3 de noviembre de 2011

Reseña de La mano invisible, de Isaac Rosa

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En una de esas canciones por las que un cantante se hace famoso y que siempre le acompañan en su carrera, Luis Aguilé decía: «Es una lata el trabajar, / todos los días te tienes que levantar. / Aparte de esto, gracias a Dios, la vida pasa felizmente si hay amor». Por supuesto, la vida no sólo fácilmente con amor, e incluso habrá ocasiones en que el amor falte, pero más de uno dirá, siguiendo el dicho «mientras haya salud… o trabajo». Pepe Rubianes, por su parte, ya se encargó de decir adónde podían irse quienes decían aquello de que el trabajo dignifica. Y es que el ser humano, además de sapiens, también es un homo faber, un hombre que trabajo, que hace cosas, que debe hacerlas si quiere ganarse la vida. Luego, siguiendo el díptico medieval, podríamos añadir el ora al labora, y ya tendríamos las tres patas del banco del hombre moderno, universal, aquel que piensa, habla y además trabaja. Ecuación resuelta. 

Pero no, las cosas no son tan sencillas. Y sí, pensamos, y oramos (en el sentido ciceroniano, si se quiere), pero sin trabajar no hacemos nada. O no somos nadie. Y es que el trabajo dignifica, que dicen los clásicos, quizá algún pariente anciano que tiene curtidas las manos de tanto laborar. O quizá envilece, se podría argüir, pues todo hombre es algo más que la jornada laboral, las ocho (o más) horas que le dedica al laburo, como dicen por el Cono Sur: el hombre también descansa, desconecta, aparte del negotium está el otium, y aunque para los clásicos eran las dos caras de una misma moneda, en clave actual pensamos en el ocio como aquello que no forma parte del trabajo, la vida después (o antes) del trabajo, el solaz, el entretenimiento, aquello que nos vivifica por dentro y nos garantiza que, el lunes por la mañana a primerita hora, encarrilemos la jornada laboral pensando que pronto llegará el fin de semana, o el puente con ocasión de tal festividad, o las siempre mitificadas vacaciones… Y eso que el trabajo es parte de nuestra vida, lo echamos tanto en falta si precisamente eso, nos falta. Nos deprime estar sin trabajar, nos inutiliza, nos convierte en seres casi sin alma, pues del trabajo no sólo depende estar ocupado y pagar facturas e hipotecas, sino también ser personas, ser alguien en esta sociedad. Si no tienes trabajo, no eres nadie, te miran mal, por encima del hombro, eres un parásito de la sociedad, alguien que vive de la sopa boba, un desclasado, un vagabundo, un … 

Y eso que dicen que el trabajo es duro, arduo. No trabajas de verdad, te dirán, si no sudas la camiseta, el mono de trabajo, si no le dedicas horas extra, si no eres el primero en llegar al despacho y el último en salir, si no fichas cuando entras y cuando te vas, si no te escaqueas para fumarte el cigarrito de las x horas (bueno, yo no fumo, pero no me hagáis pensar excusas para escaquearme de esta reseña, que parece que no, pero mientras escribo esta reseña, estoy trabajando), si no presumes de que te han ascendido, de que te has camelado al jefe o de que le dedicas más horas que nadie. Trabajas, trabajas y trabajas. No te lleves el trabajo a casa, te dirán. O estas horas no te las pago, te las compenso con días libres. Jefe, que me pido unas horas libres para ir al médico, o para renovar el DNI, o para pasar la ITV. Oye, que me voy pitando que los niños salen a las cinco, acaba esto por mí. Ficha por mí, anda, que llegaré tarde. Trabajo, trabajo, trabajo. 

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Isaac Rosa
A veces me pregunto si lo que hago en los últimos ocho años es trabajar. Después de tirarme casi cuatro años madrugando a las cinco de la mañana para entrar a las siete en una multinacional tabaquera, dedicarle siete horas y media a preparar pedidos, mover palés, cargar cajas o contar las existencias de puros de la nevera, de hacerme con 120 bultos al día (140 si me toca un pedido de El Corte Inglés), de echar el bocadillo a las ocho y media, de la ducha corriendo al salir para irme en coche con Fulano de Tal que me deja al lado de casa, de los viernes que ya estás pensando en salir a las dos y media, del fin de semana de ocio, del domingo pro la tarde que preparas la mochila con la ropa del curro y del despertador a las cinco, el N1 para la Zona Franca y el cortadito con el buenos días para los compañeros a las seis y cuarenta y cinco, después de todo eso, de una vida que es lo contrario, ¿yo ahora trabajo? Porque no sólo trabaja el albañil que monta una pared ladrillo a ladrillo para luego tirarla abajo; no sólo trabaja el carnicero que despieza vacas, corderos y pollos, a tantos por hora y tráeme más con el carro; no sólo trabaja la teleoperadora que llama para una encuesta a todos los Herrera que vienen en el listín telefónico; no sólo trabaja la limpiadora de baños o de la nave en la que el carnicero despieza, el albañil enladrilla y la teleoperadora habla con la sonrisa en la boca; no sólo trabaja el mecánico que desmonta un coche, pieza por pieza, o la costurera que con la máquina eléctrica termina una comanda de piezas de ropa, o el camarero que sirve cafés y desayunos, o el informático que escribe innumerables líneas de código, o el vigilante de seguridad a quien no se le escapa nadie. Y lo cierto es que todos ellos trabajan, y mucho, en la última novela de Isaac Rosa, La mano invisible (Seix Barral, 2011). ¡Y vaya sí trabajan! Y además con gente que mira, que aplaude, que silba, que abuchea, que comenta y que incluso se tira de espontáneo al escenario. Porque de todo esto, no de mis jeremiadas sobre el trabajo, va esta novela. Gente trabajando. Y un show de telerrealidad por medio. 

Y nos encontramos con una magnífica novela, con personajes anónimos que trabajan y nos lo cuentan, que vienen de trabajar mucho, de soportar muchas horas de trabajo, mucha presión, muchas quejas de sus jefes, con ilusiones rotas, con expectativas no cumplidas, con sueños y esperanzas. Como todos los que trabajan (perdón, como todos los que trabajamos, dejadme que me incluya). Y así seguimos sus andanzas en una novela en la que Rosa de entrada no nos lo pone muy masticado (¡trabajad, leñe!), escribe de corrido, con largos capítulos, largas secuencias, diálogos intercalados en la narración, en tercera persona pero como si los personajes nos hablaran directamente y nos contaran «pues oye, que yo estoy aquí porque no pagan mal, porque tendrías que ver cómo me trataban en mi anterior trabajo». Y el autor consigue que nos identifiquemos con los diversos personajes, perdón, trabajadores, pues se ha documentado de tal manera que sabe meterse en la piel del carnicero, del albañil, de la limpiadora o del informático. Y con todos, de un modo u otro, siguiendo nuestras propias experiencias pasadas y presentes, o quizá empalizando más con uno que con otro, con todos esos trabajadores, decía, el lector empatiza, asiente, comprende e incluso sufre.

Añadamos a todo ello la vuelta de tuerca que supone, pasados unos capítulos,… no, mejor que el lector lo descubra, pues ya he apuntado demasiadas pistas. Que se deje llevar por una narración que, a pesar de la forma en que se nos presenta, no, no es nada pesada; al contrario, posee una enorme agilidad más allá del párrafo largo o de la frase casi interminable, te dejas llevar por lo que cuenta y por como lo plasma por escrito. Sí, quizá si vienes de terminar una novela al uso, quizá es cierto que te cuesta enganchar en las primeras páginas; pero al mismo tiempo que te preguntas de qué va la novela siguiendo el levantamiento de la pared, ladrillo a ladrillo, por parte del albañil, no puedes dejar de seguir leyendo. Te seduce la novela, te fascinan los personajes del mismo modo que ellos se sienten observados y comprendidos en su laboreo diario. Y el trabajo que te tomas leyendo al estilo de Isaac Rosa pasas a descubrir trabajos que ya conoces o has vivido y a preguntarte si somos robots, si el trabajo dignifica, envilece o, como decía Luis Aguilé, si es una lata el trabajar, todos los días te tienes que levantar...

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