29 de abril de 2019

Crítica de cine: Gracias a Dios, de François Ozon

Crítica publicada previamente en el portal Fantasymundo.

Quienes nos acercamos siempre con interés al estreno de una película de François Ozon, que ya va dejando atrás la etiqueta de enfant terrible del cine francés, hemos quedado sorprendidos con el cambio de registro del director galo en Gracias a Dios. Y en cierto modo resulta algo lógico: el tema, los abusos a niños durante años por parte de un sacerdote y que ha convulsionado a la sociedad del país vecino, requiere que quien está tras la cámara –autor de películas interesantes y a menudo más centradas en la forma que en el fondo, como Swimming Pool (2003), Ricky (2009), Potiche (2010), En la casa (2012), Joven y bonita (2013) y El amante doble (2017), entre otras– se deje de veleidades artísticas y alguna que otra boutade, y asuma como creador menos protagonismo que la propia historia que quiere relatar. Y menuda historia: el de algunas víctimas del sacerdote Bernard Preynat que, entre los años setenta y noventa del pasado siglo, abusó de decenas de niños a su cuidado en campamentos de boy scouts. El arzobispado de Lyon, del que dependía Preynat, zanjó el asunto durante años trasladando al sacerdote de una parroquia a otra, sin asumir responsabilidades, hasta que el caso salió a la luz pública gracias al testimonio de algunas de las víctimas, ya adultas, que descubrieron por su cuenta que Preynat seguía con su labor como sacerdote y seguía cerca de niños en actividades pastorales. Su preocupación, furia y doloroso recuerdo del pasado les llevó a crear una asociación, La Parole libérée (la palabra liberada) en la que se reunieron afectados por los abusos de Preynat y publicaron sus testimonios. El caso de Preynat pasó a los tribunales, afectó al actual arzobispo de Lyon, Philippe Barbarin (François Marthouret en el filme), y ha generado, a raíz de la película, una enorme atención mediática y con consecuencias que se “actualizan” (como se destaca en una nota previa a los títulos de crédito finales) más allá de la misma.

Alexandre Guérin (Melvil Poupaud), un banquero de más de cuarenta años, padre de familia numerosa y católico practicante que reside en Lyon, se entera, conversando con un amigo, de que el padre Preynat (Bernard Verley) sigue en activo como sacerdote. La noticia le afecta, pues Preynat abusó de él siendo niño, tres décadas atrás y los recuerdos le atormentan. Puesto en contacto con el ya anciano padre Preyant, con la mediación de una psicóloga del arzobispado de Lyon (Martine Erhel), tiene un cara a cara con el sacerdote, que reconoce los hechos, pero no le pide perdón. Alexandre contactará a su vez con el arzobispo Barbarin, que le promete que tomará medidas, pero el tiempo pasa, que Preynat sigue teniendo contacto con niños y que, de hecho, nadie se responsabiliza de lo sucedido. La Iglesia, como institución, se mantiene al margen. Cada vez más furioso y en busca de una reparación moral que no llega, Alexandre decidirá llevar el caso a la esfera civil, mediante una denuncia, aun sabiendo que su caso ha prescrito por el tiempo transcurrido. Ello no le impide, sin embargo, buscar a otras víctimas de Preynat cuyos abusos aún no hayan prescrito y de este modo su historia se une a la de otros adultos que sufrieron los abusos del sacerdote en su infancia: es el caso del impetuoso François Debord (Denis Ménochet) y del más joven Emmanuel Thomassin (Swann Artaud), cuyo recuerdo de los abusos sigue provocándole dolor y quizá sea la causa de episodios ¿epilépticos? que a menudo padece. 

La película de Ozon, que como es habitual también asume el rol de guionista, en muchos aspectos se asemeja (es prácticamente inevitable la comparación) a Spotlight (Tom McCarthy, 2015), el filme ganador del Oscar a mejor película en 2016 y que detalla la historia de la investigación por parte del equipo “Spotlight” del periódico Boston Globe del escándalo de la Iglesia católica en Massachusets, que ocultó durante décadas los abusos sexuales de niños por parte de decenas de sacerdotes. El estilo de “investigación” del filme de Ozon, que dramatiza unos hechos reales (y de plena actualidad), se percibe en una primera parte del metraje, centrada en Alexandre y las cartas que envía al arzobispado, a la psicóloga y al propio arzobispo Barbarin, y en las respuestas que recibe, y que el espectador escucha mediante una voz en off que le “informa” de la historia que va viendo. Es quizá la parte más interesante del filme, pero que, en aras de la, por decirlo de alguna manera, “amenidad” del relato no se mantiene a medida que la película avanza y entran más personajes en escena. Y es una decisión acertada, pues la manera de enfocar las preocupaciones de Alexandre es diferente a la que requiere François, ateo declarado y que quiere que la Iglesia pague por los abusos que uno de sus miembros realizó, o la del más introspectivo Emmanuel, cuya tóxica relación en pareja también acompaña a la presentación del personaje. Los tres, junto a otros afectados, participarán en la creación de la asociación y los tres vivirán de manera (y con actitudes) muy diferentes el dolor por unos recuerdos que, también, se visualizan en el filme mediante flashbacks, pero sin sensacionalismos ni estridencias: se sugiere, más que se muestra.

El filme gana mucho también en el modo de presentar a esos tres personajes y sus familiares más cercanos: la esposa y los hijos de Alexandre, preocupado especialmente por estos últimos y la educación que reciben en el ámbito religioso (recordemos que son una familia numerosa que participa de la formación católica de modo cotidiano, de la misa de los domingos al colegio al que van los chicos); los padres y el hermano de François, que considera que su hermano tiene una necesidad casi obsesiva de ser el centro de atención y parece mostrarse más distante en cuanto a los abusos que François padeció de pequeño (¿él también los sufrió?); o la madre de Emmanuel (una irreconocible Josiane Balasko), que pronto asumirá un papel más activo en la asociación. El guion desarrolla una historia de manera gradual, con los problemas que las víctimas tienen para tratar de preparar una demanda colectiva o los avatares de la asociación y hacia dónde debe encaminarse, y quizá se alargue un poco; pero lo cierto es que en esa evolución de una trama que desarrolla historias en paralelo para luego converger en el tema de la asociación resulta muy interesante y Ozon la plantea con sutileza, suaviza sus formas (nada de las ironías habituales en su filmografía) y elabora un discurso firme en la denuncia y a la vez amargo en cuanto al silencio o la soledad que las víctimas a menudo sienten; sí hay un momento de acidez, y muy revelador, como es el lapsus (mucho más que eso, desde luego) que tiene el arzobispo Barbarin y que da pie al título de la película. O reflexiones postreras de los diversos personajes sobre cómo seguir manteniendo la fe religiosa cuando la Iglesia tanto les ha fallado y que afectan especialmente a Alexandre.



El resultado es un filme que, como la película de McCarthy, se convierte en necesario y sirve para ilustrar una de las lacras de la Iglesia como institución (las creencias las dejamos al margen), de una actualidad manifiesta y que encontramos de manera constante en los medios de comunicación: los abusos a niños por parte de sacerdotes y miembros de la Iglesia católica en colegios por todo el mundo. Una película cuya fecha de estreno, precisamente en medio de la Semana Santa, podrá parecer a algunos una cierta provocación, pero que desde luego incide en una historia que merece contarse y con buen pulso por parte de un director que, en su filmografía, demuestra que no se cierra ninguna puerta; algo que, desde el punto netamente cinematográfico, también es una buena noticia. Una historia desgarradora y una denuncia que no debe cesar es la que nos propone François Ozon. Aplaudimos el esfuerzo realizado.

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