Aquellos que me conocéis sabéis que con
pocas cosas soy un fan desatado o incluso un mitómano, si se puede
emplear esta palabra para esta ocasión; y probablemente moveréis la
cabeza de aburrimiento cuando me oís mencionar o comentar un libro
determinado, una película concreta o una obra de teatro en particular.
En cierto modo, Enrique V de William Shakespeare reúne estos elementos
–es un texto escrito y representado en innumerables ocasiones en el
teatro, ha sido filmado varias veces, destacando para mí, por encima de
ninguna, la versión de Kenneth Branagh (1989) e incluso se ha rodado
para la televisión, como fue el caso del cuarto y último episodio de esa
intensa Henriad que es The Hollow Crown (BBC, 2012)–, y me fascina por
todo ello por su capacidad para trascender medios y erigirse en una obra
de arte universal. “What a piece of work is a man…”, escribió el Bardo en
Hamlet, y qué obra de teatro perfecta es Enrique V, representada por primera vez en 1599, y que recoge/reconstruye/recrea una de esas gestas
que pasan a la historia y uno de los momentos más gloriosos de la propia
historia inglesa: la victoria de Enrique V (1386-1422), contra todo
pronóstico y en inferioridad de condiciones, en Agincourt (25 de octubre
de 1415), como clímax de una tradicional cabalgada en el norte de
Francia y frente a lo más granado de la caballería francesa; una batalla
en la que murió el delfín (heredero al trono) de Francia y fue
capturada parte de la nobleza de sangre del reino (comenzando por
Carlos, duque de Orleans, sobrino del rey francés). Esta es la base de Victòria d'Enric V (Teatre Lliure de Barcelona, sede de Gràcia, hasta el 26 de octubre de 2014; de gira en noviembre).
Bardolf y Pistola, los damnificados de la victoria de Hal. |
Solemos tener, leyendo la obra de Shakespeare, una imagen idealizada
de la batalla y la victoria en Agincourt, como un milagro (“Dios luchó
de nuestro lado”) y como arriesgadísima apuesta de un joven rey inglés
que hasta entonces había demostrado poco y era recordado por su disipada
vida como heredero al trono (el príncipe Hal de las dos partes de
Enrique IV). Inglaterra misma tenía heridas que curar: las revueltas
nobiliarias y campesinas del último tercio del siglo XIV, la deposición y
asesinato de Ricardo II en extrañas circunstancias, las guerras del
nuevo rey Enrique IV, primo de Ricardo, contra parte de aquella misma
nobleza que lo había encumbrado. Inglaterra había perdido el ímpetu y la
energía tras las batallas de Crécy (1346) y Poitiers (1356) y
prácticamente todas las ganancias del Tratado de Brétigny (1360),
conseguidas durante la primera fase de la Guerra de los Cien Años.
Inglaterra, con Enrique V recién subido al trono en 1413, necesitaba
restañar heridas y conseguir algo en el continente a costa de su secular
enemigo, Francia. Una Francia, por cierto, que en aquellos años no
pasaba tampoco por su mejor momento, aunque en la obra de Shakespeare
parezca fuerte y arrogante por boca del Delfín y el Condestable; e
incluso del propio rey Carlos VII (r. 1380-1422): pero en la realidad
histórica, Carlos VII era un rey mentalmente inestable y dominado por su
esposa alemana (Isabel de Baviera) y a merced de los manejos del duque
de Borgoña, Juan I Sin Miedo (instigador del asesinato de su hermano,
Luis de Orleans, padre del citado Carlos de Orleans); la situación del
país era convulsa, al borde (si no habiéndolo superado) de la guerra
civil (las luchas precedentes entre armagnacs y borgoñones) y con una
nobleza desafiante ante la autoridad real, así como una ciudad de París
levantada contra el gobierno. Agincourt fue la victoria que unos
consiguieron a la desesperada y que otros daban por seguro que tendrían,
pisoteando con sus caballos los cuerpos de los “bastardos normandos”
que osaban invadir, una vez más, el suelo francés.
La victoria en Enrique V (y en general) es algo que llama mucho la atención a Pau Carrió, el
adaptador del texto shakesperiano y director de este montaje de La Kompanyia Lliure, representado el pasado verano en el marco del Festival
Grec de Barcelona. Ahora, y durante casi todo el mes de octubre, llega a
la sede gracienca del Teatre Lliure. Y lo hace manteniendo el espíritu
de la obra, las inquietudes del director respecto a la repercusión de la
victoria per se en el imaginario colectivo, y con una puesta en escena
que aúna una escenografía mínima y un vestuario y una música “actuales”
(más bien en clave británica ochentera), con ecos de la música rock y
ska inglesa de los setenta y ochenta, cazadoras de cuero sobre faldas a
la galesa y un grupo de actores que se desdoblan en diversos papeles. La
victoria de unos es la derrota de otros, y esa es una idea que subyace
en la adaptación de los textos shakesperianos. Textos, pues la versión
de Carrió comienza con algunas escenas de las dos partes de Enrique IV:
la juventud alocada del príncipe Hal, aún no rey. Agoniza el enfermo
Enrique IV pero Hal pasa su tiempo entre francachelas con sus amigotes
Bardolf, Pistola y la tabernera Nell, así como con un John Falstaff,
sinónimo del exceso, la picaresca y la alegría de vivir… pero sin que
veamos a Falstaff, recordado y evocado, algunas de sus ingeniosas frases
pronunciadas por esa populachera “banda de hermanos” que va de taberna
en taberna. La primera parte de la obra nos lleva a esos amigotes, que
cuando son conocedores de la subida al trono de Hal, ahora Enrique V, se
hacen vanas ilusiones de riquezas y títulos a su servicio… pero sin
saber (aún) que Enrique V, antiguo Hal, ha enterrado esa vida disoluta
con el cadáver de su padre. La historia de Enrique es la de un hombre
que se transforma, que asume la majestad y lo que ello significa, que
rompe con las locuras de juventud y asume la madurez que (se supone)
otorga la edad adulta. No más borracheras, no más un comportamiento
lascivo… no más Falstaff. Un John Falstaff que, aun no apareciendo, se
erige en personaje casi físico y en primera consecuencia de la victoria
de Enrique.
Rey y Delfín de Francia, alternativos "hermanos". |
La obra entra, entonces, en el terreno que conocemos sobre Enrique
V: la sibilina sugerencia del clero inglés para asumir la empresa de
Francia para que se olvide de la ley que planea para hacerles pagar más
impuestos y confiscar sus posesiones. Es decir, la reivindicación del
trono de Francia, la vieja apuesta de Eduardo III en la primera fase de
la Guerra de los Cien Años, y que ahora recupera Enrique. La campaña
exterior, la guerra como salida, la búsqueda de la victoria como inicio
de un reinado. Conocemos lo demás y la versión de Carrió (que asume el
papel de Coro) incide en las escenas y discursos más granados de la obra
de Shakespeare: el desafío de las pelotas de tenis y la irritada
respuesta del rey; la conjura de los tres traidores, sintetizada en un
único personaje, lord Scroop de Masham, amigo íntimo del rey que es
seducido por el oro y el veneno franceses; la muerte de Falstaff
recordada por Bardolf, Pistol, Nell y el muchacho paje, a punto de
embarcar ellos en Southampton y en dirección a Francia; el asedio de
Harfleur, la arenga de Enrique a sus tropas (“Once mor unto the
breach!”) y la feroz diatriba contra los defensores de la ciudad; la
reunión de los nobles franceses, liderados por el Delfín, y exhortando
al rey francés a hacer frente a los ingleses (en esta versión, el Delfín
y el Rey de Francia son hermanos y no es la única licencia que se toma
Carrión, que mezcla a Westmorland y el duque de York en Agincourt o a
los soldados rasos y a Pistol en la vigilia de la batalla… haciendo a
todos esos personajes más vibrantes, en especial al Rey de Francia); el
ahorcamiento de Bardolf por robar en una iglesia (otra consecuencia de
la “victoria” de Enrique) y el parlamento con Montjoy, el mensajero
francés; la noche antes de la batalla, con la conversación sobre la
responsabilidad del rey en la batalla que va a suceder y el precio que
pagarán los soldados ingleses en caso de derrota (muerte segura, rescate
para el monarca), junto a algunas de las frases del soliloquio de
Enrique apelando al dios de las batallas (un soliloquio muy resumido y
dejando de lado, por ejemplo, la culpa y el arrepentimiento de Enrique,
heredados de su padre, por la muerte de Ricardo II); la arenga de San
Crispín (Crispiniano), siempre emocionante y llena de brío… y la
batalla. Carrión plantea cómo mostrar la batalla sobre un escenario
mínimo y sin atrezzo, y lo hace con un número de danza en el que los
combatientes, ingleses y franceses, toman el escenario (esa “O de
madera”) con unas botellas de agua, que dejan caer, simbolizando de
alguna manera el barro y la sangre que se mezclaron durante el combate.
Una escena muy lograda y original: agua, penumbra y humo, cuerpos que se
mueven… y mueren.
Batalla y victoria para Enrique… pero ¿a qué precio? Victoria para él, derrota para los franceses… y para Pistola, que lo ha perdido todo. Muerte y milagro, gloria y amargura. ¿Qué puede aprender Enrique de su victoria, de esa victoria que tanto ansiaba lograr? Carrió nos hace reflexionar con la puesta en escena de la obra acerca del alcance de las victorias, de los precios a pagar, de lo que significa vencer en un mundo que abomina de la derrota (incluso hoy día), de la relación enredada entre victoria y éxito; sólo puede haber éxito con la victoria, y la derrota, por momentánea que sea, es la señal más clara del fracaso. Interesantes reflexiones de fondo, como lo es la puesta en escena del texto. Carrió alterna la comicidad de los personajes tabernarios o la del capitán Fluellen, con esa altanería y actitud pagada de sí misma que mueve a risa, con el dramatismo de Enrique en soledad o deseando ardientemente el triunfo, y que le lleva a amenazar con la destrucción de Harfleur y la violación y muerte de sus habitantes, o con dejarse llevar por la furia y ordenar la ejecución de los prisioneros franceses como represalia por la muerte de los pajes ingleses en Agincourt. Están muy bien logrados algunos personajes: el citado Rey de Francia, alejado del patetismo y debilidad con la que suele presentársele, y que interpreta la misma actriz, Mima Riera, que interpreta a lord Scroop, o el juego que da Pistol, todo exceso en sí mismo, y que encarna David Verdaguer. Pero no sería justo no destacar el buen trabajo de todo el plantel de actores, desdoblándose algunos de ellos en dos papeles: Pep Ambròs como el sibilino arzobispo de Canterbury y el belicista Delfín francés; Laura Aubert como la punk Nell y el paródico Fluellen; Paula Blanco como una contenida Montjoy; Albert Prat pasando del ruidoso Bardolf al ansioso Westmorland (velado duque de York); Javier Beltrán como un duque de Exeter y (otra licencia) primo del rey, todo él dignidad y poder; María Rodríguez como el muchacho paje, personificación de esos soldados anónimos que combatieron en Agincourt; Arnau Vallvé (batería de la banda Manel) aportando una música que combina bien con el aire trash que en ocasiones Carrió aporta a la obra en cuanto a vestuario y puesta en escena; y, cómo no, un Pol López como Enrique V, un personaje que llena y dota de especial energía (haciéndote olvidar durante la función al que interpretaba Kenneth Brangh).
Enrique V: "Sobre el rey..." |
Está de más recomendar esta obra de teatro y en esa “O de madera”
tan sencilla y al mismo tiempo tan íntima, con el público tan cerca de
los actores. Y probablemente estaréis moviendo la cabeza pensando “ya
está éste otra vez con lo mismo”), pero hacedme caso, barceloneses, y
acudid al Teatre Lliure antes de que acabe octubre (o los que estéis
cerca de las ciudades que albergarán la gira de noviembre). Porque un
Shakespeare, moderno pero clásico, poliédrico como siempre ha sido el
Bardo, no se puede dejar a un lado…
What’s he that wishes so?
My cousin, Westmoreland? No, my fair cousin;
If we are mark’d to die, we are enow
To do our country loss; and if to live,
The fewer men, the greater share of honour.
God’s will! I pray thee, wish not one man more.
By Jove, I am not covetous for gold,
Nor care I who doth feed upon my cost;
It yearns me not if men my garments wear;
Such outward things dwell not in my desires.
But if it be a sin to covet honour,
I am the most offending soul alive.
No, faith, my coz, wish not a man from England.
God’s peace! I would not lose so great an honour
As one man more methinks would share from me
For the best hope I have. O, do not wish one more!
Rather proclaim it, Westmoreland, through my host,
That he which hath no stomach to this fight,
Let him depart; his passport shall be made,
And crowns for convoy put into his purse;
We would not die in that man’s company
That fears his fellowship to die with us.
This day is call’d the feast of Crispian.
He that outlives this day, and comes safe home,
Will stand a tip-toe when this day is nam’d,
And rouse him at the name of Crispian.
He that shall live this day, and see old age,
Will yearly on the vigil feast his neighbours,
And say “To-morrow is Saint Crispian.”
Then will he strip his sleeve and show his scars,
And say “These wounds I had on Crispian’s day.”
Old men forget; yet all shall be forgot,
But he’ll remember, with advantages,
What feats he did that day. Then shall our names,
Familiar in his mouth as household words-
Harry the King, Bedford and Exeter,
Warwick and Talbot, Salisbury and Gloucester,
Be in their flowing cups freshly rememb’red.
This story shall the good man teach his son;
And Crispin Crispian shall ne’er go by,
From this day to the ending of the world,
But we in it shall be remembered-
We few, we happy few, we band of brothers;
For he to-day that sheds his blood with me
Shall be my brother; be he ne’er so vile,
This day shall gentle his condition;
And gentlemen in England now-a-bed
Shall think themselves accurs’d they were not here,
And hold their manhoods cheap whiles any speaks
That fought with us upon Saint Crispin’s day.
Enrique V, acto IV, escena 3ª.
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