«Ni desesperadamente oprimidas, ni maravillosamente libres.»
Pensar en mujeres en la Edad Media es asimilar su papel a una
posición subordinada al preponderante rol masculino. Un rol masculino en
un mundo eminentemente masculino (como lo han sido todos, ¿verdad?).
Pensar en mujeres de los siglos XII y XIII como Leonor de Aquitania, su
nieta Berenguela de Castilla, Urraca de Castilla y León (hija de Alfonso
VI de ambos reinos y madre del imperator Alfonso VII), Blanca de
Castilla (madre de Luis IX de Francia) es acercarnos a mujeres únicas,
excepcionales en la gestión del poder y en la capacidad de decidir. Hubo
más Eloísas que Leonores, tengámoslo en cuenta. Y cuando estas mujeres
tuvieron acceso al poder, las crónicas de la época las presentaron como
viragos (mujeres con características viriles) o jezabeles (reinas
manipuladores y lujuriosas), merecedoras de críticas y de una
conveniente damnatio memoriae. El mundo de los hombres que ejercían,
ostentaban o aspiraban al poder necesitaba el olvido del rol de las
mujeres de las que habían heredado ese poder. Leonor de Aquitania
(1124-1204) se convirtió en símbolo de una época: dos veces reina (de
Francia y de Inglaterra), heredera del mayor ducado en el reino franco,
madre de diez hijos en sus dos matrimonios, protectora y animadora de
las ambiciones de varios de ellos contra el León inglés (cómo no
recordar a Katharine Hepburn en el papel de este personaje en El león en
invierno [1968]), guía de sus nietas (acompañó a la pequeña Blanca, hija del
rey Alfonso VIII de Castilla, a la corte del rey francés para
convertirla en la esposa del futuro Luis VIII) y mecenas del monasterio
de Fontevraud (donde moriría) simboliza a esas mujeres de la élite
medieval que estuvieron cerca y disfrutaron del poder. Su estirpe fue
numerosa: reinas en diversos territorios europeos, fundadoras de
monasterios, patrocinadoras de crónicas, mecenas del arte. Mujeres con
historias que contar, y a este empeño dedica Ana Rodríguez el delicioso
libro La estirpe de Leonor de Aquitania. Mujeres y poder en los siglos
XII y XIII (Crítica, 2014), una más que recomendable lectura.
Acercarnos a las mujeres (de la élite, insistimos, la que deja un
rastro que seguir en los textos y crónicas, en el arte y la
arquitectura) significa comprender el matrimonio de las casas reinantes
en Europa: las dificultades para superar las estrictas leyes de
consanguineidad que la Iglesia imponía, lo cual daba pie a menudo a
divorcios; la importancia de la dote como fuente de la riqueza y la
influencia de estas mujeres; el papel de los viajes, de la búsqueda de
mujeres de alto linaje para ser casadas con reyes y príncipes en un
mundo en el que los lazos familiares eran comunes y la necesidad de no
contraer matrimonios con riesgo de consanguineidad apremiaba. No era
sólo un matrimonio en clave política, en el que el amor era secundario
(no entraremos en el amor cortés de la poesía trovadoresca), sino un
pilar esencial de la institución monárquica en reinos que surgían de las
cenizas del tronco carolingio (Francia), de la conquista normanda
(Inglaterra) o de la diversidad y pluralidad de tradiciones monárquicas
(la península Ibérica). Leonor de Aquitania nos acerca a las políticas
matrimoniales, a las disputas por la dote (y la riqueza de las mujeres
que hicieron gala de la misma) y al disfrute del poder en esta época.
Pero no sólo ella: su hija Leonor casó con Alfonso VIII de Castilla y
fundó el monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, a las afueras
de Burgos; sus nietas Berenguela y Blanca fueran regentes y madres de
reyes (Fernando III de Castilla y León y Luis IX de Francia,
respectivamente); su tataranieta Leonor de Castilla fue reina en la
Inglaterra de Eduardo I y dejó un legado en la corte inglesa. Fueron
madres, esposas e hijas de reyes, como Urraca de Castilla y León
(1081-1126), ora enaltecida y ora denigrada en crónicas coetáneas,
heredera de dos reinos pero no reina por derecho propio, y olvidada por
su hijo, Alfonso VII, para quien detentara y conservara el poder. Las
crónicas mencionan a esas mujeres, y otras, pero minimizan su
influencia. La imagen de la mujer como una figura necesaria (la fuente
de hijos que habrían de heredar reinos y riquezas) era al mismo tiempo
dejada en la nebulosa que conduce al olvido, pues su presencia era al
mismo tiempo una amenaza del rol masculino que todo lo dominaba.
Leer el libro de Ana Rodríguez nos acerca a historias de mujeres con
poder, mujeres que modularon la memoria histórica y que no se
resignaron a ser simples peones; mujeres que fundaron monasterios (como
Santa María la Real de las Huelgas en Burgos o Las Dueñas en Zamora,
siendo incluso abadesas con un poder que desafiaba a obispos y papas.
Nos acerca a la experiencia de esas mujeres en cortes que no conocían,
con costumbres que comprendían y con idiomas que debían aprender. La
corte real no era sólo un espacio de poder sino también un centro
simbólico de la legitimidad de ese poder, y en ese espacio las reinas
(generalmente foráneas) lidiaron con minorías de edad de sus regios
hijos y con la oposición eclesiástica y nobiliaria. No se quede el
lector con la simple imagen de reinas con poder, sino que vaya más allá,
como la propia autora concluye en uno de los capítulos:
«[…] las mujeres no se dedicaban simplemente a hacer donaciones a las comunidades masculinas de monjes para que rezaran por la salvación de las almas de sus maridos y demás parientes. Tomaron, más bien, las riendas de la conmemoración, fundaron monasterios por lo general femeninos gobernados por sus hijas y nietas, crearon espacios funerarios, actuaron como intercesoras entre los vivos y los difuntos, canalizaron la expiación de sus pecados, comandaron la escritura de crónicas que enaltecían a sus ancestros y la realización de objetos que los representaban. Participaron activa y conscientemente, junto a quienes se han considerado tradicionalmente los guardianes oficiales de la memoria, en la creación de una cultura conmemorativa que es uno de los rasgos fundamentales y distintivos de una sociedad como la medieval en la que el pasado legitimaba el presente, los muertos a los vivos y los eclesiásticos a los laicos. Leonor de Aquitania primero y sus hijas después promovieron y reforzaron una tradición memorial que, aprendida en las cortes en las que se criaron o asimilada de los entornos en los que vivieron y ejercieron el oficio regio, transformó el paisaje, físico y mental, de la Europa de la Edad Media». (pp. 236-237)
Déjese llevar el lector en un libro que atrapa desde la primera
página, que se lee con un enorme interés y que nos deja una imagen mucho
más amplia de lo que se puede imaginar acerca de esas mujeres con
poder, o dependientes del mismo. Un libro delicioso y lleno de
reflexiones sobre la esencia de la gobernanza en los reinos de la Europa
occidental del Medievo. Y sobre el papel de las mujeres que, antes o
después de Leonor de Aquitania, hicieron lo posible por no ser meras
máquinas reproductoras: mujeres que eran en sí una anomalía y gozando de
un poder transitorio y no permanente, que aprovecharon la oportunidad y
dejaron sus experiencias para el recuerdo… o el olvido.
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