobre el
futuro que nos espera: ¿podemos hacer planes a medio y largo plazo?
¿Cómo conciliar el trabajo con la posibilidad de fundar una familia?
¿Qué panorama nos espera cuando lleguemos a la edad de jubilación (sea cuando sea, cada vez más tarde) y en qué condiciones viviremos?
Vemos el modelo que ha tenido la generación de nuestros padres, la
generación de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, y percibimos que
pronto será una entelequia que jamás podremos alcanzar o disfrutar.
Pero, sin irnos tan lejos, ¿qué sería de nosotros si de un día para otro
nos quedamos sin trabajo y nos encontramos con una situación (más o
menos) imprevista: sin un sueldo del que depender, con una familia a
cargo y con escasas esperanzas de encontrar un nuevo empleo? En cierto
modo este es el punto de partida de Dos días, una noche de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, dándole una vuelta de tuerca: una odisea particular para no perder el empleo.
Sandra (Marion Cotillard), que acaba de superar una depresión y está a
punto de reincorporarse a su puesto de trabajo en una fábrica, recibe el
viernes por la tarde una noticia devastadora. El jefe de la empresa
plantea a los empleados de su sección (16 trabajadores) una disyuntiva
envenenada en una votación particular: permitir que Sandra recupere su
puesto de trabajo o percibir una prima de 1.000 euros. Ya nos podemos
imaginar lo que ello supone: si votan para que Sandra vuelva al trabajo
no recibirán la prima. O blanco o negro. Sandra y su familia (marido y
dos hijos) necesitan es sueldo para mantener la vivienda: ya tenemos un
primer conflicto. a su vez, la votación plantea en sí misma una lucha
feroz por la supervivencia y de la que no depende sólo Sandra, y un
segundo conflicto: de esos 16 trabajadores, ¿quién no va a necesitar
esos mil euros para tapar más de un agujero, solucionar un problema o
complementar la economía familiar, especialmente en aquellos casos en
los que únicamente entra un sueldo en casa? Para Sandra, la votación es
una catástrofe: necesita que nueve personas voten por ella y renuncien a
la prima, que confíen en su recuperación y que cedan algo necesario
para sí mismos a cambio de que alguien recupere su trabajo. Que la
empresa deje entrever que el trabajo de la sección puede seguir
perfectamente con 16 personas, como así ha sido durante la baja laboral
de Sandra, supone también un elemento de presión extra. Que, por otro
lado, el encargado de esa sección juegue por su cuenta y deje caer que,
primas al margen, si no se despide a Sandra cualquier otro de los
trabajadores puede tener el mismo destino (así se lo comentan a la
propia afectada), y ya sea esto un rumor o una amenaza, es también un
signo del voraz sistema laboral que utiliza el miedo y la presión para
conseguir sus fines. Sandra misma, por otro lado, es consciente que
pedir a sus compañeros que voten por ella supone un perjuicio para ellos
(perder la prima), y se plantea hasta qué punto es lícito convencerles
para que salven su empleo. Pero su marido la anima para que no
desfallezca... y que básicamente es lo que siente Sandra al recibir la
noticia: rendirse, no luchar, abandonarse al desaliento. Comienza un fin
de semana (pues la votación será el lunes; mejor dicho, una segunda
votación que el jefe ha aceptado celebrar, atendiendo a la petición de
Sandra), los dos días y la noche del título de la película, que se
convierte en una peregrinación por toda la ciudad para tratar de
convencer al menos a nueve compañeros para que voten por ella... y en
consecuencia acepten perder la prima.
La película de los directores belgas (que en cierto modo recuperan un planteamiento parecido al de su película Rosetta de
1999) incide en los efectos de la crisis económica y la precariedad
laboral en esos trabajadores y en sus familias. y lo hace sin
adoctrinamientos ni maniqueísmos baratos. La denuncia que plantean es de
un calibre similar al de la filmografía de Ken Loach, pero sin las
redundancias obreristas ni un mensaje que acabe siendo fagocitador. La
situación de Sandra es denunciable: que la despidan cuando está a punto
de reincorporarse a su trabajo es un insensible ataque a la recuperación
de las personas en momentos de debilidad (y la depresión es una
enfermedad diagnosticada). Sandra no puede evitar caer en el miedo
irracional y abusar de las pastillas para sobrellevar la enorme presión
de ese fin de semana, cayendo incluso en la posibilidad del suicidio
(una secuencia, sin embargo, más que prescindible no por el elemento
dramático que supone sino por la incongruencia de su desarrollo y
resolución). Por otro lado, la película incide en reacciones de todo
tipo (algunas de ellas muy lógicas, otras extremas por la violencia
implícita y explícita) en los compañeros de Sandra: ¿serán capaces de
renunciar a una prima mileurista? Y aquí, como en toda situación
cotidiana de corte social, las respuestas son diversas: de la
generosidad y la vergüenza a la mezquindad y el silencio. La epopeya de
Sandra, su particular viaje hacia la injusticia (la que ella puede
recibir y la que a su vez provoca al forzar que los demás renuncien a
algo que necesitan) es quizá lo más interesante de la película; también
lo más difícil de mantener, entre la tensión y la previsibilidad, por no
decir la sensación de estar asistiendo a una gincana con pruebas que
superar y contratiempos que solucionar. Pero, ¿no es la vida misma una
inmensa gincana?
La película induce a la reflexión sobre nuestro papel en la sociedad y
sobre nuestro propio (libre) albedrío... especialmente cuando no lo es
(libre). Sobre una lucha constante contra la injusticia laboral (y a dos
bandas: Sandra no para de insistir en que "es injusto que os hagan
elegir"), sobre el rol que jugamos en momentos determinados y la
posibilidad de elegir (también insiste en que "no he elegido yo los
términos de la votación") y en la conciencia constante de saber lo que
está demandando ("entiendo tu postura, no me pidas disculpas", dice
cuando le dan un no por respuesta). El debate ético está implícito en
cada secuencia y especialmente en la resolución del conflicto; una
resolución que a su vez plantea un nuevo conflicto y otro debate ético.
Sandra, en uno de esos momentos de crisis (de constante crisis personal)
de la película, explota y deja entrever las nefastas consecuencias de
la votación si consigue ganarla: "¿cómo voy a compartir trabajo con
ellos después de hacerles perder mil euros? ¿Cómo crees que será vernos
cara a cara cada día después de eso? ¿Compartir vestuario o desayunar
juntos en la cafetería?", le gritará a su marido. Pues las consecuencia
de hacer algio justo no tienen necesariamente que ser justas... y quizá
nos lo pensemos dos veces antes de hacer algo. Ese tipo de reflexiones y
situaciones, de un modo u otro, las hemos vivido todos. Además, la película plantea un retrato complejo
de las múltiples realidades sociales en la Europa actual, con el peso de
la inmigración y las variedades culturales con las que habitualmente
convivimos.
Una magnífica (y lúcida) película, en última instancia. Una reflexión sobre los intríngulis del mundo laboral actual y sobre la extinción de un modelo para llegar a otro que es peor.
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