17 de noviembre de 2011

Crítica de Pa negre, de Agustí Villaronga


1944, un pueblo del interior de Cataluña, pongamos por caso la Plana de Vic. Un carromato es asaltado, su conductor, Dionís, asesinado y ambos, caballo y niño que había dentro del carro incluidos, arrojados desde una colina. Andreu (Francesc Colomer) encuentra los restos del accidente y avisa a su familia y a las autoridades. ¿Accidente o asesinato?, se pregunta el alcalde (Sergi López), quien opina que el padre de Andreu, Farriol (Roger Casamajor), puede estar implicado en el asunto, pues conocía al finado. Farriol, militante de izquierdas y por tanto sospechoso de cualquier cosa para las autoridades del pueblo, no se lo piensa dos veces y huye, por lo que su esposa, Florència (Nora Navas), decide que el pequeño Andreu esté con la familia de su abuela paterna, que se encargan de tirar adelante una masía de unos potentados de la zona, los Manubens. En su nuevo hogar, Andreu haced migas con su prima Núria (Marina Comas), que perdió una mano por culpa de una bomba, aunque resulta ser una niña bastante peculiar. La guerra civil terminó hace tiempo pero el trauma de la misma continúa creando fantasmas, levantando odios y afectando a las emociones. 

Porque estamos ante una película más de emociones que de rencores y odios (que están subyacentes, eso sí), basada en la novela homónima de Emili Teixidor y en algunos relatos suyos. Como planteara Michael Haneke en su reciente película La cinta blanca, los horrores de los padres crean monstruos en los hijos, y así sucede con esta película en la que la evolución del pequeño Andreu le conduce a cuestionarse amores familiares, amistades e incluso fantasmas del pasado. La posguerra es dura y en un pueblo en el que rencores recientes se mezclan con los odios entre vencedores y vencidos los monstruos surgen por doquier. Ya no sólo el alcalde, vencedor y que considera que tiene un particular derecho de pernada, sino los Manubens, que como caciques locales creen poder manejarlo todo. La muerte de Dionís destapa odios y miserias de los habitantes de un pueblo que son como un microcosmos de un país en tiempos difíciles.

Villaronga no plantea una película de buenos y malos o de maniqueísmos a cuenta de la guerra civil y la posguerra (la figura del alcalde, encarnada por Eduard Fernández, podría ser un buen ejemplo). La búsqueda de respuestas por parte de Andreu acerca de la muerte de Dionís le lleva a indagar en un asunto del pasado, con un muchacho que fue torturado por la gente del pueblo, y que puede estar relacionado con el presente. En el camino de la búsqueda de la verdad (poliédrica y polifónica), Andreu descubrirá paulatinamente el monstruo que hay en él. De ese modo, podemos decir que no estamos ante otra película de la guerra (o de la posguerra) más, aunque el tema está implícito. Es una película sobre el miedo, sobre el horror que llevamos dentro, sobre las emociones que podemos controlar o no.

El ritmo de la película es pausado, que no lento, mostrando el director un buen pulso tras la cámara; una excelente reconstrucción de un ambiente rural, con la fábrica textil de fondo, y con un detallismo admirable. Del mismo modo, es recomendable su visión en V.O.S. (para los no catalanoparlantes), pues permite captar los matices de un lenguaje anclado en un ámbito determinado del interior de Cataluña. A destacar, además del pequeño Francesc Colomer, Roger Casamajor o Nora Navas, a Laia Marull en un papel secundario, como Pauleta, la viuda de Dionís, en un rol muy alejado de los que suele interpretar.

Buena película, sí señor, estremecedora sin tratarse de una película de terror, pero que impacta y nos alerta acerca de la pérdida de la inocencia. Terrible consecuencia.

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